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DISCURSO SOBRE EL COLONIALISMO. Aimé Césaire

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(Fragamento)

Una civilización que se muestra incapaz de resolver los problemas que suscita su funcionamiento es una civilización decadente.

Una civilización que escoge cerrar los ojos ante sus problemas más cruciales es una civilización herida.

Una civilización que le hace trampas a sus principios es una civilización moribunda.

El hecho es que la civilización llamada «europea», la civilización «occidental», tal como ha sido moldeada por dos siglos de régimen burgués, es incapaz de resolver los dos principales problemas que su existencia ha originado: el problema del proletariado y el problema colonial. Esta Europa, citada ante el tribunal de la «razón» y ante el tribunal de la «conciencia», no puede justificarse; y se refugia cada vez más en una hipocresía aún más odiosa porque tiene cada vez menos probabilidades de engañar.

 

Europa es indefendible.

Parece que esta es la constatación que se confían en voz baja los estrategas estadounidenses.

Esto en si no es grave.

Lo grave es que «Europa» es moral y espiritualmente indefendible.

Y hoy resulta que no son solo las masas europeas quienes incriminan, sino que el acta de acusación es, en el plano mundial, levantada por decenas y decenas de millones de hombres que desde el fondo de la esclavitud se erigen como jueces.

Se puede matar en Indochina, torturar en Madagascar, encarcelar en el África negra, causar estragos en las Antillas. Los colonizados saben que, en lo sucesivo, poseen una ventaja sobre los colonialistas. Saben que sus «amos» provisionales mienten y, por lo tanto, que sus amos son débiles.

Y como hoy se me pide que hable de la colonización y de la civilización, vayamos al fondo de la mentira principal a partir de la cual proliferan todas las demás.

¿Colonización y civilización?

La maldición más común en este asunto es ser la víctima de buena fe de una hipocresía colectiva, hábil en plantear mal los problemas para legitimar mejor las odiosas soluciones que se les ofrecen.

Eso significa que lo esencial aquí es ver claro y pensar claro, entender atrevidamente, responder claro a la inocente pregunta inicial: ¿qué es, en su principio, la colonización? Reconocer que esta no es evangelización, ni empresa filantrópica, ni voluntad de hacer retroceder las fronteras de la ignorancia, de la enfermedad, de la tiranía; ni expansión de Dios, ni extensión del Derecho; admitir de una vez por todas, sin voluntad de chistar por las consecuencias, que en la colonización el gesto decisivo es el del aventurero y el del pirata, el del tendero a lo grande y el del armador, el del buscador de oro y el del comerciante, el del apetito y el de la fuerza, con la maléfica sombra proyectada desde atrás por una forma de civilización que en un momento de su historia se siente obligada, endógenamente, a extender la competencia de sus economías antagónicas a escala mundial.

Continuando con mi análisis, constato que la hipocresía es reciente; que ni Cortes al descubrir México desde lo alto del gran teocalli, ni Pizarro delante de Cuzco (menos todavía Marco Polo frente a Cambaluc) se reclaman los precursores de un orden superior; que ellos matan, saquean; que tienen cascos, lanzas, codicias; que los calumniadores llegaron más tarde; que la gran responsable en este ámbito es la pedantería cristiana por haber planteado ecuaciones deshonestas: cristianismo = civilización; paganismo = salvajismo, de las cuales solo podrán resultar consecuencias colonialistas y racistas abominables, cuyas víctimas deban ser los indios, los amarillos, los negros.

Resuelto esto, admito que está bien poner en contacto civilizaciones diferentes entre sí; que unir mundos diferentes es excelente; que una civilización, cualquiera que sea su genio íntimo, se marchita al replegarse sobre ella misma; que el intercambio es el oxígeno, y que la gran suerte de Europa es haber sido un cruce de caminos; y que el haber sido el lugar geométrico de todas las ideas, el receptáculo de todas las filosofías, el lugar de acogida de todos los sentimientos, hizo de ella el mejor redistribuidor de energía.

Pero entonces formulo la siguiente pregunta: ¿ha puesto en contacto verdaderamente la colonización europea?; o si se prefiere: de entre todas las formas para establecer contacto, ¿era esta la mejor?

Yo respondo no.

Y digo que la distancia de la colonizaci6n a la civilización es infinita, que de todas las expediciones coloniales acumuladas, de todos los estatutos coloniales elaborados, de todas las circulares ministeriales expedidas, no se podría rescatar un solo valor humano.

