La tarde está muriendo y los últimos rayos de sol se rompen en pequeños destellos sobre las partes claras de la tarde. El calor húmedo que emerge de esas tierras tropicales se impregna con el olor a selva. Los grillos empiezan a cantar y su coro se pierde en el graznido de las aves, que en el estero alborotan la llegada de la noche. Las primeras estrellas empiezan a adornar el firmamento y se confunden en ese azul pálido de las noches de otoño, cuando los días se alargan como nuestras plegarias.
Por el sendero abierto a golpe de guarache costeño, con su trazo rebelde que serpentea de abajo hacia arriba, se advierte el caminar presuroso don Prisciliano Sánchez. Hombre de perfil agudo y cuerpo correoso. En su mano larga y afilada aprieta una caja pequeña. En pocos minutos llega hasta la loma donde está su choza hecha de postes y barro, cubiertos con palapa. Los perros empiezan a ladrar hasta recibir a su amo, moviendo la cola al compás de las patas. En los ojos de los perros se denota una mirada de alegría, pues en el día no han visto a nadie por ese lugar, tan apartado del Rancho del Ciruelo y tan escondido en los esteros.
Pero Prisciliano no responde como de costumbre al saludo de sus perros y apresura más su paso, en su cabeza trae una idea que lo ha obsesionado por días largos y enteros. Al entrar a su casa respira profundamente para poner fin a su caminata desde el pueblo del Ciruelo. Por sus ovaladas y grandes fosas nasales, entra un torrente de aire caliente impregnado de ese peculiar olor de su casa.
Ese olor que contiene sus valores; su vieja escopeta y tres cartuchos del 20, su pistola, la cama, la mesa y una silla, sus trapos, los cacharros y hasta el característico arma de sus cinco billetes de a cien pesos, que guarda celosamente en un hueco de la palapa.
Después de beber un vaso de agua fresca de su jarra de barro, se sienta en la mesita que hizo con sus propias manos, como todo lo que hay en la casa. Pone a un lado su machete, se quita el sombrero y se pasa la mano por la frente, quitándose el sudor caliente corre por su frente.
Cuidadosamente desenvuelve la caja roja, en la que se alcanza a leer, Reminton calibre 380, 25 cartuchos, Hecho en México, la abre y encuentra perfecta y simétricamente las balas. Sus ojos grandes y amarillos, dejan ver una mirada de satisfacción al contemplar una por una esas 25 piezas perfectamente iguales. Con ese brillo ocre, es brillo metálico, que las hace verse como un tesoro, pues ahí, en su choza, donde todo está entre hecho y donde sólo se ven troncos chuecos, cacharros de barro deformes, en fin, todo al natural, en contraste con esas balas perfectamente redondas, de la misma medida y al tomarlas con la mano se sienten frías y su sonido es metálico, pero seco y corto. Y sin embargo, ese sonido cautiva a cualquier costeño y en especial a don Prisciliano, quién esboza una sonrisa que deja entrever sus largos dientes amarillos y su saliva que une sus labios delgados y rojos.
Don Prisciliano forma una a una sus 25 balas en las dos rajas de parota que forman la mesa, para después, con mucha calma, con el dedo índice empieza a derribarlas. Una a una, con mucha paciencia las vuelve a formar.
La noche ha roto completamente, sí los cantos de los grillos y animales de la selva al principio eran cautelosos, ahora se escuchan imponentes. Las estrellas brillan completamente en el firmamento, la oscuridad reina en la noche, en esas noches apacibles, pero intranquilas de la costa.
Prisciliano prende fuego a la parrilla que se fabricó con cuatro troncos enterrados y una cama de lodo, afuera de la choza. Pone el café y los frijoles a calentar, al último las tortillas. Se arrima la sal y la jarra con agua a la mesa y comienza a cenar. Sin poner atención a sus alimentos como con tedio, los conoce muy bien, desde que era un niño. No existe mayor interés, pues es lo que comen diariamente los hombres de la costa, desde que nacen hasta que mueren. Ya no le saben a nada, sólo a comida que hay que comer, no para él, sino para su estómago, que lo muerde por dentro y no lo deja en paz, hasta que los ha recibido.
