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EL MITO DEL ETERNO RETORNO. Mircea Eliade.

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Arquetipos y Repetición.

(Fragmento)

EL PROBLEMA

En la mentalidad “primitiva” o arcaica, los objetos del mundo exterior, tanto, por lo demás, como los actos humanos propiamente dichos, no tienen valor intrínseco autónomo. Una piedra será sagrada por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etcétera. El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor.

 

Esa fuerza puede estar en su substancia o en su forma; transmisible por medio de hierofanía o de ritual. Esta roca se hará sagrada porque su propia existencia es una hierofanía: incomprensible, invulnerable, es lo que el hombre no es. Resiste al tiempo, su realidad se ve duplicada por la perennidad. He aquí una piedra de las más vulgares: será convertida en “preciosa”, es decir, se la impregnará de una fuerza mágica o religiosa en virtud de su sola forma simbólica o de su origen: “piedra de rayo”, que se supone caída del cielo; perla, porque viene del fondo del océano. Será sagrada porque es morada de los antepasados (India, Indonesia) o porque otrora fue el teatro de una teofanía (así, el bethel que sirvió de lecho a Jacob) o porque un sacrificio, un juramento, la consagraron.1

Pasemos ahora a los actos humanos, naturalmente a los que no dependen del puro automatismo; su significación, su valor, no están vinculados a su magnitud física bruta, sino a la calidad que les da el ser reproducción de un acto primordial, repetición de un ejemplo mítico. La nutrición no es una simple operación fisiológica; renueva una comunión. El casamiento y la orgía colectiva nos remiten a prototipos míticos; se reiteran porque fueron consagrados en el origen (“en aquellos tiempos”, ab origine) por dioses, “antepasados” o héroes.

En el detalle de su comportamiento consciente, el “primitivo”, el hombre arcaico, no conoce ningún acto que no haya sido planteado y vivido anteriormente por otro,  otro que no era un hombre. Lo que él hace, ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida de gestas inauguradas por otros.

Esa repetición consciente de hazañas paradigmáticas determinadas denuncia una ontología original. El producto bruto de la Naturaleza, el objeto hecho por la industria del hombre, no hallan su realidad, su identidad, sino en la medida en que participan en una realidad trascendente. El acto no obtiene sentido, realidad, sino en la medida en que renueva una acción primordial.

Grupos de hechos tomados a través de las culturas diversas nos ayudarán a reconocer mejor la estructura de esa ontología arcaica. Los agruparemos bajo tres grandes títulos:

1°, los elementos cuya realidad es función de la repetición, de la imitación de un arquetipo celeste;

2°, los elementos: ciudades, templos, casas, cuya realidad es tributaria del simbolismo del Centro supraterrestre que los asimila a sí mismo y los transforma en “centros del mundo”;

3°, por último los rituales y los actos profanos significativos, que sólo poseen el sentido que se les da porque repiten deliberadamente tales hechos planteados ab origine por dioses, héroes o antepasados.

La revista misma de esos hechos iniciará el estudio de la concepción ontológica subyacente que luego propondremos desentrañar, y qque luego propondremos desentrañar, y que sólo ella puede fundar.

 

ARQUETIPOS CELESTES DE LOS TERRITORIOS, DE LOS

TEMPLOS Y DE LAS CIUDADES

 

Según las creencias mesopotámicas, el Tigris tiene su modelo en la estrella Anunit, y el Eufrates en la estrella de la Golondrina.2 Un texto súmero habla de la “morada de las formas de los dioses”, donde se hallan “(la divinidad) de los rebaños y las de los cereales”.3 Para los pueblos altaicos, asimismo, las montañas tienen un prototipo ideal en el cielo.4 Los nombres de los lugares y de los nomos egipcios se daban según los “campos” celestes: empezaban por conocer los “campos celestes”, y luego los identificaban en la geografía terrestre.5

