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Colonialidad del relato histórico y violencia epistémica

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Colonialidad del relato histórico y violencia epistémica









Jorge Polo Blanco y Milany Gómez Betancur
journals.openedition.org
1 julio 2019.
11La colonialidad opera en todas las ausencias que jalonan el relato consagrado de la modernidad europea; todas aquellas experiencias y perspectivas que fueron silenciadas, oscurecidas (Mignolo 2007, 17). Es muy importante, en este caso, observar la consistencia pasiva del tiempo verbal: oscurecidas (y no ?oscuras?); es decir, fueron marginadas, acalladas, pisoteadas por los dominadores. La Historia de Europa (escrita con hache mayúscula, claro, porque era ella la única historia verdadera) se trazaba como una línea evolutiva y endógena que atravesaba (en un glorioso camino hacia la culminación de sí misma) los siguientes puntos álgidos: Grecia-Roma-Cristianismo-Renacimiento-Reforma-Ilustración. Enrique Dussel ha insistido mucho en esta cuestión. ?De acuerdo con este paradigma, Europa poseía características internas excepcionales que le permitieron superar, a través de su racionalidad, a todas las demás culturas? (Dussel 1999, 147). Europa, dentro de semejante esquema, se habría desarrollado de forma autorreferencial, en un despliegue lineal y autopoiético que comenzaba en la antigua Hélade y desembocaba en la Revolución francesa. Pero tal periodización, recalca Dussel, es completamente mitológica; porque hablamos, en última instancia, de una colonialidad del tiempo histórico.

12Se dijo durante mucho tiempo que la modernidad empezó cuando Gutenberg inventó la imprenta (todavía hoy se enseña así en casi todas partes), pero ya sabemos que fueron los chinos los que la inventaron muchos siglos atrás (en el siglo VI, concretamente); y no sólo la imprenta, sino multitud de técnicas y tecnologías (que presuponemos genuinas de la inventiva europea) fueron en verdad desarrolladas en China con bastante antelación. Joseph Needham lo ha documentado bien en los distintos volúmenes de su monumental Science and Civilisation in China; aunque podemos estudiarlo en otro libro más condensado, traducido al castellano (Needham 1978). ¿Y qué es esa Edad ?Media?, el otro eslabón del gran relato eurocéntrico? Se trata, simplemente, de ese largo período durante el cual la cristiandad apenas era un terruño periférico, culturalmente atrasado y asediado (desde el suroeste ibérico y desde el sureste balcánico) por una gran civilización que, en esos momentos, alcanzaba niveles espléndidos en las artes, la medicina, las matemáticas y la filosofía (Aristóteles jamás habría llegado a Europa, de no ser por la filosofía islámica). No podemos abordar siquiera de modo sucinto una problemática de tanta envergadura en un trabajo de estas dimensiones, pero no debiéramos dejar de consignar que ese relato que conecta ?en una suerte de mística afinidad? la Grecia clásica con la moderna Europa es poco más que una simple construcción ideológica, una perfecta maniobra ejecutada por los románticos alemanes. Para los griegos clásicos, de hecho, la Europa occidental era un territorio de bárbaros, una geografía que no pertenecía a su mundo (Dussel 2000). Pero incluso la posmodernidad, que no dejaba de ser una crítica eurocéntrica al eurocentrismo, apenas pudo escapar al influjo hechizante de semejante relato. Es más, según Mignolo (2007, 165), ni siquiera la Teología de la Liberación o el marxismo han podido avanzar lo suficiente hacia una ruptura epistémica total con la colonialidad del poder.

