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Tzvetan Todorov (1939-2017): el éxodo y el diálogo con la Historia

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Periódico La Jornada Semanal Marzo 2017
Por Antonio Valle

…cuánto más los oprimían,
tanto más crecían y se multiplicaban…
Éxodo cap. 1 ver. 12

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Definir la profesión de Tzvetan Todorov no es cosa fácil; las disciplinas que practicó el maestro búlgaro se acrisolan en una serie de conocimientos entre los que figuran etnología, semiología, historia, psicoanálisis, literatura, filosofía, sociología, economía, hermenéutica, antropología, lingüística e historia del arte. Con ese crisol desarrolló varios modelos y a uno de ellos lo llamó “poética”, que es un sistema de conocimiento sumamente sutil y eficaz.

Los mexicanos corrimos con la suerte de que Tzvetan Todorov, mientras leía a Bernal Díaz del Castillo, descubrió que el conquistador narraba la experiencia inédita del encuentro entre una avanzada occidental con un extranjero absoluto. La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España lo llevaría a interrogarse en torno a lo que significaba vivir con los otros, con lo radicalmente diferente, ese es el génesis de un ensayo axial y fascinante. Su método consiste en atravesar fronteras para articular procesos culturales en apariencia incompatibles; así, descubre intersecciones y “zonas grises” que sirven para acceder al conocimiento del otro y –gracias al análisis semiótico– al conocimiento de uno mismo.

Justamente la idea de atravesar fronteras cobra sentido para reflexionar en torno a los procesos migratorios que a lo largo de la historia experimentaron, primero, los antiguos grupos étnicos, y después las naciones europeas que se abrieron paso, generalmente a sangre y fuego, por el continente, en esa vasta orografía multicultural definida como América.

Todorov forma parte de un grupo de intelectuales europeos que se articularon en torno al estructuralismo francés, método que indaga acerca del lenguaje, la sociedad y la cultura, sistema cuyo planteamiento filosófico descubre las estructuras y el funcionamiento de las diversas partes que, relacionadas entre sí, establecen la producción de significado. El antecedente del estructuralismo lo desarrolló el etnógrafo Claude Lévi-Strauss a través del estudio de la mitología y de los sistemas de parentesco. Posteriormente este sistema incluyó las aportaciones de Jacques Lacan, mediante una vuelta de tuerca muy interesante del psicoanálisis, así como la revuelta crítica e irreverente de Michel Foucault. Otro de los grandes intelectuales con los que trabajó de cerca Todorov fue el semiólogo Roland Barthes, quien, una vez que el sabio de Bulgaria se instala en París (más o menos huyendo de la dictadura de su país de origen), lo promueve dentro del grupo de investigadores reunidos en la Escuela de Altos Estudios de París y en la revista Poétique, en la que continuó desarrollando sus teorías.

Desde la década de los sesenta Todorov desarrolló algunas vías de conocimiento que le permitieron acceder a las expresiones o representaciones literarias entendidas como una parte de la comunicación total, al mismo tiempo que establecía la importancia que tenía la interpretación simbólica en distintos períodos históricos. En su libro La conquista de América, Todorov analiza la manera en la que el otro es percibido, imaginado, interpretado, anulado, asimilado, comprendido, usado, aniquilado, sometido, juzgado, aludido e incluso admirado y amado; en primera instancia por el navegante Cristóbal Colón y más tarde por Hernán Cortés y por Bernal Díaz del Castillo. 1492 es el año que “simboliza ya, en la historia de España, su Otro interior al vencer a los moros en la última batalla de Granada y al forzar a los judíos a abandonar su territorio; y descubre el Otro exterior, toda esta América que se volverá latina […] una expulsa la heterogeneidad del cuerpo de España, la otra la introduce irremediablemente”.

Cuando el semiólogo analiza, a la manera de Roman Jakobson, ese complejo sistema de partes relacionadas entre sí, ofrece un ensayo que sirve, mediante un análisis comparativo, para comprender el proceso de integración-desintegración que ha experimentado México en esa relación extraordinaria, enloquecida, injusta, subordinada, apantallada, humillada, maravillosa, violenta y fatal que, a través del dicho: “Pobre México, tan lejos de Dios (tanto de los antiguos como del nuevo que nos proveyó España en el siglo xvi) y tan cerca de los Estados Unidos”, describe el axioma que pareciera determinar la ley amarga que nos ha tocado vivir en la parte norte de América; una extraña relación en la que, no obstante que perdimos la mitad del territorio y fuimos objeto de guerras de intervención absurdas e injustas, no impide que a estas alturas, incluso ya con Donald Trump en el poder, algunos tengan la osadía y el cinismo de decir que en realidad ya somos gringos. Está bien, como dice Carlos Monsiváis con profunda ironía, que ya no sabemos qué número de generación va de gringos nacidos en México, sin embargo el problema principal es que ahora, cuando los gringos han declarado a México como un país entero de personas non gratas, será difícil explicarles cómo van a subsistir (desde un punto de vista psicológico y cultural) esos vastos segmentos de nuestra nación profundamente identificados con un país cuyo gobierno, y amplias capas de su población, no sólo nos desprecian sino incluso están dispuestos a agredir a diez millones de mexicanos a punto de ser repatriados, curioso concepto para definir un éxodo como cruel paradoja de la tierra prometida.