Al terminar, con la uña se limpia un pedazo de fríjol que le ha quedado entre los dientes y de su roída camisa, mal tratada por la zarzas del monte, se saca lo que le queda de una cajetilla de cigarros, mojados por el sudor del cuerpo. Saca uno y lo introduce ritualmente en sus labios, busca los cerillos y prende lentamente uno, para acercarlo rítmicamente a su cara, que se ilumina en la penumbra de la luz.
Se levanta y se dirige fuera de la choza a recostarse en la roída hamaca que está afuera de la choza. En las sombras de la noche se mueve el punto de luz del cigarro, mecido por el suave movimiento de la hamaca y de sus labios brotan grandes bocanadas de humo que se elevan espiralmente hasta enredarse en la palapa del tejaban de la choza.
En su mente de Don Prisciliano pasan muchas ideas y recuerdos de su vida, como las nubes pasan por el horizonte en los días de tormento por la costa. Parece que estuviera viviendo otra vez es trago amargo en el que el capataz, delante de los peones le dio ese cuartazo en la cara, por no haber curado del gusano al novillo de la vaca matacaballo. Era su trabajo entrar a la bola de monte a sacar a la vaca y al novillo, pero como el novillo se escondió en lo profundo de la maleza, sólo lazó a la vaca y lo amarró a la tranca esperando que el novillo se juntara con la vaca.
Maldito novillo, mejor te hubiera saltado el tigre o mordido la coralillo, pero te tuviste que quedar dos días en el monte, mientras el obligo se te llenaba de gusanos. Y ahí sintió, lo caliente de la cuarta en la cara, las miradas de los peones le comían el rostro.
Don Cayetano el capataz, le pegó y lo insulto delante de todos y lo corrió por no saber hacer su trabajo. Maldito trabajo que hizo su padre toda su vida y que de él aprendió, maldito trabajo que su abuelo le enseñó a su padre, maldito trabajo de cuidar vacas en el monte. Maldito trabajo.
El cigarro calentó sus labios y sus dedos lo tomaron para dejarlo caer al suelo y al levantarse, con el guarache lo restregó en la tierra. Con paso firme se dirigió al interior de la choza y de una caja de madera, que saco debajo del catre de cuerdas y petate, tomó su arma que estaba envuelta en una gamuza, con una bolsa de plástico y con un cuidado reverencial la llevó a la mesa. Una hermosa escuadra marca Llama calibre 380 con dos cargadores, la sacó con mucho cuidado de su funda y se arrimó el aceite. Con destreza de manos artesanas en el oficio de las armas, quitó el seguro y tomó la parte posterior de la escuadra para jalar suavemente y al escuchar el chasquido metálico que indica que el arma había cortado cartucho. Con sumo cuidado descargó el arma y la empezó a desarmar con una reverencia que sólo los hombres del campo le tienen a las armas. Humedeció un trapo con el aceite y empezó a limpiarla. Limpió el cañón, el cerrojo, todo con mucho cuidado y esmero, después puso unas gotas en el gatillo y en el resorte mayor, limpió y aceitó también los cargadores.
Volvió a cortar cartucho y apuntó con la poca luz que daba la lámpara de petróleo. Entrecerró un ojo y lo puso entre las dos miras y sube, muy suavemente oprimió el gatillo y sin que le temblara la mano, escuchó un clic seco y corto.
Vio como la mano subía hasta las nubes y poco a poco, sin poderse mover, vio como las puntas de la cuarta volaban presurosas a su cara, para finalmente estrellarse y dejar oír un ruido característico de dos cueros al golpear.