13La tan ensalzada modernidad europea, lejos de ser el exquisito fruto de un desarrollo independiente y puramente interno, sólo llegó a ser lo que en definitiva fue en íntima relación con múltiples exterioridades; porque lo que con frecuencia ?bajo el amparo hegemónico del canon eurocéntrico?se ha denominado ?modernidad? no es sino la cultura propia del centro del ?sistema-mundo?, aquel primer sistema-mundo forjado y articulado con la incorporación de Amerindia. Pero no hay centro sin periferia. Esto es, no hay modernidad (definida por Dussel como la ?administración? reproductiva de la posición central) sin colonialidad. Y esa magnífica diacronía, ese transcurso evolutivo sin solución de continuidad que por presunción comenzó en Grecia y culminó teleológicamente en la Ilustración, afianzó una matriz de ?percepción histórica? muy útil para las potencias coloniales, ya que cualquier otra forma cultural ajena a la europea quedaba de inmediato expulsada del devenir racional del mundo (Dussel 1992). Todas las otras formas de vivir, hacer y conocer aparecían con prontitud como supersticiones desechables (Lander 2005). Porque la gestación misma de la identidad moderna, como cuerpo de discursos y como conjunto de prácticas, se hallaría indisolublemente vinculada a un ejercicio incesante de lo colonial. Nelson Maldonado-Torres ha sugerido que en las entrañas del egocéntrico y monológico yo pienso, gesto teórico cartesiano que inaugura la modernidad filosófica europea, podríamos leer lo siguiente: ?todos los no-europeos son incapaces de pensar? y, en consecuencia, se hallan ?desprovistos de ser? (2007, 144). La colonialidad alcanzaría ese plano tan radical, ontológico, puesto que la subalternización epistémica de los pueblos no-europeos conllevaría, en último término, su configuración como ?subhumanos?. Violencia epistémica y bestialización/animalización, por lo tanto, habrían constituido dos procesos íntimamente correlacionados.

14El eurocentrismo surge cuando la historia provincial de Europa pretende ser el ?cauce? principal y esencial de la Historia Universal. Y es así, en definitiva, que ?las historias locales europeas han sido proyectadas en diseños globales? (Mignolo 2003, 77). En ese mismo sentido, también sostiene una tesis contundente: modernidad y colonialidad son dos nociones mutuamente correlativas. O, dicho de otra forma, a la modernidad Europea le son inherentes el colonialismo (económico-político y militar) y la colonialidad (epistémica, lingüística, simbólica y discursiva). Aníbal Quijano (1992) señaló que América fue el escenario donde el colonialismo europeo fue derrotado, en su aspecto político formal, por vez primera; sin embargo, la estructura colonial del poder produjo otras codificaciones culturales que se solidificaron y perpetuaron en la vida sociopolítica de las jóvenes repúblicas recién emancipadas. La sobreexplotación económica de los pobladores originarios (y, llegado el caso, su eliminación física) fue acompañada de un proceso muy profundo de ?colonialidad cultural? que se prolongó secularmente en el tiempo, incluso cuando tal explotación había ya dejado de ser tan masiva y explícita. En efecto, y como apuntó Silvia Rivera Cusicanqui al explorar la historia de Bolivia (2010), existe una estructura colonial de ?larga duración? que articula una gramática de dominación subyacente que continúa siendo la matriz que, en la contemporaneidad, explica multitud de estratificaciones y exclusiones. Mignolo, en esa misma estela, enfatiza que la emancipación política (siempre relativa, por lo demás) apenas supuso una emancipación económica y, desde luego, no fue acompañada de una decolonización epistémica; ni siquiera las rebeliones encabezadas por Tomás Katari o Túpac Amaru II, o los negros de Haití, lograron desasirse por completo del yugo epistémico europeo (2007, 108-109). Sobre la cuestión haitiana, empero, volveremos más adelante.

