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GUILLERMO BONFIL BATALLA Y EL MÉXICO PROFUNDO 4

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GUILLERMO BONFIL BATALLA Y EL MÉXICO PROFUNDO 4
Aunque la ideología colonial dominante restringe la herencia mesoamericana viva en el sector de la población que se reconoce como indio, la realidad nacional encierra una verdad diferente. La presencia y la vigencia de lo indio se encuentra en casi todo el espectro social y cultural del país, a través de rasgos culturales de muy diversa naturaleza, que indiscutiblemente tienen su origen en la civilización mesoamericana y que se distribuyen con distinta magnitud entre los diferentes grupos y capas de la sociedad mexicana. La presencia de la cultura indígena, es, en algunos aspectos, tan cotidiana y omnipresente, que rara vez se prepara en su significado profundo en el largo proceso histórico que hizo posible su presencia en sectores sociales que asumen hoy una identidad no india.

En la sociedad mexicana no india, el problema de los niveles culturales está necesariamente ligado a la existencia de dos orígenes fundamentales de la población que la componen: el indio y el europeo aunque ideológicamente se afirma que se trata de una sociedad mestiza en la que se combinan armoniosamente la sangre y la cultura de los dos troncos primigenios, la realidad es otra, porque la mayoría de los sectores y las clases populares tienen origen indio, con frecuencia muy próximo y, en consecuencia, han podido mantener muchos más elementos culturales mesoamericanos; en forma inversa algunos sectores de las clases provienen más o menos directamente de los colonizadores españoles y son proclives a la conservación de formas culturales no indias.
Hay un gran número de comunidades campesinas tradicionales que no son consideradas indias y cuyos habitantes tampoco reclaman serlo. Un examen atento a la cultura campesina tradicional revela, sin embargo, una marcada similitud con muchos aspectos propios de la cultura india esbozados en los capítulos anteriores, al grado de que se puede afirmarse que se trata de comunidades con cultura india que han perdido la identidad correspondiente.

La agricultura, que es la actividad económica básica, hace uso de en gran medida de las técnicas indias. El maíz sigue siendo la cosecha principal junto con otros productos de la milpa, variables según las condiciones locales. Quizás haya un empleo mayor del arado y los correspondientes animales de tiro; en algunos casos esto pudo ser favorecido por qué las haciendas, promotoras de la desindianización, ocuparon tierras planas que se prestan para el cultivo con arado.
La presencia de la cultura india también es claramente visible en otros aspectos de la vida de las comunidades campesinas tradicionales. La vivienda y la alimentación, por ejemplo, se ajustan a patrones semejantes, si se comparan entre comunidades indias y no indias que ocupan nichos ecológicos similares. Para la restauración de la salud se recurre a prácticas variadas que forman parte de la herencia india y es común la presencia de hierberos, hueseros y comadronas cuyo ejercicio difícilmente se distingue desde sus equivalentes indios.
La desindianización de las comunidades rurales es un proceso que ha ocurrido con ritmo diferente a lo largo de la historia de México, como se verá en la segunda parte. Y seguido es fácil encontrar muchos ejemplos de comunidades que hoy se reconocen como mestizas y que eran indias a principios de este siglo o hasta fecha aún más reciente. En tales situaciones no es de extrañar que se conserve una cultura preponderantemente india en muchos aspectos de la vida. De ahí, que sea necesario entender el cambio de comunidad india a campesina tradicional, no como una transformación que implica el abandono de una forma de vida social que corresponde a la civilización mesoamericana, sino fundamentalmente como un proceso que ocurre en el campo de lo ideológico cuando las presiones de la sociedad dominante logran quebrar la identidad étnica de la comunidad india. Esto no quiere decir que la desindianización sea un cambio puramente subjetivo ya que las presiones de la sociedad dominante se intensifican precisamente cuando se persiguen objetivos que se ven obstaculizados por la presencia de grupos sociales con una identidad distinta que dificulta, por ejemplo, la liberación de mano de obra para emplearse fuera de la comunidad, o que estimula el rechazo a programas de modernización que desea impulsar la sociedad dominante; pero la desindianización se cumple cuando ideológicamente la población deja de considerarse india, aun cuando en su forma de vida lo siga haciendo. Sería entonces comunidades indias que ya no se saben que son indias.
Pero, además, hay un segundo hecho que no debe pasarse por alto. A partir de la implantación del régimen colonial, el espacio, no sólo de la sociedad se dividió en dos polos irreductibles y opuestos. La ciudad fue el asiento del poder colonial y la geografía limitada del conquistador; el campo, en cambio, fue el espacio del colonizado, del indio. Esta separación permitió la presencia de formas de organización social propias en el mundo indio-rural que, a su vez, hicieron posible la continuidad dinámica de las configuraciones culturales mesoamericanas. Entre campo y ciudad las relaciones nunca fueron de igual a igual, sino de sometimiento de lo indio-rural a lo urbano-español. Esta identificación perdura hasta hoy, tanto en sectores urbanos como entre la población india y rural tradicional. Es una identificación respaldada por el dominio que ejerce el México urbano sobre el México rural.
Durante siglos, el indio urbano vivió en la ciudad, pero en una condición diferente a la del colonizador de origen europeo: vivió segregado, al margen de muchos aspectos de la vida citadina, porque la verdadera ciudad era el espacio del poder colonial prohibido al indio, al colonizado.
Aunque ha soplado muchos vientos desde la fundación de las primeras ciudades coloniales, todavía hoy ocurren fenómenos que ponen en evidencia el carácter dominante de las urbes. En las regiones de refugio el centro rector es una ciudad ladina que domina sobre una constelación de comunidades indias. En ella radica y desde ellas ejerce el control económico, político, social y religioso de la región. Es el centro del poder; y quienes lo detentan no son los indios, sino los ladinos que gustan de llamarse a sí mismos ?gente de razón? reclaman con orgullo su ascendencia no india: europea y colonizadora.
La presencia de lo indio en muros, museos, esculturas y zonas arqueológicas abiertas al público se maneja, esencialmente, como la presencia de un mundo muerto un mundo singular, extraordinario en muchos de sus logros; pero muerto. El discurso oficial traducido en lenguaje plástico o museográfico, exalta ese mundo muerto como la semilla del origen del México de hoy. Es el pasado glorioso del que debemos sentirnos orgullosos, el que nos asegura un alto destino histórico como nación, aunque nunca queda clara la lógica y la razón de tal certeza. El indio vivo lo indio vivo queda relegado a un segundo plano, cuando no ignorado o negado; ocupan como en el museo Nacional de Antropología, un espacio segregado, desligado tanto del pasado glorioso como del presente que no es suyo: un espacio prescindible. Mediante una hábil alquimia ideológica, aquel pasado pasó a ser el nuestro, el de los mexicanos no indios, aunque sea un pasado inerte, simple referencia a lo que existió como un espacio de premonición de lo que México es hoy, y que será en el futuro, pero sin vinculación real con nuestra actualidad y nuestro proyecto.
Hoy, otros aspectos reciben atención oficial encaminada a estimular el crecimiento del turismo: la restauración de zonas arqueológicas y la comercialización de las artesanías indígenas. Lo indio se vende como imagen, simula que da el toque de color local, el acento exótico que atrae al turista. Un México indio para consumo externo. Educayotl AC.

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