En la cosmología irania de tradición zervanita, “cada fenómeno terrestre, ya abstracto, ya concreto, corresponde a un término celestial, trascendental, invisible, una ‘idea’ en el sentido platónico. Cada cosa, cada noción, se presenta en un doble aspecto: el de menok y el de getik. Hay un cielo visible.6 Nuestra tierra corresponde a una tierra celestial. Cada virtud practicada aquí abajo, en el getah, posee una contrapartida..., en fin, todo lo que se manifiesta en el getah, es al mismo tiempo menok. La creación es simplemente desdoblada. Desde el punto de vista cosmogónico, el estadio cósmico calificado de menok es anterior al estadio getik.”7

En particular, el templo —lugar sagrado por excelencia— tenía un prototipo celeste. En el monte Sinaí, Jehová muestra a Moisés la “forma” del santuario que deberá construirle: “Y me harán un santuario, y moraré en medio de ellos: conforme en todo al diseño del tabernáculo que te mostraré, y de todas las vasijas para su servicio...”8 “Mira y hazlo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte.”9 Y cuando David entrega a su hijo Salomón el plano de los edificios del templo, del tabernáculo y de todos los utensilios, le asegura que “todas estas cosas me vinieron a mí escritas de la mano del Señor, para que entendiese todas las obras del diseño”.10 Por consiguiente, vio el modelo celestial.

El más antiguo documento referente al arquetipo de un santuario es la inscripción de Gudea relacionada con el templo levantado por él en Lagash. El Rey ve en sueños a la diosa Nidaba que le muestra un panel

en el cual se mencionan las estrellas benéficas, y a un dios que le revela el plano del templo.” También las ciudades tienen su prototipo divino. Todas las ciudades babilónicas tenían sus arquetipos en constelaciones: Sippar, en el Cáncer; Nínive, en la Osa Mayor; Azur, en Arturo, etcétera.12 Senaquerib manda edificar Nínive según el “proyecto establecido desde tiempos remotos en la configuración del cielo”. No sólo hay un modelo que precede a la arquitectura terrestre, sino que además éste se halla en una “región” ideal (celeste) de la eternidad. Es lo que proclama Salomón: “Y dijiste que yo edificaría un templo en tu santo monte y un altar en la ciudad de tu morada, a semejanza de tu santo tabernáculo, que tú preparaste desde el principio”.13

Una Jerusalén celestial fue creada por Dios antes que la ciudad de Jerusalén fuese construida por mano del hombre: a ella se refiere el profeta, en el libro de Baruch, II, 42, 2-7: “¿Crees tú que ésa es la ciudad de la cual yo dije: ‘Te he edificado en la palma de mis manos’? La construcción que actualmente se halla en medio de vosotros no es la que se reveló en Mí, la que estaba lista ya en el momento en que decidí crear el Paraíso y que mostré a Adán antes de su pecado...”14 La Jerusalén celeste enardeció la inspiración de todos los profetas hebreos: Tobías, xiii, 16: Isaías LIX, 11 y siguientes: Ezequiel, LX, etcétera. Para mostrarle la ciudad de Jerusalén, Dios transporta a Ezequiel en una visión extática, y lo lleva a una montaña muy elevada (LX, 6 y siguientes). Y los Oráculos Sibilinos conservan el recuerdo de la Nueva Jerusalén, en el centro de la cual resplandece “un templo con una torre gigante que toca las nubes y todos la ven”.15 Pero la más hermosa descripción de la Jerusalén celestial se halla en el Apocalipsis (xxi, 2 y siguientes): “Y yo, Juan, vi la ciudad santa, la Jerusalén nueva, que de parte de Dios descendía del cielo, y estaba aderezada como una novia ataviada para su esposo”.

