Los antiguos mexicanos tenían por costumbre realzar sus conocimientos mediante el lenguaje poético. La metáfora fue el lenguaje óptimo del que dispusieron para transmitir los inextricables conceptos que hacen a lo divino -en sí inefable-.
Las armas del “guerrero” fueron simbólicamente "flor y canto", entendiendo por "flor”, la belleza, y por "canto", la sabiduría. De esta suerte los filósofos, además de ser pensadores eran poetas. Para comprender el pensamiento filosófico de los toltecas es preciso compenetrarse de su lenguaje metafórico:
" Brotan cual esmeraldas,
tus flores,
oh dador de la vida.
Tus cantos reúno
Como esmeraldas los ensarto:
Hago con ellos un collar:
El oro de las cuentas está duro:
Adórnate con ellos.
¡Es en la tierra tu riqueza única!
(Colecc. de Huexotzingo.)
La belleza, es en los toltecas, consubstancial a la sabiduría. Para que algo entrañe sabiduría debe contener belleza; tal es el modo de expresión del Espíritu. Por eso el arte es el lenguaje por excelencia del espíritu, el nexo entre lo divino y lo terreno, entre el cielo y la tierra, lo abstracto y lo concreto, el espíritu y la materia. La belleza es el jardín donde brotan las flores del espíritu; los cantos de sabiduría más profundos y sensibles, apacibles y luminosos. “Flor y canto” son, pues, las misteriosas armas del “guerrero de la muerte florecida”.
La fuerza del “guerrero” se basa en tres grandes virtudes: la sensibilidad, la responsabilidad y la disciplina. La sensibilidad es característica de todos los seres vivos. Desde el planeta mismo hasta la bacteria son sensibles al medio que los rodea. Pero la sensibilidad humana se distingue por la conciencia. Todos los humanos poseen potencialmente la misma sensibilidad; pero en la conciencia radica que unos la desarrollen más que otros.
La responsabilidad es una actitud que nace de lo más profundo de la conciencia. Para atisbar a explicar lo inefable podemos decir que la conciencia existe en dos niveles: la que asoma a través del “pequeño yo” que transita y reacciona -nerviosa, amarga, ignorantemente- en el mundo de la cotidianidad; y la conciencia elevada o ser interior, cuya realidad, ilimitada e inmortal, se une a la Conciencia Suprema del universo. Para continuar intentando describir lo indescifrable, diremos que ésta se caracteriza por ser beatitud perenne, contemplación, gobierno y control en la inacción o, dicho de otra manera, en el sutil impulso abarcativo.
Aquí es preciso subrayar la inadecuación del lenguaje para describir lo inefable. Por ello aclaramos que utilizaremos los términos “pequeño yo”, “yo individual” e incluso “ego” para referirnos al mismo fenómeno que yace en un polo del ser, y en el otro polo, consideraremos el “yo trascendente’, “espíritu”, “conciencia elevada”, “ser interior” como lo mismo. Por último, utilizamos el concepto de “Conciencia Suprema” como sinónimo de Dios, de esta manera expresamos mejor la identificación y consubstancialidad entre el espíritu del hombre y Dios mismo.
La conciencia del “pequeño yo” actúa en el mundo cotidiano y aparece en la imagen que la persona observa en el espejo. El ser interior -trascendente y sutil -y nunca desvinculado del “pequeño yo”, aunque virtualmente fuera de su alcance- conduce sutilmente las riendas del destino individual, bajo el inextricable juego entre destino y libre albedrío. Con todo, como punta del iceberg, asoma continuamente como la voz interior que nos refrena en el mal, nos conmina ante las responsabilidades, nos alienta a la acción desinteresada.
La conciencia es la aliada sine qua non del “guerrero”. Tomando morada temporal en el cuerpo, ella está destinada a caminar hacia la luz original y fundirse con la Conciencia Suprema del universo. Con todo, uno de los mayores desafíos del “guerrero” es entablar el diálogo entre su “pequeño yo” y su conciencia elevada -las dos vertientes polares del ser- para recibir la luz de esta última en las decisiones más importantes de la vida.
En el principio la Conciencia Suprema del Universo se fragmentó para tomar morada en cada individuo y así llevar a cabo el “juego” del aprendizaje y la trascendencia. A raíz de ello cada conciencia individual está destinada a fundirse nuevamente en ella. Mientras la conciencia del “pequeño yo” y la conciencia elevada no se fundan en una, el hombre transitará por la vida dividido, viviendo la dualidad del juego cósmico y la transitoria contradicción entre sus impulsos individuales y sus aspiraciones más elevadas.
La diferencia entre un “guerrero” y un hombre común, es que el primero se afana en expandir su conciencia, mientras que el segundo se afana en satisfacer los deseos del “pequeño yo”. Cada uno se identifica con una de las dos vertientes del ser. Con todo, ambas se requieren para crecer: la salud física y el equilibrio mental depende de las decisiones del pequeño, pero sano, “yo”. El desarrollo del amor desinteresado y la persecución de los más altos ideales son inspirados por la conciencia elevada.
La conciencia del hombre comprende el cúmulo de conocimientos y sabiduría de la humanidad. El problema es que las personas no se detienen a consultar jamás con su interior; y acaban por no percibir más el llamado de la conciencia ni su existencia siquiera. Sin embargo, la conciencia es la aliada que indefectiblemente indica qué se debe y qué no se debe hacer. Si bien la conciencia existe eterna e independientemente del cuerpo físico, da lugar al juego cósmico del aprendizaje y la trascendencia al encarnar en cada cuerpo individual. Por otro lado, el hombre que orienta directa o indirectamente todo su esfuerzo a la satisfacción de su ego mental y físico, desaprovecha lisamente el parámetro que lo distingue del animal: la conciencia. Así pues, tanto el pequeño yo, individual como la conciencia potencialmente abarcativa integran el juego dual de la persona, sin el cual el proyecto “hombre” no existiría.
La disciplina es el tercer elemento en el arsenal del “guerrero”. No se trata de la disciplina militar que obedece a otro ciegamente, sino la que es el resultado de una comprometida decisión íntima y privada. La que implica un logro personal, pues una cosa es saber lo que se tiene que hacer y otra diferente es adquirir la fuerza de voluntad para lograrlo. La disciplina es una actitud. Hay quienes prefieren que alguien los azuce con un látigo y tome responsabilidad de sus decisiones. Los hay también que no admiten que otro se responsabilice por lo que deben hacer. De esta clase de personas están hechos los “guerreros”.
Si bien la disciplina es una actitud y una decisión personal, necesita ser cultivada para su fortalecimiento y consolidación. La disciplina responde a una intención premeditada, consciente e incesante, que gradualmente va generando una poderosa fuerza interior a la que llamamos "voluntad". El “guerrero” desarrolla una voluntad inflexible por transformarse a sí mismo. De esta suerte, comienza a notar cambios sensibles en su interior y en el mundo que lo rodea. Sin esa fuerza los seres humanos no somos más que polvo en el vendaval del mundo circundante.
Uno de los grandes logros de nuestra ancestral cultura fue la humildad. Los toltecas, en su impresionante desarrollo espiritual, llegaron al punto más alto de la expansión de la conciencia: la humildad. La humildad deriva de la sabiduría. En su entendimiento profundo de la existencia y el sentido de la vida individual, el sujeto se torna humilde; por el contrario, cuanta mayor es su ignorancia y desconocimiento profundo de las cosas, más prepotente y arrogante se muestra. La humildad es el resultado tanto de un trabajo interior de autocontrol como de la expansión de la conciencia, por ende, del entendimiento.
El esfuerzo por difundir este contenido cultural.