15Recordaba Mignolo cómo Max Weber (gran forjador del relato eurocéntrico) construyó su noción de ?progresiva racionalización? del universo cultural y espiritual europeo, aseverando que este fue el único en haber logrado alcanzar un estatus de genuino y verdadero conocimiento. ?Weber nunca mencionó el colonialismo, desconocía la diferencia colonial y nunca reflexionó sobre el hecho de que estaba proponiendo semejante escenario celebratorio en el momento más álgido de la expansión europea y de la acumulación de capital en la historia del sistema-mundo moderno/colonial? (2003, 61). El ?occidentalismo?, en cuanto imaginario articulador de ese sistema-mundo, operó como ?una poderosa máquina de subalternización del conocimiento (desde los primeros misioneros del Renacimiento hasta los filósofos de la Ilustración), estableciendo simultáneamente un modelo epistemológico planetario? (Mignolo 2003, 122). Y quizás sea conveniente retroceder hasta el siglo XVI. Marx y Engels, de hecho, así lo hicieron (1972, 37-60; 2005, 42). Localizaron en la conquista de América nada menos que el dramático movimiento histórico que puso en marcha los mastodónticos procesos de acumulación de riqueza que habrían de constituirse en los orígenes remotos de la sociedad capitalista. Y es cierto que aquel proceso también se articuló como una geoepistemología. Esta, empero, no debe entenderse como un mero epifenómeno de la geoeconomía, ya que ambos elementos (lo económico y lo epistémico) se articulan en una misma matriz de poder colonial. La lógica de la colonialidad, señala Mignolo (2007, 36), opera en diferentes dominios: en lo político y en lo económico, desde luego; pero también en lo subjetivo y en lo epistémico. Semejante articulación, cuya andadura se inició en el siglo XVI (con la primera modernidad europea, la hispánica), se perpetúa todavía hoy: el control económico (el mundo de las finanzas) corre a la par con el control del conocimiento. No es casual que las universidades con más prestigio internacional, así como los bancos más potentes y las empresas más poderosas, sigan perteneciendo en buena medida a Estados Unidos, nación que ha encarnado la última fase de la modernidad imperial, y ello a pesar de que su hegemonía ya comienza ?en la segunda década del siglo XXI? a mostrar síntomas de un cierto agotamiento.

16Las configuraciones epistémicas no occidentales aparecieron desvalorizadas y arrinconadas de modo sistemático. Josef Estermann destaca que uno de los últimos estertores ofrecidos por el tenaz eurocentrismo ha consistido en sentenciar, de forma apriorística y dogmática, que más allá de la tradición filosófica occidental no puede desarrollarse un auténtico pensamiento.

La negación del ?alma? de los varones y mujeres nativos de Abya Yala en el siglo XVI, de la ?civilización? de los pueblos originarios pre-hispánicos y de los derechos civiles y políticos de los pobladores autóctonos, hoy en día se viene transformando en la negación de su auto-determinación económica y cultural. Uno de los últimos ?bastiones de resistencia? colonialista, después de haber concedido (como en un acto de generosidad) la humanidad, la culturalidad y la politicidad del ?nativo americano? y de la ?nativa americana?, es la negativa académica de reconocer la existencia de una auténtica filosofía no-occidental. A pesar de que el neoliberalismo y la ?tolerancia postmoderna? aplauden la rica tradición mítica, religiosa y cultural de los pueblos indígenas de América Latina, sin embargo siguen insistiendo en la ?universalidad? a priori de la filosofía occidental como el único paradigma que merece este título. (Estermann 2006, 10)

17Utilizando terminología platónica, podría decirse que sólo la tradición filosófica judeocristiana y grecorromana ha producido auténtica episteme, mientras que en el resto de culturas y civilizaciones que han poblado y pueblan el planeta apenas existiría una balbuciente doxa, esto es, mera charlatanería supersticiosa y pre-lógica. Todos esos pueblos habrían podido pergeñar curiosas y exóticas ?cosmovisiones? ?muy ?toleradas? por el multiculturalismo posmoderno occidental, amante de la ?diversidad??, pero en cualquier caso jamás habrían producido un pensamiento filosófico digno de tal nombre. Como decía Aimé Césaire con ardiente y cáustico sarcasmo, ?sólo Occidente sabe pensar? (2006, 37).

