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LA MUERTE COMPAÑERA

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Cuando lo vi, mi corazón empezó a latir con intensidad. Me fui acercando poco a poco, esperando que él no me viera. Agarrado al alambre despreocupado cantaba sonoro al cielo azul y a las nubes blancas.

Con el sigilo del cazador llegué hasta la mínima distancia y con emoción estiré al máximo las gomas de la resortera y salió zumbando la primera piedra. Ni se movió, seguía cantando sin darse cuenta. Con mayor emoción volví a cargar la resortera y tiré el segundo proyectil. Nada, mi puntería era tan mala como su capacidad de darse cuenta de lo que estaba pasando. El pajarillo seguía cantando encima del cable de luz y yo tiraba una y otra piedra sin poder hacer blanco. Era un encuentro pactado por las fuerzas que rigen el universo. El avecilla y yo, por diferentes caminos habíamos llegado puntuales a la cita del destino. Finalmente una piedra hizo blanco y el ave se vino a tierra. Corrí con el instinto milenario del cazador, mi banco genético se reactivaba de súbito y cumplía con un ritual ancestral entre el cazador y la presa. Cuando llegué a él, inmediatamente lo tomé entre mis pequeñas manos de niño de 7 años y aún caliente, el pajarito se desangraba entre espasmos de muerte.

Fue difícil reponerme al choque, mis manos estaban llenas de sangre caliente y un cuerpecito se sacudía moribundo. Mi llanto y mi dolor eran tan grandes como el del ave, su muerte fue un tributo a la vida y aunque él lo tuvo que pagar, yo lo he recordado toda mi vida, ya nada podía hacer por él.

 

Estaba desayunando en el comedor de la casa. La mesa redonda de madera de cedro rojo me acompañaba. Escuchaba a los cuatro periquitos australianos que hacen menos silenciosa mi soledad. Pequeñas y ruidosas avecillas que disfrutan de Mozart, pues en cuanto lo escuchan, cantan con alegría aunque sea en plena noche y cuando me acerco a la jaula no se asustan, por el contrario siempre me miran curiosas.

De repente escuché un grito que sobresalió entre el coro de los demás. En ese instante, como para subrayar la intensidad, los demás periquitos callaron de súbito. Inmediatamente dirigí la mirada a la inmensa jaula y vi como uno de ellos caía violentamente. Inmediatamente me levanté y me acerqué a la jaula. El ave azul cielo se contorsionaba moribunda. Estaba asustada y abría sus pequeños ojos desorbitadamente. Emitía unos quejidos intensos de dolor.... estaba muriendo. Le hablé y el ave me miró intensamente y me dijo con su desesperada y asustada mirada que no quería morir. Estaba aterrada, pero luchaba con fuerza contra la muerte. Extendió sus alas, trataba de levantarse y caía nuevamente.

Cuando los animales van a morir, ellos generalmente lo saben y se preparan para recibir a la muerte, casi de manera religiosa. Se despiden y casi anuncian su partida. Ellos generalmente saben con resignación cuando será la hora definitiva, más aún, cuando están enfermos.

A este periquito azul, la muerte le cayó de improviso y de golpe, él no se quería ir. Se resistió cuanto pudo y aunque su muerte fue tan violenta como rápida, tuvimos la oportunidad de comunicarnos. Él me decía con sus ojos que no quería dejar este mundo.

Los otros tres periquitos estaban callados y asustados en la esquina de la jaula observando, se amontonaban y miraron como abrí la trampa y metí la mano para tomar a la avecilla. Entre mi mano, como un lecho de muerte, el periquito empezó a respirar intensamente, gritó una vez más con intensidad y lentamente fue cerrando los ojos y aflojando el cuerpo, al momento que yo le hablaba con ternura y le decía que por favor no se muriera. Había hecho todo lo que estaba de su parte, había luchado fieramente por aferrarse a la vida, había danzado su última danza ante la poderosa energía que a todos los seres vivos nos arranca violentamente de este mundo.

A final de cuentas el periquito era igual que yo; un ser vivo, que siente y que muere y a mí me tocó compartir con él, ese extraordinario, maravilloso y pavoroso acto que es morir. Nunca pensé ni remotamente que en su muerte él y yo nos íbamos a hermanar. Un “insignificante” periquito australiano azul cielo y yo, ante lo aterrador y maravilloso de enfrentar a la muerte, hermanados como iguales.

En esos momentos el ave dejó de ser ave y sólo era un ser vivo que sentía desesperado y lleno de pánico a la muerte, que feroz se le abalanzaba encima, y encontró en mis ojos las ventanas abiertas de un espíritu que compartió con él, ese inexorable, intenso y aterrador momento.

Su cuerpecito caliente e inmóvil entre mi mano, el silencio de las aves y mis mejillas húmedas, todo había pasado ya. Sólo me quedaba salir al jardín y enterrarlo.

No sé por qué presentí que algo de él, me observaba cavando su fosa en la tierra húmeda, y un poco más tranquilo se alejaba de ahí. Recordé entonces un pasaje de mi temprana infancia y la deuda quedaba saldada.

 

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