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Hace unos días, algunos jóvenes comentaban que el muro que está a punto de acrecentar el presidente Trump en realidad para nosotros debe funcionar como un gran espejo. Evidentemente ese muro seguirá funcionando durante mucho tiempo como el obstáculo que siempre ha sido para dreamers o soñadores, pero sobre todo para jornaleros y trabajadores, para ese tipo de operadores de los que el ex presidente Fox dijo: “hacen los trabajos que ni los negros quieren hacer”. Sin embargo, un gran número de compatriotas encontrará en ese muro un espejo –por lo menos durante el tiempo en que persista este capítulo agravado de la locura americana– en el que, a pesar de que en México no son pocos quienes se asumen más gringos que los gringos de casulla al estilo New England, inevitablemente –si es que habremos de sobrevivir como nación– tendremos que voltear a ver a nuestra propia historia, tendremos que hacer Varius Multiplex Multiformis ejercicios evocativos, cercanos a las ficciones históricas que hicieran Rulfo o Marguerite Yourcenar. Tal vez entonces, después de vivir durante décadas bajo una persistente lluvia de imágenes y productos, gran parte de ellos sumamente tóxicos, lentamente comencemos a re-conocernos en toda nuestra asombrosa y diversa vitalidad.

Dice Todorov que la archiconocida frase: “los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla”, suele velar estrategias de manipulación política, ya que no por conocer la historia se sabe qué es lo que debe hacerse con ella. Todorov explica cómo Hitler instrumentó una campaña para recordar (machacar) distintos capítulos históricos de la humillación infringida a su país durante la primera guerra mundial y de esa manera exaltar el patriotismo alemán. Evidentemente mirar hacia nuestra historia no tiene el ánimo de volver a levantar aquella “cortina de nopal” de la que hablaba José Luis Cuevas en la década de los cincuenta, justamente cuando estaba por venirse abajo la Escuela Mexicana de Pintura que presagiaba la caída del nacionalismo revolucionario. Por supuesto, hacer memoria y revisar la historia nacional tampoco es para festinar el espíritu antigachupín del 15 de septiembre, cada vez más vacío y grosero, o nuestra francofobia agudizada en mayo. Más bien, tanto los enigmas que plantea la historia como el sistema semiológico y poético que desarrolla Tzvetan en La conquista de América, me llevan a este poema de t.s. Eliot: “El presente y el pasado/ Están acaso presentes en el futuro,/ Y el futuro se encuentra contenido en el pasado./ Si todo el tiempo es eterno presente,/ El tiempo no tiene redención./ Lo que podría haber sido es una abstracción,/ Posibilidad perpetua que permanece/ Solo en un mundo de especulaciones./ Lo que podría haber sido y lo que ha sido/ Señalan a un mismo fin, que es siempre el presente./ Las pisadas resuenan en la memoria/ Bajo el paso que nunca dimos,/ Hacia la puerta que nunca abrimos/ En el jardín de las rosas./ Mis palabras suenan/ En tu cabeza./ Mas no sé/ Con qué intención/ Importunar los restos de un cuenco de pétalos de rosa.”

Yo tampoco quisiera importunar a ese abismal “cuenco de pétalos de rosa” si no fuera por la emergencia extraordinaria en la que se encuentran millones de mexicanos (entre los que debemos incluirnos, así vivamos lejos del espejo galáctico que ha comenzado a levantarse en nuestra mente), y especialmente me he detenido en estos versos de Eliot: “Las pisadas resuenan en la memoria/ Bajo el paso que nunca dimos,/ Hacia la puerta que nunca abrimos”, para descubrir entonces que “el futuro se encuentra contenido en el pasado”.

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Volvamos con Tzvetan al siglo xvi cuando, en su testamento, Bartolomé de las Casas establece “la responsabilidad colectiva de los españoles, y no sólo de los conquistadores; para los tiempos futuros, no sólo para el presente. Y anuncian que el crimen será castigado, que el pecado será expiado”, Todorov dice que “numerosos acontecimientos de la historia reciente parecen dar la razón a Las Casas. La esclavitud fue abolida hace unos cien años, y el colonialismo a la antigua (a la española) hace unos veinte”. Enseguida escribe una líneas que, sin deberla ni temerla, parecen dirigidas a millones de nuestros connacionales en eu: “Se han ejercido, y siguen ejerciéndose, numerosas venganzas contra ciudadanos de las antiguas potencias coloniales, cuyo único crimen personal es a menudo su pertenencia a la nación en cuestión; los ingleses, los norteamericanos, los franceses son considerados colectivamente responsables por sus antiguos colonizados.”