Tomó el primer cargador y con la mano izquierda, poniendo el dedo gordo en la boca del resorte y con la mano derecha metió nueve balas, después las sacó y echando la mano hacia la cintura, sacó de su funda una navaja y empezó a ponerles una cruz en la nariz de cada bala. Hundía con fuerza la hoja de acero sobre la punta roma de plomo de cada bala. Esta operación la realizó con mucho placer dieciocho veces.
Al terminar volvió a colocar nueve balas en cada cargador e introdujo cono cuidado y suprema habilidad, un cargador en la parte inferior de la cacha de la 380 hasta oír el ruido del seguro que indica que el arma estaba cargada. Se cambió de mano la pistola y cortó cartucho, ese hermoso sonido que hace temblar a unos hombres y a otros les da valor. El gatillo se corrió hacia atrás y quedó en esa amenazadora posición. Puso el seguro y la metió en la funda al lado del otro cargador. Dejó la pistola sobre la mesa, apagó la luz de la lámpara y se acostó en su cama de cuerdas. Cruzó los brazos debajo de su cabeza y se puso a meditar.
Primero se imaginó la cara de don Cayetano, nada más la cara, grande y enfrente de él, después la cuarta y la mano. Meditó sí las dieciochos podrían caber en un ojo, o en los dos, imaginaba como quedaría su rostro. Pero creía que se sentiría mejor con nueva balas en la cara y otras nueve en el cuerpo, o mejor sería nueve en la cara, dos en la mano derecha y las demás en el corazón.
Así estuvo pensando, entre balas, la cara de don Cayetano, el cuartazo en su cara y las risotadas de los peones, hasta quedar dormido en un sueño intranquilo.
Amaneció y el aire frío que viene del mar estremeció su cuerpo. Lo primero que escuchó, fue el tronar de las olas sobre las indefensas playas. La marea estaba alta y los peses saltaban sobre el agua huyendo de sus depredadores.
Prisciliano se paró sobresaltado, tomó su arma y el cargador, buscó su dinero que estaba escondido en un lata vacía de leche en polvo y se puso un paliacate en el cuello y salió de su choza. En la puerta vio como llegaba uno de sus perros del monte. Trotando subía el sendero con un conejo muerto en el hocico, los demás perros ladraban y le movían la cola al recién llegado. No se dieron cuenta cuando don Prisciliano salía de la choza, con paso presuroso bajó la loma y antes de internarse en el monte se detuvo, lentamente volteo a ver su casa para despedirse de ella. Los hombres de la costa están acostumbrados a no aferrarse a nada para ser ligeros como el coyote. Prisciliano siguió su camino con paso presuroso antes de que el sol se levantara sobre las montañas.
Pasó cerca del estero que había crecido porque la marea estaba alta. Vio como los peces saltaban en la quietud del agua y al caer golpeaban el agua y se oía un chasquido húmedo que perturbaba el silencio del estero. Las ondas excéntricas se iban a ocultar debajo de la maleza que parecía treparse sobre el agua. Al mirar el estero, Prisciliano pensó que era un buen día para tirar la tarraya y con un poco de suerte, pescar tiburones en la barra abierta del río frente al mar.
También se acordó de su cayuco que está cerca de su casa y que con el tiempo se iba a pudrir y poco a poco se iba a hundir, hasta que se lo tragara el estero. Pero siguió su camino. Con su mano se sintió el arma que llevaba bajo el cinto y se encaminó a su destino.
Llegó hasta el lugar que había escogido, un recodo en el camino que va del Ciruelo a Lagartero, el pueblo de donde venía todos los días don Cayetano.
Inspeccionó el lugar y escogió un lugar bajo unos árboles de tamarindo, junto a una inmensa parota que daba una generosa sombra y en la cual vivían unas iguanas que don Prisciliano siempre quiso bajar. Ya conocí el lugar, así que se puso a esperar sentado en cuclillas, sacó la 380 y cortó cartucho, quitó el seguro y tomó el otro cargador con la mano izquierda.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero los quebrantahuesos sobrevolaban el lugar en lentos barridos, el garrobo muy atrevido se asomó en el brazo más grande y alto de la parota. Las cocuchas caminaban por debajo de la maleza y el calor comenzaba a abrazar el lugar.