18Podría concluirse, entonces, que la historia misma del conocimiento permanece integrada al propio desarrollo del sistema-mundo moderno, esto es, que el despliegue mismo de los conocimientos viene configurado y jerarquizado por las determinaciones geopolíticas, geoeconómicas y geoculturales de la matriz imperial-colonial. Walter Mignolo (2001) coordinó y compiló un volumen que lleva por título, precisamente, Capitalismo y geopolítica del conocimiento. Los autores que allí aparecen abundaron en esa misma perspectiva; porque, como indica Boaventura de Sousa Santos (2011, 36), la injusticia social está atravesada (y, quizás, posibilitada) por una radical ?injusticia cognitiva?. Por ello, insiste en la posibilidad de explorar filosofías, universos simbólicos y visiones del mundo no occidentales que puedan erigirse en plataforma de movimientos políticos contrahegemónicos. Procesos que devengan verdaderamente contraculturales, quizás, habrán de provenir de lugares desacostumbrados, una vez hemos puesto al descubierto ?la calle ciega en la que la tradición crítica occidento-céntrica parece estar atrapada? (Santos 2011, 18). Porque en ocasiones la crítica del eurocentrismo ha sido, ella misma, eurocéntrica. Y es por ello que el enfoque posmoderno desarrollado en los centros occidentales de pensamiento, aunque parcialmente eficaz como estrategia deconstructiva capaz de disolver la legitimidad aplastante de la episteme europea moderna, se ha mostrado con asiduidad por completo insensible e impermeable al asunto crucial de la colonialidad (Mignolo 2003, 98-99).

19También los ?teóricos de la biopolítica?, en ese sentido, han sido eurocéntricos en su crítica a la modernidad. Y lo han sido al pretender que el lugar por excelencia de dicha biopolítica fueron los campos de concentración (europeos) y los grandes Estados totalitarios del siglo XX (también europeos), cuando en realidad la producción masiva de ?nuda vida? (esto es, la producción de seres humanos enteramente desechables, convertidos en pura vida vegetativa) sucedió primeramente en las geografías coloniales subyugadas por Europa. Pero ya Fanon había explicado que en las colonias los sujetos dominados aparecían completamente animalizados, esto es, sometidos a un proceso de conversión en ?nuda vida biológica? carente de todo derecho (2007, 37). Él no hablaba de ?nuda vida?, sin duda, pero se refería exactamente a eso. El léxico colonizador siempre fue zoológico y bestializador, ya que la deshumanización practicada de manera sistemática pasaba por una transformación de los sometidos en meras bestias; los hombres y las mujeres colonizados fueron, en ese sentido, los primeros en experimentar en sus propias carnes el significado lacerante de la moderna biopolítica europea. Césaire lo comprendió a la perfección cuando señaló que Hitler hizo dentro de Europa lo mismo que los europeos habían hecho a un sinnúmero de pueblos no-europeos. Es más, lo que el buen humanista europeo no soportaba de los nazis es que hubieran aplicado procedimientos masivamente criminales y genocidas a seres humanos blancos, mientras que hasta entonces ese mismo humanista había soportado sin demasiada mala conciencia que tales procedimientos fueran aplicados más allá de las fronteras europeas (2006, 15). Pero esta situación ha sido en demasiadas ocasiones un punto ciego para el pensamiento crítico europeo, tan autorreferencial que sólo ha sabido confrontar consigo mismo. Giorgio Agamben, por ejemplo, no ha querido leer a Fanon y a Césaire (De Oto y Quintana 2010). Y es verdad que Michel Foucault (2000, 232) señaló en algunos lugares que el biopoder ensayó su potencia en el genocidio colonizador, pero no le otorgó la importancia debida y su crítica siguió operando en un nivel meramente intraeuropeo; además, el filósofo francés se refirió sobre todo al evolucionismo racista decimonónico, desatendiendo con ello los discursos y las prácticas ?los regímenes de poder/saber? desplegados en los trescientos años anteriores del sistema-mundo moderno/colonial (Grosfoguel 2012).
Pigmentocracia y diglosia secular