Dice Tzvetan que el éxito de aquellos europeos del siglo xvi, encabezados por una pléyade de guerreros, místicos, etnógrafos y excelentes escritores, se basó en su asombrosa capacidad para entender a los otros, capacidad con la que probaban su superioridad; además de las citas de Colón, de Cortés y de Sahagún, presenta una serie de transcripciones imprescindibles de Durán, de Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, de Motolinía y de Tovar, sosteniendo que para conquistar a las civilizaciones mesoamericanas fue menester el desarrollo de un sistema tecnológico que se sintetizaba en la escritura. Basado en una extraordinaria erudición, Todorov establece un sistema estructural cuyas fronteras lingüísticas, temporales y físicas se desplazan e intersectan hasta que logra multidimensionar y descubrir al otro, descubrimiento que tiene varios grados, “desde el otro como objeto, confundido con el mundo que lo rodea (visión de Cristóbal Colón), hasta el otro como sujeto, igual al yo, pero diferente de él (de Las Casas), con un infinito número de matices intermedios”, sería el caso de Gonzalo Guerrero, quien terminó por fundirse con el otro (los mayas) en la península de Yucatán, o el de Cabeza de Vaca, que después de sus naufragios en la Florida se vio obligado a experimentar desde dentro a las dos culturas, razón por la cual no se convirtió en el otro pero tampoco volvió a ser un español, digamos, puro. Después de analizar e interpretar los textos es-critos por Cortés, Todorov explica cómo el entendimiento de los europeos hacia los otros pasa por el arte de la adaptación y de la improvisación. Evidentemente, esta clase de conocimiento encierra “el interés por el otro, incluso al precio de cierta empatía, o identificación provisional”, de la comprensión de su lengua y el conocimiento de su situación política, de la emisión de sus mensajes en un código apropiado para aprehender al otro, hasta que, finalmente, procede a asimilar a los indios a su propio mundo. Grosso modo, Cortés actúa como un avezado hermeneuta.

Octavio Paz pensaba que Claude Lévi-Strauss tenía sensibilidad y pluma de poeta. Durante muchos momentos, Todorov también se expresa al estilo de su admirado etnólogo. Así, al final de su ensayo dice que hoy queremos “igualdad sin que necesariamente implique identidad, pero también diferencia, sin que ésta degenere en superioridad/inferioridad; […] aspiramos a volver a encontrar el sentido de lo social sin perder la cualidad de lo individual”, y cita al socialista ruso Alexander Herzen, quien a mediados del siglo xix escribió lo siguiente: “Comprender toda la amplitud, la realidad y la sacralidad de los derechos de la persona sin destruir a la sociedad, sin fraccionarla en átomos: ése es el objetivo social más difícil.”

Al preguntarse si su libro, La conquista de América, ilustra una nueva actitud frente al otro, por medio de su relación con los autores y los personajes del siglo xvi, Tzvetan contesta que él sólo puede dar testimonio de sus intenciones, no del efecto que producen. Me parece que el efecto que debería producir en una época que prefigura un verdadero éxodo de retorno al país natal, es que tanto intelectuales como líderes sociales y de opinión, así como el servicio diplomático oficial, simbólico y cultural de México, deberían estudiar con seriedad el sistema semiótico-poético propuesto por Tzvetan Todorov para comprender al otro, en este caso al viejo Tío Sam, que hoy, si pensamos en sus políticas de ayer, no debería sorprendernos; al contrario, me parece que es una oportunidad histórica, propiciada por las contradicciones no superadas en la propia formación social de Estados Unidos (cuyo registro se encuentra en novelas como Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell, o en Absalon, Absalon, de William Faulkner) y, por supuesto, tendríamos que aprovechar la vertiginosa/ominosa/esperanzadora coyuntura para revisar al interior de nuestra propia república las relaciones que sostenemos con el otro, para así estar en condiciones de entender al otro que vive más allá del muro real y virtual que comienza a levantarse al norte del paraíso, ese otro que también forma parte de nosotros (más bien ahora pienso en mí y en algunos otros cercanos y amados); pienso en Faulkner, en Bob Dylan, en el grupo Pearl Jam, en Poe, en Woody Allen, en Paul Auster, en Jack Kerouac, en Meryl Streep y en miles y miles de estadunidenses gentiles, a quienes, siguiendo el sistema de Todorov, de Las Casas y de Sahagún, deberíamos conocer profundamente y amar, al mismo tiempo que no estaría de más considerar que si se quedaran sin nosotros así sólo fuera por un día, el Tío Sam y quienes simbólicamente hoy representa, tarde o temprano tendrán que lamentarlo.

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