Habría que estudiar en primer lugar como la colonización trabaja para descivilizar al colonizador, para embrutecerlo en el sentido literal de la palabra, para degradarlo, para despertar sus recónditos instintos en pos de la codicia, la violencia, el odio racial, el relativismo moral; y habría que mostrar después que cada vez que en Vietnam se corta una cabeza y se revienta un ojo, y en Francia se acepta, que cada vez que se viola a una niña, y en Francia se acepta, que cada vez que se tortura a un malgache, y en Francia se acepta, habría que mostrar, digo, que cuando todo esto sucede, se está verificando una experiencia de la civilización que pesa por su peso muerto, se está produciendo una regresión universal, se está instalando una gangrena, se está extendiendo un foco infeccioso, y que después de todos estos tratados violados, de todas estas mentiras propagadas, de todas estas expediciones punitivas toleradas, de todos estos prisioneros maniatados e «interrogados», de todos estos patriotas torturados, después de este orgullo racial estimulado, de esta jactancia desplegada, lo que encontramos es el veneno instilado en las venas de Europa y el progreso lento pero seguro del ensalvajamiento del continente.

Y entonces, un buen día, la burguesía es despertada por un golpe formidable que le viene devuelto: la GESTAPO se afana, las prisiones se llenan, los torturadores inventan, sutilizan, discuten en torno a los potros de tortura.

Nos asombramos, nos indignamos. Decimos: «! Qué curioso! Pero, ¡bah!, es el nazismo, ya pasara!». Y esperamos, nos esperanzamos; y nos callamos a nosotros mismos la verdad, que es una barbarie, pero la barbarie suprema, la que corona, la que resume la cotidianidad de las barbaries; que es el nazismo, sí, pero que antes de ser la victima hemos sido su cómplice; que hemos apoyado este nazismo antes de padecerlo, lo hemos absuelto, hemos cerrado los ojos frente a él, lo hemos legitimado, porque hasta entonces solo se había aplicado a los pueblos no europeos; que este nazismo lo hemos cultivado, que somos responsables del mismo, y que el brota, penetra, gotea, antes de engullir en sus aguas enrojecidas a la civilización occidental y cristiana por todas las fisuras de esta.

Si, valdría la pena estudiar, clínicamente, con detalle, las formas de actuar de Hitler y del hitlerismo, y revelarle al muy distinguido, muy humanista, muy cristiano burgués del siglo XX, que lleva consigo un Hitler y que lo ignora, que Hitler lo habita, que Hitler es su demonio, que, si lo vitupera, es por falta de lógica, y que en el fondo lo que no le perdona a Hitler no es el crimen en sí, el crimen contra el hombre, no es la humillación del hombre en sí, sino el crimen contra el hombre blanco, es la humillación del hombre blanco, y haber aplicado en Europa procedimientos colonialistas que hasta ahora solo concernían a los árabes de Argelia, a los coolies de la India y a los negros de África.

Y este es el gran reproche que yo le hago al pseudo humanismo: haber socavado demasiado tiempo los derechos del hombre; haber tenido de ellos, y tener todavía, una concepción estrecha y parcelaria, incompleta y parcial; y, a fin de cuentas, sórdidamente racista.

He hablado mucho de Hitler. Lo merece: permite ver con amplitud y captar que la sociedad capitalista, en su estadio actual, es incapaz de fundamentar un derecho de gentes, al igual que se muestra impotente para fundar una moral individual.

Quiérase o no, al final del callejón sin salida de Europa, quiero decir de la Europa de Adenauer, de Schuman, de Bidault y de algunos otros, esta Hitler. Al final del capitalismo, deseoso de perpetuarse, esta Hitler. Al final del humanismo formal y de la renuncia filosófica, esta Hitler.

Y, por consiguiente, una de sus frases se me impone:

Nosotros aspiramos no a la igualdad sino a la dominación. El país de raza extranjera deberá convertirse en un país de siervos, de jornaleros agrícolas o de trabajadores industriales. No se trata de suprimir las desigualdades entre los hombres, sino de ampliarlas y hacer de ellas una ley.

Esto suena claro, altivo, brutal, y nos instala en pleno salvajismo vociferante.

Pero descendamos un grado.

¿Quién habla? Me avergüenza decirlo: es el humanista occidental, el filósofo «idealista». Que se llame Renan es un azar. Que se haya extraído de un libro titulado La Re/orme intellectuelle et morale, que haya sido escrito en Francia después de una guerra que Francia había deseado como la del derecho contra la fuerza, esto dice mucho sobre las costumbres burguesas.