Vio cuando las garzas y los pichiches llegaron a posarse en el estero. Las aves dejaban oír sus cantos de amor y combate. El agua había cobrado un color azul intenso y se enchinaba la superficie del estero cuando soplaba la brisa del mar.
De pronto se escuchó el crujir de las hojas secas por el camino. Entre miró sobre las ramas y descubrió la figura de Cayetano, quién caminaba de prisa por el sendero. Llevaba en una mano su machete y con la otra tomaba al morral que pendida de sus hombros y en el cual llevaba su alimento.
El corazón de Prisciliano empezó a latir con mayor fuerza, tan fuerte palpitaba que sintió como sí se le cayera hasta el suelo, como un objeto independiente de su cuerpo. Sus manos sudaron y apretaron más el arma, pero de pronto se relajó al tomar una bocanada de aire y sintió que una corriente eléctrica lo recorría por todo el cuerpo y lo tranquilizaba. Como un felino, esperó a que su víctima se acercara más.
Cuando Cayetano estaba casi enfrente de él, inhaló profundamente y salto desde su escondite y le gritó con todas sus fuerzas... ¡Así te quería agarrar cabrón! Cayetano se quedó inmóvil por un instante, su cuerpo de golpe se puso frío, para reaccionar soltando el morral y desenfundar el machete. Prisciliano ya lo tenía en la mira y medía los desesperados movimientos de su víctima y apretó el gatillo de la 380.
Parecía una eternidad esos segundos, cada uno en sus desesperados movimientos se quedaron congelados en una siniestra escena que, hasta las aves parecía que guardaban silencio.
De pronto se escuchó la primera detonación que cruzó de lado a lado el estero.
El cuerpo de Cayetano se sacudió violentamente. Al segundo disparo las aves del estero empezaron a remontar apresuradamente el vuelo en desbandada y la mano de Cayetano soltaba el machete, para que los dos, machete y cuerpo cayeran sin trazo sobre la tierra. Después de estos segundos se rompió el hechizo de esos momentos y la escena se volvió muy violenta. Se escucharon siete detonaciones más, una detrás de otra, con ese ritmo característico de las escuadras; al mismo tiempo que los aleteos de las aves al mover el agua y sus frenéticos graznidos de alarma.
El cuerpo de Cayetano yacía sobre el camino, la sangre roja salía en abundancia de su estómago, como víboras huyendo de la muerte. Cayetano sólo se movía a cada impacto. Cuando todavía resonaban en el eco del estero las detonaciones, hábilmente Prisciliano cargó la escuadra con el otro cargador que llevaba en la mano izquierda y se acercó a Cayetano que lo miraba con los ojos desorbitados sin poderse moverse, con esa mirada impersonal de los que apenas están entendiendo su muerte.
Prisciliano se acercó y sacó del morral de Cayetano su cuarta y le dio seis cuartazos en la cara, para después, lentamente empuñar de nuevo su 380, cortar cartucho y acercándose al hombre moribundo, le dijo; -pa´ que te enseñes a respetar a un hombre desgraciado. Con la mano izquierda tomo a Cayetano de los cabellos y con la derecha le metió con tal violencia la punta del cañón en la boca del agonizante que los dientes cedieron al acero, para finalmente descargar los nueve tiros.
Cuando terminó el macabro rito, Prisciliano tomó la cuarta y el morral de Cayetano y le dijo al cuerpo desecho que yacía a sus pies; - me llevo tu taco y tu cuarta – y sonriendo agregó, - yo creo que ya no los necesitarás. Y caminado rápidamente, cómo es su costumbre, Prisciliano se pierde entre la vereda que se mete en lo profundo del monte, como se pierde la vida en la Costa Chica.
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