Volvemos a encontrar la misma teoría en la India: todas las ciudades reales hindúes, aun las modernas, están construidas según el modelo mítico de la ciudad celestial en que habitaba en la Edad de Oro (in illo tempore) el Soberano Universal. Y, como éste, el rey se esfuerza por hacer revivir la Edad de Oro, por hacer actual un reino perfecto, idea que volveremos a encontrar en el curso del presente estudio. Así, por ejemplo, el palacio fortaleza de Sihagiri, en Ceilán, está edificado según el modelo de la ciudad celeste de Alakamanda, y es “de muy difícil acceso para los seres humanos”.16 Asimismo, la ciudad ideal de Platón tiene también un arquetipo celeste.17 Las “formas” platónicas no son astrales; pero la región mítica de ésta se coloca, sin embargo, en planos supraterrestres.18 Así, pues, el mundo que nos rodea, en el cual sentimos la presencia y la obra del hombre —las montañas a que éste trepa, las regiones pobladas y cultivadas, los ríos navegables, las ciudades, los santuarios—, tiene un arquetipo extraterrestre, concebido, ya como un “plano”, ya como una “forma”, ya pura y simplemente en un nivel cósmico superior. Pero todo en el “mundo que nos rodea” no tiene un prototipo de esa especie. Por ejemplo, las regiones desiertas habitadas por monstruos, los territorios incultos, los mares desconocidos donde ningún navegante osó aventurarse, etcétera, no comparten con la ciudad de Babilonia o el nomo egipcio el privilegio de un prototipo diferenciado. Corresponden a un modelo mítico, pero de otra naturaleza: todas esas regiones salvajes, incultas, etcétera, están asimiladas al Caos: participan todavía de la modalidad indiferenciada, informe, de antes de la Creación. Por eso, cuando se toma posesión de un territorio así, es decir, cuando se lo empieza a explotar, se realizan ritos que repiten simbólicamente el acto de la Creación’, la zona inculta es primeramente “cosmizada”, luego habitada. Pronto volveremos sobre el sentido de los ceremoniales de toma de posesión de las regiones de reciente descubrimiento. Por el momento, lo que queremos subrayar es que el mundo que nos rodea, civilizado por la mano del hombre, no adquiere más validez que la que debe al prototipo extraterrestre que le sirvió de modelo. El hombre construye según un arquetipo. No sólo su ciudad o su templo tienen modelos celestes, sino que así ocurre con toda la región en que mora, con los ríos que la riegan, los campos que le procuran su alimento, etcétera. El mapa de Babilonia muestra la ciudad en el centro de un vasto territorio circular orillado por el río Amargo, exactamente como los súmeros se representaban el Paraíso.19 Esa participación de las culturas urbanas en un modelo arquetípico es lo que les confiere su realidad y su validez.

 

El establecimiento en una región nueva, desconocida e inculta, equivale a un acto de creación. Cuando los colonos escandinavos tomaron posesión de Islandia, land-náma, y la rozaron, no consideraron ese acto ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. La empresa era para ellos la repetición de un acto primordial: la transformación del caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desierta repetían de hecho el acto de los dioses, que organizaban el caos dándole formas y normas.20 Aun más: una conquista territorial sólo se convierte en real después del (más exactamente: por el) ritual de toma de posesión, el cual no es sino una copia del acto primordial de la Creación del Mundo. En la India védica, se tomaba legalmente posesión de un territorio mediante la erección de un altar dedicado a Agni.21 “Se dice que se han instalado (avasyatí) cuando han construido un gar-hapatya, y todos los que construyen el altar del fuego se han establecido (avasitáh).22 Pero la erección de un altar dedicado a Agni no es más que la imitación microcósmica de la Creación. Además, un sacrificio cualquiera es, a su vez, la repetición del acto de la Creación, como nos lo afirman explícitamente los textos hindúes.23 Los “conquistadores” españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de las islas y de los continentes que descubrían y conquistaban. La instalación de la Cruz equivalía a una “justificación” y a la “consagración” de la religión, a un “nuevo nacimiento”, repitiendo así el bautismo (acto de creación). A su vez, los navegantes británicos tomaban posesión de las regiones conquistadas en nombre del rey de Inglaterra, nuevo Cosmocrátor.

La importancia de los ceremoniales védicos, escandinavos o romanos, se nos presentará más claramente cuando examinemos por sí mismo el sentido de la repetición de la Creación, acto divino por excelencia. Por el momento, retengamos sólo un hecho: todo territorio que se ocupa con el fin de habilitarlo o de utilizarlo como “espacio vital” es previamente transformado de “caos” en “cosmos”; es decir, que, por efecto del ritual, se le confiere una “forma” que lo convierte en real.

Evidentemente, la realidad se manifiesta, para la mentalidad arcaica, como fuerza, eficacia y duración. Por ese hecho, lo real por excelencia es lo sagrado; pues sólo lo sagrado es de un modo absoluto, obra eficazmente, crea y hace durar las cosas. Los innumerables actos de consagración —de los espacios, de los objetos, de los hombres, etcétera— revelan la obsesión de lo real, la sed del primitivo por el ser.

