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La medicina azteca, envidia de europeos

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Máscara azteca en el Museo Británico.

Cuando Hernán Cortés contactó con las civilizaciones mesoamericanas no solo se sorprendería por su cultura -tan diferente a la suya- sino que comprobó in situ la medicina que practicaban.  Lejos de ser tan primitiva como podía esperar era en muchos aspectos más avanzada que la del viejo continente.

Al llegar a Tenochtitlán descubriría que sus habitantes alcanzaban fácilmente los setenta años, gozando de buena salud y sin haber padecido enfermedades graves, situación que seguro le extrañaría porque a sus ojos eran gente salvaje y sin conocimientos. Otro hecho era que, lejos de estar sucios y mugrientos como en otras ciudades de la Europa del siglo XVI, se bañaban cada día incluso con un jabón hecho con el fruto del copalxocotl, limpiándose los dientes y la ropa, y disfrutando de baños de vapor (temazcalli), muy extendidos a lo largo de toda la cuencia del valle de México.

La ciudad disponía de agua potable suministrada por unas cañerías en perfecto estado limpias de detritus. Reciclaban los residuos orgánicos transportándolos fuera de la ciudad y la orina la reutilizaban para curtir el cuero, disponiendo de letrinas en el interior de los palacios. Todo esto, junto con el hecho de que las viviendas permanecían bien ventiladas gracias a la disposición de sus ventanas, evitaba muchas enfermedades así como su propagación.

Magia, religión y medicina estaban ligadas, y explicaban los males que sufrían como un desequilibrio de la fuerza vital del individuo (tonalli) y un castigo de los dioses. Al igual que los egipcios, sorprende la especialización de sus médicos (ticitl). Los había que tenían grandes conocimientos de la anatomía humana -gracias a los numerosos sacrificios que realizaban-, eran los cirujanos de guerra. Ante una herida, los primero que hacían era limpiarla, orinando en ella – una manera de esterilizarla- o aplicando sustancias derivadas del huevo, al igual que hacía Ambroise Paré en Francia con su novedosa y eficaz mezcla de trementina, aceite de rosas y yema de huevo. Suturaban las heridas utilizando el propio cabello humano o con unas grapas que obtenían de las mandíbulas de las hormigas, algo que resultó ser muy eficaz aunque nos pueda parecer increíble a nuestros ojos.

Disponían de traumatólogos aunque no les llamaban así sino “componedores de huesos” que entablillaban y escayolaban las fracturas, realizando incluso injertos de huesos. Cardiólogos, otorrinolaringólogos, oculistas, dentistas… vaya, que el grado de especialización que adquirieron era envidiable e incluso disponían de un psicoanalista de los sueños (tetonaltih) que los interpretaba para conseguir ese equilibrio interior perdido así como de recuperar la salud psicosomática, eso sin contar la avanzada medicina preventiva que tenían relacionada con el embarazo y el parto.

Pero si en algo eran expertos era en preparar antídotos para tratar las mordeduras de serpientes, algo muy frecuente y mortal al encontrarse allí muchas de las especies más peligrosas del mundo. Para ello usaron maguey y tabaco, que por otra parte resultaba ser bastante eficaz, además del propio veneno del reptil, extraído tras adormecerlas con una hierba que les paralizaba (piciet).

Como decía antes, la medicina iba unida a la religión y a la magia, existiendo chamanes y sacerdotes que con el uso de alucinógenos y oraciones complementaban el tratamiento, aunque si adolecían de algo era en su instrumental, más bien rústico y hecho de piedra.

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Códice Florentino

Muchas de los tratamientos que se practicaban se conocen gracias al manuscrito conocido como Códice Florentino de la Historia de las cosas de Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún.

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