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El orgullo étnico de Antonio Vivar Díaz “creció al sumergirse en las comunidades”

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Foto Decenas de personas participaron en la marcha con que el 9 de junio pasado en Tlapa, Guerrero, se dijo adiós al estudiante Antonio Vivar DíazFoto Víctor Camacho
No era maestro; estaba a punto de obtener la licenciatura en desarrollo comunitario
Poco antes de su asesinato expresó que trabajaba en promover un gobierno popular y colectivo
Arturo Cano  Enviado
Periódico La Jornada
Martes 16 de junio de 2015. Tlapa, Gro.

Interminables rezos, una canción de su autoría y otra de Juan Gabriel dieron la despedida a Antonio Vivar Díaz, un joven de 28 años que cayó al pie de una imagen de la Virgen de Guadalupe por una bala que le dio en el pecho. La bala salió de un templo donde pobladores de es­ta ciudad mantenían retenidos a 30 elementos de la Policía Federal en pleno día electoral.



El martes pasado, el ataúd con los restos de Antonio recorrió las calles de Tlapa en una marcha de protesta. Sobraron imágenes del Che Guevara y mantas con frases incendiarias. La más repetida fue: “Preferiste morir de pie que vivir de rodillas”.

Se ha dicho que Antonio Vivar Díaz, el joven asesinado el día de las elecciones, era maestro. El equívoco surge de que Vivar estaba en la última fase de sus estudios en la Universidad Pedagógica Nacional (UPN). Pero no era maestro, sino que estaba a punto de obtener la licenciatura en desarrollo comunitario integral (LDCI), una carrera sui generis, diseñada por expertos en educación indígena y avalada por la propia UPN y por la Universidad Nacional Autónoma de México.

Los maestros de Antonio Vivar cuentan que era muy popular en su barrio, un chavo “desmadroso” que gustaba de las pachangas y de tocar la guitarra. Su ingreso a la UPN lo cambió.

“Se transformó bastante des­de que fue a las comunidades; recuperó su identidad como miembro del pueblo ñuu savi, porque aunque sus padres son mixtecos (su madre originaria de Alcozauca), él ya no pudo hablar esa lengua porque era de los más chicos. Creo, sin embargo, que su inmersión en las comunidades hizo que su orgullo étnico fuera muy grande”, dice Abel Barrera, quien, además de director del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, fue maestro de Antonio los cuatro años de la carrera.

Una de las cosas que hacen excepcional a la LCDI es que los estudiantes deben pasar tiempo en las comunidades más pobres de una de las zonas más marginadas del país durante todos los semestres.

El último lugar donde Antonio Vivar trabajó fue Cahuatache, municipio de Xalpatláhuac, una comunidad que alimenta de jornaleros los cultivos de hortalizas en Sinaloa y de caña en Morelos.

Allí, su actividad consistió en colaborar con la organización del archivo local, un paso para tratar de resolver un conflicto agrario que esa comunidad sostiene con otra vecina.


Bajo la guía de los sabios

Barrera explica que la licenciatura surgió como una opción frente a la “inexistencia de ofertas educativas que tomaran en cuenta la situación sociocultural de los pueblos”. Un diagnóstico arrojó que en realidad no había ofertas que garantizaran el acceso a la educación superior a jóvenes indígenas y por ello, entre otras cosas, se estableció una cuota de acceso para jóvenes de municipios como Cochoapa, Acatepec y Metlatónoc (“ganador”, una y otra vez, de la “medalla” como municipio más pobre del país), así como para los de los barrios marginales de Tlapa.

El origen de la carrera se remonta a una visita que hizo a la Montaña el connotado investigador Rodolfo Stanvenhagen, en su calidad de relator de Naciones Unidas para los Pueblos Indígenas. Stavenhagen recogió los testimonios de la miseria, los abusos, las matanzas y las esterilizaciones forzadas, y casi al concluir su gira preguntó cuáles eran las alternativas que se estaban construyendo. Quiso saber si había algo innovador. Fue entonces cuando le presentaron el proyecto de la licenciatura. “Es una excelente propuesta”, dijo, y acto seguido envió una carta de aval al consejo académico de la UPN.

Esa institución envió a la Montaña a las maestras Victoria Avilés y Marcela Tovar, quienes acompañaron todo el proceso de diseño del plan de estudios.

Avilés sostiene que se enfocaron en crear “una opción que permitiera a los jóvenes indígenas arraigarse, desarrollar competencias para que fueran capaces de insertarse en sus comunidades. Por ello, durante todos los semestres los estudiantes tienen que realizar prácticas de campo”.


Los maestros de la UPN hacen de sus tutores, pero los jóvenes también deben contar con un tutor que sea parte de la comunidad. ¿Quiénes son esos tutores? Se explica del siguiente modo en un documento de la carrera: “El tutor comunitario es la persona que ha adquirido un estatus de sabio(a) del pueblo tanto por sus conocimientos adquiridos como por su testimonio y compromiso… Son los consejeros, los ancianos(as) que se erigen como los baluartes de la tradición y son los reservorios en quienes se encuentra depositado el patrimonio intangible de los pueblos indígenas. Se trata de par­teras, las ancianas que representan a las deidades del agua, músicos, rezanderas(os), embajadores (pedidores de novia), los que miden el hueso (los que leen la suerte), quemadores de vela, presentadores de ofrendas en las cimas de los cerros, artesanos, curanderos, consejeros, los fiscales, los cantores y los principales (conocedores del territorio, de los documentos históricos, de las mojoneras, códices e historias orales de la defensa del ­territorio)”.


La clase política, “moribunda”

El trabajo final, un “portafolio” donde los jóvenes recogen las experiencias adquiridas y los resultados, “tiene que ser validado por la comunidad”, porque la idea es que participen “en lo que la comunidad necesita”, dice la maestra Avilés.

La licenciatura tiene tres opciones terminales: lengua y cultura, cuestiones de territorio y sistemas normativos y derecho indígena (en este último estaba inscrito Antonio Vivar).

La profesora de la UPN explica que los primeros egresados ya trabajan en casas de la cultura, museos comunitarios, en programas de la Secretaría de Desarrollo Social y en organizaciones regionales enfocadas en el desarrollo.

Dado que la mayor parte de la oferta académica de la UPN está dirigida a maestros en servicio, los estudiantes de la LDCI no reciben apoyos. “Tenemos 10 mil pesos mensuales para que funcione la oficina, pero ninguno de nuestros estudiantes recibe una beca, pese a que son todos muy pobres y necesitan recursos al menos para sus prácticas de campo, que ellos deben sufragar”, dice Barrera.

A su hijo, de apenas ocho meses de edad, Antonio le dejó el portafolio que deben entregar todos los alumnos de la licenciatura: reúnen sus vivencias, narran qué aprendieron, hablan de las capacidades que adquirieron y de lo que han aportado a cada comunidad.


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