EL SIMBOLISMO DEL “CENTRO”

Paralelamente a la creación arcaica en los arquetipos celestes de las ciudades y de los templos, encontramos otra serie de creencias más copiosamente atestiguadas aún por documentos, y que se refieren a la investidura del prestigio del “Centro”. Hemos examinado este problema en una obra anterior; 24 aquí nos contentaremos con recordar los resultados a que hemos llegado. El simbolismo arquitectónico del Centro puede formularse así:

a) la Montaña Sagrada —donde se reúnen el Cielo y la Tierra— se halla en el centro del Mundo;

b) todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una “montaña sagrada”, debido a lo cual se transforma en Centro;

c) siendo un Axis mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno.

Algunos ejemplos ilustrarán los símbolos precedentes:

A) En las creencias hindúes, el monte Meru se levanta en el centro del mundo, y debajo de él brilla la estrella polar.25 Los pueblos uraloaltaicos conocen también un monte central, Sumeru, en cuya cima está colgada la estrella polar.26 Según las creencias iranias, la montaña sagrada, Haraberezaiti (Elburz) se halla en medio de la Tierra y está unida al Cielo.27 Las poblaciones budistas de Laos, en el norte de (Tailandia), Siam, conocen el monte Zinnalo, en el centro del mundo.28

En el Edda, Himingbjörg es, como su nombre lo indica, una “montaña celeste”, es ahí donde el arco iris (Bifröst) alcanza la cúpula de los cielos. Análogas creencias se encuentran entre los finlandeses, los japoneses, etc. Recordemos que para los semang de la península de Malaca, en el centro del mundo se alza una enorme roca, Batu-Ribn; encima se halla el Infierno. Antaño, sobre Batu-Ribn, un tronco de árbol se elevaba hacia el cielo.29 El infierno, el centro de la tierra y la “puerta” del cielo se hallan, pues, sobre el mismo eje, y por ese eje se hacía el pasaje de una región cósmica a otra. Se vacilaría en creer en la autenticidad de esta teoría cosmológica entre los pigmeos semang si no hubiese razones para admitir que la misma teoría ya estaba esbozada en la época prehistórica.30 En las creencias mesopotámicas, una montaña central reúne el Cielo y la Tierra; es la “Montaña de los Países”, que une entre sí los territorios.31

El ziqqurat era propiamente hablando una montaña cósmica, es decir, una imagen simbólica del Cosmos; los siete pisos representaban los siete cielos planetarios (como en Borsippa) o los siete colores del mundo (como en Ur).

El monte Thabor, en Palestina, podría significar tahbür es decir, “ombligo”, omphalos.32 El monte Ge-rizim, en el centro de Palestina, estaba sin duda alguna investido del prestigio del Centro, pues se lo llama “ombligo de la tierra” (tabbúr eres; cf. Jueces, IX, 37: “... Mira qué de gente desciende de en medio de la tierra”).* Una tradición recogida por Peter Comestor dice que, en el momento del solsticio de verano, el sol no hace sombra a la “Fuente de Jacob” (cerca de Geri-zim). En efecto, precisa Comestor, sunt qui dicunt lo-cum illum esse umbilicum terrea nostrae habitabilis.33 La Palestina, por constituir el país más elevado —puesto que estaba cerca de la cima de la montaña cósmica—, no fue sumergida por el Diluvio. Un texto rabínico dice: “La tierra de Israel no fue anegada por el diluvio”. 34 Para los cristianos, el Gólgota se hallaba en el centro del mundo, pues era la cima de la montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y enterrado. Y así, la sangre del Salvador cae encima del cráneo de Adán, inhumado al pie mismo de la Cruz, y lo rescata.” La creencia según la cual el Gólgota se encuentra en el centro del Mundo se ha conservado hasta en el folclore de los cristianos de Oriente (por ejemplo entre los de Rusia Menor).36