20La crítica de Mignolo, y de todos los pensadores y pensadoras que componen el ?grupo? del llamado ?giro decolonial?, se concentra en el desmontaje de esa matriz filosófico-temporal que ha sustentado durante siglos el dominio colonial. Una matriz que nos ha enseñado, por usar la expresión de Eric Wolf (1994), que hay ?gente sin historia?. Las sociedades sin escritura alfabética, o todas aquellas que no se expresaban en las lenguas imperiales de Europa, carecían de verdadera historia. De acuerdo con este marco de pensamiento, la historia es un privilegio exclusivo de la modernidad europea (y norteamericana, luego), siendo así que los otros pueblos del mundo sólo alcanzarían un estadio en verdad histórico cuando quedasen sujetos a la égida del dominio europeo. Hegel habría sido el máximo exponente de dicho relato, de su apoteosis más refinada y escandalosa. Pero existe otro modo de leer el curso del mundo, esta vez desde la perspectiva de la ?herida colonial? y desde ese ?sentimiento de inferioridad? impuesto a todos los seres humanos que no encajaban en los parámetros establecidos por los relatos imperiales euronorteamericanos (Mignolo 2007, 17). El expolio material conllevaba (todavía lo hace) un expolio de lo simbólico-imaginario, como ha observado el brasileño Darcy Ribeiro. Los pueblos colonizados, cuyos hábitats naturales fueron saqueados durante siglos, ?sufrieron además la degradación de tener que asumir como si se tratara de su propia imagen aquella que no era sino un reflejo de la visión europea del mundo? (Ribeiro 1968, 63). Hablamos de cosmovisiones trituradas, de colosales epistemicidios. Porque los europeos no sólo inmiscuyeron a las poblaciones colonizadas en una red material de dominación y explotación, sino que insuflaron es su universo cultural una pregnante malla de valoraciones, preconceptos e imágenes que formaban parte consustancial de la propia dominación. Malla en cuya textura ocuparía un lugar primordial el lenguaje; pues si el filósofo alemán Martin Heidegger sostuvo que el lenguaje es ?la casa del ser?, habremos de comprender ahora que el lenguaje también es la casa del racismo, del patriarcado y de la aculturación violenta.

21También debe tenerse en cuenta, como hecho crudo y desnudo, que la teoría crítica europea fue redactada en lenguas coloniales, aspecto que complejiza todavía más una línea de fuga epistemológicamente rebelde y decolonial, como señala el propio Mignolo en otro lugar:

Pero, una vez que nos hemos desprendido, ¿adónde vamos? Hay que dirigirse al reservorio de formas de vida y modos de pensamiento que han sido descalificados por la teología cristiana, la cual, desde el Renacimiento, continuó expandiéndose a través de la filosofía y las ciencias seculares, puesto que no podemos encontrar el camino de salida en el reservorio de la modernidad (Grecia, Roma, Renacimiento, Ilustración). Si nos dirigimos allí, permaneceremos encadenados a la ilusión de que no hay otra manera de pensar, hacer y vivir. El racismo moderno/colonial, es decir, la lógica de racialización que surgió en el siglo XVI, tiene dos dimensiones (ontológica y epistémica) y un solo propósito: clasificar como inferiores y ajenas al dominio del conocimiento sistemático todas las lenguas que no sean el griego, el latín y las seis lenguas europeas modernas, para mantener así el privilegio enunciativo de las instituciones, los hombres y las categorías de pensamiento del Renacimiento y la Ilustración europeos. Las lenguas que no eran aptas para el pensamiento racional (sea teológico o secular) se consideraron lenguas que revelaban la inferioridad de los seres humanos que las hablaban. ¿Qué podía hacer una persona cuya lengua materna no era una de las lenguas privilegiadas y que no había sido educada en instituciones privilegiadas? O bien debía aceptar su inferioridad, o bien debía hacer el esfuerzo de demostrar que era un ser humano igual a quienes lo situaban en segunda clase. Es decir, en ambos casos se trataba de aceptar la humillación de ser inferior a quienes decidían que debías, o bien mantenerte como inferior, o bien asimilarte. Y asimilarte significa aceptar tu inferioridad y resignarte a jugar un juego que no es tuyo, sino que te ha sido impuesto. La tercera opción es el pensamiento y la epistemología fronterizos. (Mignolo 2013, 12)

