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Guerra al pulque

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Guerra al pulque
Hermann Bellinghausen
Periódico La Jornada
3 de marzo 2025
En la Ciudad de México recrudece una de las batallas preferidas de sus gobernantes sucesivos desde que llegaron los españoles hace cinco siglos: combatir al pulque, prohibirle el paso, exterminarlo. En fechas recientes, muchas pulquerías del perímetro chilango han sido clausuradas por razones administrativas que, según la Asociación Nacional de Pulquerías Tradicionales, implican acoso, criminalización, intento de erradicación, y llama a resistir el cierre y la desaparición de las pulquerías que nos dan identidad como ciudad. La más reciente víctima es la simpática pulquería de mi rumbo, en la esquina donde nace el Eje Central, lo que fue Niño Perdido: La Paloma Azul. Otras nuevas clausuras por disposición oficial son La Malquerida y La Tlaxcalteca.

Guerra al pulque


Se calcula que queda un centenar de pulcatas en la capital. De ellas, una veintena son reconocidas oficialmente como tradicionales, casi todas en el Centro. Las hay semiclandestinas, y también un número indeterminado de expendios caseros, sobre todo en áreas semirrurales como Xochimilco, Tláhuac y Cuajimalpa. De hecho, la producción de la proverbial bebida dentro de la Ciudad de México se limita a Milpa Alta y Cuajimalpa, alcaldías que no surten a las pulquerías urbanas, cuyos caldos proceden de Hidalgo y el estado de México.

Plebeyo entre las tres bebidas nacionales, a diferencia del tequila, boyante industria de exportación lujosa, y del mezcal devenido moda hip y nuevo mito ancestral, el mucho más antiguo, indígena y popular pulque va a la baja y, moditas más o menos, tiende a desaparecer. La historia de siempre.

Producto del Agave salmiana que caracteriza el paisaje del altiplano y más allá de la Cuenca de México, ha sido cultivado y consumido durante siglos en el centro de la República por nahuas y otomíes. Sigue muy presente en buena parte de las áreas rurales de Hidalgo, Tlaxcala y estado de México, prácticamente desapareció de Morelos y aún se produce en ciertas partes de Puebla y de la Ciudad de México; también dejó de estar presente en Jalisco, Michoacán y Guerrero. Lo rodean mitos prehispánicos, virreinales y modernos, chismes y hallazgos científicos, un culto folclorizante y cierto respeto cultural.

Cuenta el pulque con números especiales de gran calidad en Artes de México y Arquelogía Mexicana. Está en las obras de divulgación de Rius y fue tema continuo en La familia Burrón. Prestigios no le faltan. Tampoco anatemas. De Bernardino de Sahagún (es una tempestad infernal que trae consigo todos los males juntos) y Sigüenza y Góngora (detestable, causa y origen de tanto daño) a nuestros días, ha tenido furibundos detractores civiles y eclesiásticos. Manuel Payno fue especialista, y madame Calderón de la Barca una aficionada ferviente. El doctor Balmis admiró sus propiedades curativas. Útil recopilación de citas y referencias se encuentra en Un pulque literario, de Rafael Olea Franco (Colegio de México, 2020, 337 pp.), antología comentada a la sombra de las pencas de maguey.

El poder ha sido ambivalente ante la bebida: la persigue y lucra con ella. Podía ser degustada por las clases altas, pero siempre les resultó plebeya y hasta asquerosa. También creó inmensas fortunas en el siglo XIX; los hacendados pulqueros serían los príncipes del porfiriato, cuando el ferrocarril sustituyó a los odres de cochino a lomo de burro como surtidor de barriles para la capital. Al modo de Elektra y Coppel, los hacendados se hicieron riquísimos vendiéndole al pobre. Negado por la pedagogía del régimen posrevolucionario como símbolo de la explotación, pronto se recuperó, ya sin su asociación con la burguesía hacendada, como producto de los campesinos, compañero ineludible de la salsa, la tortilla y uno que otro chicharrón.

Se suele ignorar que lo que se bebe en las pulquerías capitalinas no es el mismo pulque de pueblos y ciudades menores en Hidalgo y estado de México, incluso Milpa Alta. También eso está en su historia. El pulque nace, se fermenta, trepa a las nubes y muere. Indomable, no funciona embotellado: es un ser vivo. La frescura le nace sin baba, deliciosa y atarantadora. Pero el viaje a la ciudad, no importa cuán refrigerado, lo espesa con fuerte sabor. De ahí nace la necesidad de los curados, exquisitos unos, empalagosos otros. O la mezcla con refrescos de grosella y fresa, común en las pulquerías del Centro.

Hacia 1865 había unas 500 pulquerías en la Ciudad de México, según Manuel Payno. Guillermo Prieto contó 72 sólo en Tacubaya. Durante el porfiriato sumarían muchas más, eran parte de la calle para hombres y mujeres. Luego se redujeron drásticamente, para resurgir hacia 1930. En la década de 1970 había más de 3 mil. Hoy son por ahí de cien. Aunque ciertos sectores culturales y estudiantiles lo han prestigiado en el siglo XXI, el pulque pierde batallas continuamente contra la cerveza industrial, contra las disposiciones fiscales y sanitarias de la modernidad, contra los gustos y hábitos colonizados de las nuevas generaciones de los propios pueblos pulqueros, y contra la pavorosa gentrificación en curso, tan discriminatoria en su buena onda.

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