B) Los nombres de los templos y de las torres sagradas babilónicos son testimonio de su asimilación a la montaña cósmica: “Monte de la Casa”, “Casa del Monte de todas las tierras”, “Monte de las Tempestades”, “Lazos entre el Cielo y la Tierra”, etcétera.37 Un cilindro del soberano chino perfecto, el gnomon no debe hacer sombra el día del solsticio de verano a mediodía. Dicha capital se halla, en efecto, en el Centro del Universo, cerca del árbol milagroso “Palo enhiesto” (kien mu), donde se entrecruzan las tres zonas cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno.39 El templo de Barabudur es también una imagen del Cosmos, y está construido como una montaña artificial (como lo eran los ziqqurat). Al escalarlo, el peregrino se acerca al Centro del Mundo y, en la azotea superior, realiza una ruptura de nivel, trascendiendo el espacio profano, heterogéneo, y penetrando en una “región pura”. Las ciudades y los lugares santos están asimilados a las cimas de las montañas cósmicas.

Por eso Jerusalén y Sión no fueron sumergidas por el Diluvio. Por otro lado, según la tradición islámica, el lugar más elevado de la tierra es la Kaaba, porque “la estrella polar testimonia que se halla frente al centro del Cielo”.40

C) En fin, como consecuencia de su situación en el centro del Cosmos, el templo o la ciudad sagrada son siempre el punto de encuentro de las tres regiones cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno. Dur-anki, “lazo entre el Cielo y la Tierra”, era el nombre de los santuarios de Nippur, Larsa y sin duda Sippar.41 Babilonia tenía multitud de nombres, entre los cuales se cuentan: “Casa de la base del Cielo y de la Tierra”, “Lazo entre el Cielo y la Tierra”.42 Pero siempre era en Babilonia donde se cumplía el enlace entre la Tierra y las regiones inferiores, pues la ciudad había sido construida sobre bab-apso, la “Puerta de apsu”;” apsu designa las aguas del Caos anterior a la Creación. Encontramos esa misma tradición entre los hebreos. La roca de Jerusalén penetraba profundamente en las aguas subterráneas (tehom). En la misma se dice

que el Templo se encuentra justo encima de tehom (equivalente hebraico de apsu). Y así como Babilonia tenía la “puerta de apsu”, la roca del Templo de Jerusalén cerraba la “boca de tehom”.44 Concepciones similares se encuentran en el mundo indoeuropeo. Entre los romanos, por ejemplo, el mundus —es decir, el surco que se trazaba en torno al lugar donde había de fundarse una ciudad— constituía el punto dea extenderse de un punto central.48 La creación del hombre ocurre igualmente en un punto central. Según la tradición mesopotámica, el hombre fue hecho en el “ombligo de la tierra”, en UZU (carne) SAR (lazo) KI (lugar, tierra), donde se encuentra también Dur-an-ki, el “lazo entre el Cielo y la Tierra”.49 Ormuz crea el buey primordial, Evagdath, así como el hombre primordial, Gajomard, en el centro del mundo.50 El Paraíso era el “ombligo de la Tierra” y, según una tradición siria, se hallaba “en una montaña más alta que todas las demás”.51 Según el libro sirio La Caverna, de los Tesoros, Adán fue creado en el centro de la tierra, en el lugar mismo donde había de levantarse más tarde la cruz de Jesús.52 Las mismas tradiciones han sido conservadas por el judaismo.53 El apocalipsis judaico y la midrash precisan que Adán fue hecho en Jerusalén.54 Como Adán fue inhumado en el mismo lugar en que fue creado, es decir, en el centro del mundo, en el Gólgota, la sangre del Salvador —como ya lo hemos visto— lo rescatará también.

REPETICIÓN DE LA COSMOGONÍA

El “Centro” es, pues, la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (Árboles de Vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juvencia, etcétera) se hallan igualmente en un Centro. El camino que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabudur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser, etcétera. El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz.

