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INTEGRACIÓN DE LA IMAGEN NÁHUATL DEL UNIVERSO. Miguel León Portilla.

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Ensayando ahora una especie de síntesis de los varios puntos estudiados se podría describir así la visión cosmológica náhuatl:

La superficie de la tierra (tlaltícpac) es un gran disco situado en el centro de un universo que se prolonga horizontal y verticalmente.

Alrededor de la tierra está el agua inmensa (teo-atl) que extendiéndose por todas partes como un anillo, hace del mundo, "lo-enteramente-rodeado-por-agua" (cem-a-náhuac).

 

Pero, tanto la tierra, como su anillo inmenso de agua, no son algo amorfo e indeferenciado. Porque, el universo se distribuye en cuatro grandes cuadrantes o rumbos, que se abren en el ombligo de la tierra y se prolongan hasta donde las aguas que rodean al mundo se juntan con el cielo y reciben el nombre de agua celeste (Ilhuica-atl). Los cuatro rumbos del mundo implican enjambres de símbolos. Los nahuas los describían colocándose frente al poniente y contemplando la marcha del sol: allá por donde éste se pone, se halla su casa, es el país del color rojo; luego, a la izquierda del camino del sol, está el sur, el rumbo del color azul; frente a la región de la casa del sol, está el rumbo de la luz, de la fertilidad y la vida, simbolizadas por el color blanco; finalmente a la derecha de la ruta del sol se extiende el cuadrante negro del universo, el rumbo del país de los muertos.

Tal era el aspecto horizontal de la imagen náhuatl del universo.
Verticalmente, arriba y abajo de este mundo o cem-a-náhuac, había 13 cielos y 9 infiernos. Estos últimos son planos cada vez más profundos, donde existen las pruebas que deben afrontar durante cuatro años los descarnados (los muertos) antes de descansar por completo.

Arriba se extienden los cielos que, juntándose en un límite casi metafísico con las aguas que rodean por todas partes al mundo, forman una especie de bóveda azul surcada de caminos que corren en distintos planos, separados entre sí por lo que describen los nahuas como travesaños celestes. En los cinco primeros planos están los caminos de la luna, las estrellas, el Sol, Venus y los cometas. Luego están los cielos de los varios colores, y por fin el más allá metafísico: la región de los dioses y por encima de todo el Omeyocon (lugar de la dualidad), donde existe el principio dual generador y conservador del universo.

Esta era la que podríamos llamar, empleando anacrónicamente un concepto occidental y moderno, cosmología estática de los nahuas. Para completar la imagen es menester introducir ahora en ella los rasgos dinámicos que hemos estudiado ya en este capítulo.

Volvamos de nuevo a fijamos en el centro del mundo, en su ombligo, como decían los nahuas. Allí es donde primordialmente ejerce su acción sustentadora el principio dual que mora en lo más alto de todos los cielos. Ometéotl, actuando en el ombligo del mundo, da fundamento a la tierra (tlallamánac), desde allí también "la viste de algodón" (tlallíchcatl).

Dando vida y moviendo a todo lo que existe, es Ipalnemohuani; haciendo llegar su presencia a "las aguas color de pájaro azul", desde su "encierro de nubes" gobierna el movimiento de la luna, de las estrellas que son simbólicamente el faldellín con que se cubre el aspecto femenino de su ser generador, y por fin, dando vida al astro que hace lucir y vivir a las cosas, pone al descubierto su rasgo principal masculino de creador dotado de maravillosa fuerza generativa.

Al lado de este primer principio dual, generador constante del universo, existen las otras fuerzas que en el pensamiento popular son los dioses innumerables, pero que en lo más abstracto de la cosmología náhuatl son las cuatro fuerzas en que se desdobla Ometéotl -sus hijos- los cuatro elementos, tierra, aire, fuego y agua, que actuando desde uno de los cuatro rumbos del universo introducen en éste los conceptos de lucha, edades, cataclismos, evolución y orientación espacial de los tiempos.

En un afán de prevalecer y dominar, cada elemento trata de dirigir por sí mismo la acción vivificadora del sol. Comienzan entonces las grandes luchas cósmicas, simbolizadas por los odios entre Tezcatlipoca y Quetzalcóatl. Cada período de predominio es un Sol, una edad. Luego viene la destrucción y el surgir de un nuevo mundo, en el que las plantas alimenticias y los macehuales (la gente) parecen ir evolucionando hacia formas mejores. Han terminado así cuatro Soles.

El nuestro es el quinto, el de movimiento. En él se ha logrado una cierta armonía entre los varios principios cósmicos que han aceptado dividir el tiempo de su predominio, orientándolo sucesivamente hacia cada uno de los cuatro rumbos del universo desde donde actúan las fuerzas cósmicas fundamentales. Nuestra edad es pues la de los años  espacializados: años del rumbo de la luz, o años de la región de los muertos, años del rumbo de la casa del Sol, o de la zona azul a la izquierda del Sol. Y la influencia de cada rumbo se deja sentir no sólo en el universo físico, sino también en la vida de todos los mortales. El Tonalámatl es el libro que permite señalar los varios influjos que sin cesar se van sucediendo, de acuerdo con una oculta armonía de tensiones que los astrólogos nahuas -como los de todos los demás pueblos y tiempos- en vano se esfuerzan por conocer y dominar.

El destino final de nuestra edad será también un cataclismo: la ruptura de la armonía lograda. "Habrá movimientos de tierra, habrá hambre y con esto pereceremos." Pero, tal conclusión cósmica de carácter pesimista no sólo no hizo perder a los nahuas su entusiasmo vital, sino que fue precisamente el móvil último que los llevó a superarse en dos formas por completo distintas: los aztecas se orientaron por el camino de lo que hoy llamaríamos misticismo imperialista. Persuadidos de que para evitar el cataclismo final era necesario fortalecer al Sol, tomaron como misión proporcionarle la energía vital encerrada en el líquido precioso que mantiene vivos a los hombres. El sacrificio y la guerra florida, que es el medio principal de obtener víctimas para mantener la vida del Sol, fueron sus ocupaciones centrales, el eje de su vida personal, social, militar y nacional. Su desviación mística, condensada en la qu podríamos llamar "visión Huitzilopóchtlica del mundo", hizo de ellos el pueblo guerrero por excelencia, "el pueblo del Sol". Tal fue la actitud suscitada en lo más representativo de los aztecas por la amenaza del cataclismo final del quinto Sol. Mas ésta, como ya se ha indicado, no fue la única forma náhuatl de reaccionar.

Hubo también, ya desde el tiempo de los toltecas, pensadores profundos que se afanaron por hacer frente a la temida destrucción en el marco espacio-temporal del universo, forjando una concepción estrictamente metafísica acerca de la divinidad y de una cierta supervivencia más allá de este mundo, sobre lo cual se encuentran especulaciones e hipótesis en numerosos poemas nahuas.

Y aunque es indudable que no pocas veces se busca la salvación en las antiguas concepciones religiosas, es también cierto que con frecuencia se expresa abiertamente la duda acerca de ellas, y se plantea el problema de la divinidad y de la supervivencia y destino del hombre en forma claramente racional, prescindiendo hasta donde es posible de los mitos y tradiciones.

De tales especulaciones acerca de la divinidad y del hombre, que constituyen lo más elevado del que llamamos pensamiento filosófico náhuatl, es de lo que vamos a ocupamos en los siguientes capítulos, después de haber puesto ya al descubierto los que parecen haber sido rasgos característicos de la concepción cosmológica de los nahuas.

Tomado de: www.olimon.org/uan/portilla.pdf

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