La regeneración de las razas inferiores o convertidas en bastardas por las razas superiores está en el orden providencial de la humanidad. El hombre del pueblo es casi siempre, entre nosotros, un noble desclasado; su pesada mano esta mejor hecha para manejar la espada que el instrumento servil. Más que trabajar, escoge luchar, es decir, regresa a su estado inicial. Regere imperio populos, he aquí nuestra vocación. Volcad esta devoradora actividad sobre países que, como China, solicitan la conquista extranjera. Haced de los aventureros que perturban la sociedad europea un ver sacrum, un enjambre, como aquellos de los francos, los lombardos, los normandos; cada uno estará en su papel. La naturaleza ha conformado una raza de obreros, la raza china, con una destreza manual maravillosa, prácticamente desprovista de cualquier sentimiento de honor; gobernadla con justicia, sacando de ella, para el bienestar de un tal gobierno, una amplia dote en beneficia de la raza conquistadora, y estará satisfecha; una raza de trabajadores del campo, los negros; sed con ellos bondadosos y humanos, y todo estará en orden; una raza de amos y soldados, la raza europea. Reducid esta noble raza a trabajar en el ergástulo como negros y chinos, y esta se revelara. Todo rebelde es, más o menos, entre nosotros, un soldado que frustró su vocación, un ser hecho para la vida heroica, y que vosotros empleáis para una faena contraria a su raza, mal obrero, demasiado buen soldado. Ahora bien, la vida que subleva a nuestros trabajadores haría feliz a un chino, a un fellah, a seres que no son en absoluto militares. Que cada uno haga aquello para lo que este hecho y todo irá bien.

¿Hitler? ¿Rosenberg? No, Renan.

Pero bajemos un grado más. Y es el político locuaz. ¿Quién protesta? Nadie que yo sepa, cuando el señor Albert Sarraut, hablando a los alumnos de la Escuela Colonial, les enseña que sería pueril oponer a las empresas europeas de colonización «un pretendido derecho de ocupación y yo no sé qué otro derecho feroz de aislamiento que eternizarían la vana posesión de riquezas sin uso en manos incapaces».

¿Y quién se indigna al escuchar a un tal reverendo padre Barde asegurar que los bienes de este mundo, «si permanecieran indefinidamente repartidos, como lo estarían sin la colonización, no responderían ni a los designios de Dios, ni a las justas exigencias de la colectividad humana»?

Porque, como afirma su hermano en el cristianismo, el reverendo padre Muller, «[ . . .] la humanidad no debe, no puede tolerar que la incapacidad, la desidia, la pereza de los pueblos salvajes dejen indefinidamente sin uso las riquezas que Dios les ha confiado con la misión de ponerlas al servicio del bien de todos».

Nadie.

Quiero decir, ningún escritor autorizado, ningún académico, ningún predicador, ningún político, ningún cruzado del derecho y la religión, ningún «defensor del ser humano».

Y sin embargo, por la boca de los Sarraut y de los Barde, de los Muller y de los Renan, por la boca de todos aquellos que juzgaban y juzgan licito aplicar a los pueblos no europeos, y en beneficio de las naciones más fuertes y mejor equipadas, «una especie de expropiación por razones de utilidad pública», ¡ya era Hitler quien hablaba!

¿Adónde quiero llegar? A esta idea: que nadie coloniza inocentemente, que tampoco nadie coloniza impunemente; que una nación que coloniza, que una civilización que justifica la colonización y, por lo tanto, la fuerza, ya es una civilización enferma, moralmente herida, que irresistiblemente, de consecuencia en consecuencia, de negación en negación, llama a su Hitler, quiero decir, su castigo.

Colonización: cabeza de puente de la barbarie en una civilización, de la cual puede llegar en cualquier momento la pura y simple negaci6n de la civilización.

He señalado en la historia de las expediciones coloniales ciertos rasgos que he citado con todo detalle en otra sede.

Eso parece no haberle gustado a todo el mundo. Parece que esto es sacar viejos esqueletos del armaría. ¡Ciertamente!

¿Acaso era inútil citar al coronel de Montagnac, uno de los conquistadores de Argelia?

Para expulsar las ideas que me asaltan algunas veces, hago cortar cabezas, no cabezas de alcachofas, sino realmente cabezas de hombres.

¿Acaso convenga negar el uso de la palabra al conde de Herisson?

Es verdad que trajimos un barril lleno de orejas cosechadas, par por par, de los prisioneros amigos o enemigos.

¿Era necesario rehusarle el derecho a hacer su profesión de fe bárbara a Saint Arnaud?