Si mediante el acto de la Creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado o, hablando en términos cosmológicos, del Caos al Cosmos; si la Creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un “centro”; si, en consecuencia, todas las variedades del ser, de lo inanimado a lo viviente, sólo pueden alcanzar la existencia en un área sagrada por excelencia, entonces se aclaran maravillosamente para nosotros el simbolismo de las ciudades sagradas (“centros del mundo”), las teorías geománticas que presiden la fundación de las ciudades, las concepciones que justifican los ritos de su construcción. Al estudio de esos ritos de construcción y de las teorías que ellos implican hemos consagrado una obra anterior:* a ella remitimos al lector. Sólo recordaremos dos proposiciones importantes:

1a, toda creación repite el acto cosmogónico por excelencia: la

Creación del Mundo;

2a, en consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma se efectuó a partir de un centro). Entre la multitud de ejemplos que tenemos a mano elegiremos uno solo, interesante también por otras razones que volverán a traerlo en nuestra exposición. En la India, “antes de colocar una sola piedra... el astrólogo indica el punto de los cimientos que se halla encima de la serpiente que sostiene al mundo. El maestro alba-ñil labra una estatua de madera de un árbol jadira, y la hunde en el suelo, golpeándola con un coco, exactamente en el punto designado, para fijar bien la cabeza de la serpiente”.55 Encima de la estaca es colocada una piedra de busepadmacila). La piedra de ángulo se halla así exactamente en el “centro

del mundo”. Pero el acto de fundación repite a un mismo tiempo el acto cosmogónico, pues “fijar”, clavar la estatua en la cabeza de la serpiente, es imitar la hazaña primordial de Soma56 o de Indra, cuando este último “hirió a la Serpiente en la cueva”,57 cuando su rayo le “cortó la cabeza”.58

La serpiente simboliza el caos, lo amorfo no manifestado. Indra encuentra a Vritra59 no dividida (aparvan), no despierta (abudhyam), dormida (adudhyamánam), sumida en el sueño más profundo (suskupánam), tendida (agayanam). Fulminarla y decapitarla equivale al acto de creación, con el paso de lo no manifestado a lo manifestado, de lo amorfo a lo formal. Vritra había confiscado las Aguas y las guardaba en la cavidad de las montañas. Esto quiere decir: 1°, o que Vritra era el Señor absoluto —como lo era Tiamat o cualquier otra divinidad ofidia— de todo el caos anterior a la Creación; 2°, o bien que la gran Serpiente, al guardar las Aguas para ella sola, había dejado al mundo entero asolado por la sequía. El sentido no se altera ya sea que esa confiscación ocurriera antes del acto de la Creación o después de la formación del mundo:

Vritra “impide”* que el mundo se haga, o dure. Símbolo de lo no manifestado, de lo latente o de lo amorfo, Vritra representa al Caos anterior a la Creación.

En otra obra, Commentaires a la Légende du Mai-tre Manóle, hemos intentado explicar los ritos de construcciones como imitaciones del acto cosmogónico. La teoría que esos ritos implican se resume así: nada puede durar si no está “animado”, si no está dotado, por un sacrificio, de un “alma”; el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo. A decir verdad, en ciertas cosmogonías arcaicas el mundo nació por el sacrificio de un monstruo primordial, símbolo del Caos (Tiamat), por el de un macroántropo cósmico (Ymir, Pan’Ku, Purusha). Para asegurar la realidad y la duración de una construcción se repite el acto divino de la construcción ejemplar: la Creación de los mundos y del hombre. Previamente se obtiene la “realidad” del lugar mediante la consagración del terreno, es decir, por su transformación en un “centro”; luego, la validez del acto de construcción se confirma mediante la repetición del sacrificio divino. Naturalmente, la consagración del “centro” se hace en un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. Por la paradoja del rito, todo espacio consagrado coincide con el Centro del Mundo, así como el tiempo de un ritual cualquiera coincide con el tiempo mítico del “principio”. Por la repetición del acto cosmológico, el tiempo concreto, en el cual se efectúa la construcción, se proyecta en el tiempo mítico, in illo tem-pore en que se produjo la fundación del mundo. Así quedan aseguradas la realidad y la duración de una construcción, no sólo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente (“el Centro”), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. Un ritual cualquiera, como ya tendremos ocasión de ver, se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un “tiempo sagrado”, “en aquel tiempo” (in illo tempore, ab origine), es decir, cuando el ritual fue llevado a cabo por ver primera por un dios, un antepasado o un héroe.

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Tomado de: www.uruguaypiensa.org.uy/andocasociado.aspx?258,742

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