22Mignolo observa que operó (todavía lo hace) una ?epistemología imperial? que, mediante mil dispositivos, se ?inventó? al ?otro? no-europeo como inferior. Hablamos, en suma, de una secular ?violencia epistémica? (Castro-Gómez 2005). Y el tema de la lengua es crucial, en ese sentido. Sin embargo, debe matizarse que hablar o escribir en alguna de las lenguas imperiales no implica per se una posición de subalternidad. Porque, señala Mignolo, el español, el portugués, el francés o el inglés de Sudamérica y del Caribe tienen la misma gramática que en España, Portugal, Francia o Inglaterra, eso es cierto, ?pero aquellas lenguas habitan en cuerpos, sensibilidades y memorias diferentes, y sobre todo en una diferente sensibilidad del mundo? (2013, 14). Un afrocaribeño puede ser francófono y, sin embargo, encarnará un pensamiento atravesado por la memoria colectiva de la esclavitud; encarnará una sensibilidad configurada ?en todos sus matices y pliegues? por una ?herida colonial? que actualizará el dolor humillante de la economía de la plantación.

23El tema de la lengua, en todo este asunto, es crucial. Frantz Fanon sostenía que hablar no era únicamente hacer uso de una determinada sintaxis, sino hacerse cargo de una cultura. Pero en ese caso, ¿un afrocaribeño angloparlante o una afrocaribeña francófona pueden integrar en su cosmovisión, al igual que lo harían un londinense o una parisina, las connotaciones y las resonancias semánticas de La riqueza de las naciones o el Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano? Desde luego, sostuvo Fanon (1973, 14-15), los negros de las Antillas sentirán la necesidad de ?blanquear? su lengua; enfrentados con la lengua imperial de la nación ?civilizadora?, y enterrada para siempre su originalidad cultural, alimentarán un complejo de inferioridad violentamente introyectado, y necesitarán dominar el francés o el inglés para sentirse un poquito más cerca de ser verdaderos seres humanos. Esa diglosia estructural y secular terminó por producir subjetividades subalternas. Una cultura, con todas sus formas de saber y sentir, empieza a morir cuando su lengua se ve infravalorada y arrinconada.

24En lo que se refiere a las lenguas española y portuguesa (las primeras lenguas imperiales del sistema-mundo moderno) se genera una situación específica. Para los criollos de ascendencia ibérica se produce una situación paradójica: ellos, orgullosos de su origen europeo, hablan una lengua (y son herederos de una cultura) en imparable decadencia. En efecto, España y Portugal, durante los siglos XVIII y XIX, ceden su hegemonía imperial atlántica a otras potencias (Inglaterra, Holanda, Francia); es decir, la península ibérica se convierte de manera progresiva en una periferia subalterna con respecto a las potencias del norte europeo. Por lo tanto, las naciones iberoamericanas se transforman en la periferia de una periferia; o, dicho de otro modo, los países de Iberoamérica aparecerán como el Sur de un Sur del Norte. Hablar español o portugués en América (antaño lenguas imperiales) se convierte en cierto momento en una ?subalternidad dentro de otra subalternidad?. Por supuesto, y siguiendo esa misma lógica, la situación es muchísimo más gravosa para los pueblos indígenas y afrodescendientes que viven en Iberoamérica (América hispana y lusitana).