Nosotros devastamos, quemamos, saqueamos, destruimos las casas y los árboles.

¿Había que impedirle al mariscal Bugeaud que sistematizara todo esto en una audaz teoría y reivindicara sus grandes ancestros?

Se necesita una gran invasión en África que se parezca a lo que hadan los francos, a lo que hablan los godos.

¿Era necesario, en fin, arrojar a las tinieblas del olvido el hecho militar memorable del comandante Gerard y callarse sobre la toma de Ambike, un ciudad que, a decir verdad, nunca soñó con defenderse?

Los tiradores no tenían orden de matar sino a los hombres, pero no se les retuvo; embriagados por el olor de la sangre, no dejaron ni una mujer ni un niño [ ... ] al final de la tarde, bajo la acción del calor, se levantó una pequeña bruma: era la sangre de cinco mil víctimas, la sombra de la ciudad, que se evaporaba al atardecer.

¿Son ciertos o no estos hechos?  ¿Y las voluptuosidades sádicas y los inefables goces que le estremecen el caparazón a Loti cuando puede ver con sus gemelos una buena masacre de anamitas? ¿Cierto o falso?1• Y si estos hechos son reales, puesto

(1 Se trata del relato de la toma de Thouan-An publicado en Le Figaro en septiembre de 1883 y citado en el libro de N. Serban Loti, sa vie, son ouvre. <<Entonces, la gran matanza había comenzado.)

Que nadie tiene el poder para negarlos, ¿se dirá, para minimizar lo ocurrido, que estos cadáveres no prueban nada?

Si por mi parte he recordado algunos detalles de estas horribles carnicerías, no es, de ninguna manera, por deleite sombrío, sino porque pienso que no nos desharemos tan fácilmente de estas cabezas de hombres, de estas cosechas de orejas, de estas casas quemadas, de estas invasiones godas, de esta sangre que humea, de estas ciudades que se evaporan al filo de la espada. Estos hechos prueban que la colonización, repito, deshumaniza al hombre incluso más civilizado; que la acción colonial, la empresa colonial, la conquista colonial, fundada sobre el desprecio del hombre nativo y justificada por este desprecio, tiende inevitablemente a modificar a aquel que la emprende; que el colonizador, al habituarse a ver en el otro a la bestia, al ejercitarse en tratarlo como bestia, para calmar su conciencia, tiende objetivamente a transformarse el mismo en bestia. Esta acción, este golpe devuelto por la colonizaci6n, era importante señalarlo.

¿Parcialidad? No. Hubo un tiempo en que se sentía vanidad por estos mismos hechos y en el que, seguros del futuro, no se andaba con rodeos al contarlos. Una última cita la tomo de un tal Carl Siger, autor de un Essai sur la colonisation(2):

Los países nuevos son un vasto campo abierto a las actividades individuales, violentas, que en las metrópolis se enfrentarán con ciertos prejuicios, con una concepción sabia y regulada de la vida, y que pueden desarrollarse más libremente en las colonias y, por lo tanto, afirmar mejor su valor. Así, las colonias pueden servir hasta cierto punto de válvula de seguridad a la sociedad moderna. Esta utilidad, así fuera la única, es inmensa.

En verdad, existen taras que nadie puede reparar y que nunca terminan de expiarse.

Pero hablemos de los colonizados.

Veo claramente lo que la colonización ha destruido: las admirables civilizaciones de los aztecas y de los incas, de las que ni Deterding, ni la Royal Dutch, ni la Standard Oil me consolaran jamás.

Veo bien aquellas civilizaciones -condenadas a desaparecer- en las cuales la colonizaci6n ha introducido un principia de ruina: Oceanía, Nigeria, Nyassaland.

Veo menos claramente lo que ella ha aportado.

(2) (¡Se habían hecho dos tiros de salva! Y era un placer ver, bajo un mando metódico y seguro, estos haces de balas, tan fácilmente dirigibles, abatirse sobre ellos dos veces por minuto [ ... ] se veía gente totalmente enloquecida que se levantaba poseída por el vértigo de correr [ ... ] avanzaban en zigzag a través de esta carrera de la muerte, y se arremangaban la ropa hasta los riñones de manera cómica

[ ... ] y después nos divertíamos contando los muertos [ ... ]», etcétera.)

(2) Carl SrGER, Essai sur la Colonisation, Parfs, Societe du Mercure de France, 1907.)

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Tomado de:

http://www.alca-seltzer.org/descolonizacion/cesaire_libro_discurso_sobre_colonialismo.pdf

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