25Cuenta Mignolo (2007, 129) cómo el escritor argentino Jorge Luis Borges se mofó en un artículo del historiador y filósofo español Américo Castro, pues este andaba preocupado por la corrupción de la lengua castellana en América del Sur; en la actitud de Borges aún se puede encontrar un cierto orgullo criollo, frente a la injerencia de la España peninsular. Esa misma actitud también podría deslizarse hacia un cierto orgullo hispanoamericano, esto es, hacia una vindicación de la lengua española frente al avance avasallador del francés o del inglés. Pero lo cierto es que la situación de Borges no será nunca tan dramática como la de los indígenas; estos vienen experimentando desde hace cinco siglos un arrinconamiento (aunque no siempre aniquilación, eso es cierto) de la propia lengua. Por ello, podríamos decir que hablar quechua supone ocupar una posición doblemente subalterna, con respecto al español y con respecto al inglés; es decir, el quechua es subalterno con respecto al español, pero sucede que el español es ?a su vez? subalterno con respecto al inglés. La lengua quechua, como en una muñeca rusa, sería una subalternidad encajada dentro de una subalternidad que a su vez se halla dentro de otra subalternidad; esto es, el quechua es subalterno con respecto al español hablado en Hispanoamérica, el cual es subalterno con respecto al español peninsular europeo, y este a su vez aparece como subalterno frente a otras lenguas imperiales del Norte (básicamente, hoy, el inglés). Imaginemos, en este caso, la ?distancia de subalternidad? del quechua con respecto al inglés. Los hablantes de la lengua quechua (o de cualquier otra lengua amerindia), en ese sentido, representan un Sur dentro de otro Sur (Hispanoamérica) que a su vez es el Sur de otro Sur (España, que al mismo tiempo lo es con respecto al Norte de Europa y Estados Unidos). Se puede concluir, a tenor de lo dicho, que la ?herida colonial? de los pueblos afrodescendientes e indígenas, por usar la expresión de Mignolo, es infinitamente más profunda que la de cualquier mestizo.

26Pero la subalternidad lingüística se halla muy vinculada al asunto de la ?blanquitud?. La estrecha vinculación entre ?modernidad? y ?blanquitud?, que exploró certeramente el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (2010), expresa la consistencia misma de un proyecto colonial que concebía lo ?auténticamente? civilizado como aquello que incluía entre sus determinaciones esenciales el pertenecer de alguna manera a la ?raza blanca?, y, de manera consecuente, relegaba al ámbito de lo humanamente desvalorizado a todos los individuos y comunidades que fueran ?de color? o ?no blancos?, justo porque esa ausencia de ?blanquitud? los hundía de manera inevitable en los abismos evolutivos de lo premoderno, de lo irracional. En ese sentido, también la lengua de los pueblos colonizados debía ?blanquearse?, si acaso querían alcanzar un grado superior de humanidad. Seguir empleando su idioma ancestral los anclaba en un estado bárbaro. Pigmentocracia, acertadísimo término empleado por el chileno Alejandro Lipschutz (1975), y diglosia estructural son dos elementos perfectamente imbricados y articulados dentro de la matriz colonial del poder. Lewis Gordon, filósofo de origen jamaicano al que Mignolo hace referencia, señaló que el componente racial era tan pregnante y determinante en los territorios americanos antaño esclavistas como lo podría ser el componente clasista en Europa; las relaciones de dominio adquieren, así, una textura distinta, puesto que las ?razas? se sienten en América como las ?clases? se sienten en Europa (Gordon 2000, 159-160).

27Los procesos de subjetivación colonial, insertos en esa matriz de saber/poder, se fueron construyendo en torno a la gramática social y a los imaginarios culturales enhebrados con firmeza por los dominadores seculares. Un entramado de ideas, valores, creencias y actitudes que los propios dominados y sojuzgados asumieron al final como propio, generando una dinámica de introyección que terminará por configurar un denso y aquilatado ?sentido común colonial?. Se ha de señalar, a pesar de todo, que ese dominio nunca resultó ser un bloque totalmente homogéneo y carente de grietas, puesto que siempre hubo conflicto y antagonismo, una ?pulsión descolonizadora? (Rivera Cusicanqui 2010, 59), con respecto a esa colonialidad persistente. Por ende, no debemos entender las historias trágicas del mundo indígena sólo desde un prisma victimista, puesto que siempre hubo resiliencias y resistencias frente al colonizador (Villoro 1996).
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Tomado de:
https://journals.openedition.org/revestudsoc/45864

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