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Todo lo que usted quería saber sobre el racismo mexicano pero no se atrevía a preguntar

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Héctor Toledano | 01.09.2016
Todo lo que usted quería saber sobre el racismo mexicano pero no se atrevía a preguntar
Por mucho tiempo se ha negado o desdeñado el fenómeno del racismo mexicano. De ahí que su documentación sea todavía muy escasa. Este texto habla de dos intentos para revertir esta tendencia: un libro de Federico Navarrete , México racista, y una exposición, "Imágenes para ver-te". Agradecemos al Museo de la Ciudad de México por permitirnos reproducir algunas de las imágenes de dicha exhibición.

En una sociedad con marcada predilección por lo indefinido y lo turbio, no hay nada más indefinido y más turbio que el racismo. Es el proverbial elefante en la habitación que todo mundo pretende ignorar con estudiada indiferencia. Que México es un país marcado por la diferenciación racial es algo que salta a la vista de manera inmediata: la inmensa mayoría de los pobres son morenos, la inmensa mayoría de los ricos son blancos (o procuran parecerlo); la inmensa mayoría de los que sirven son morenos, la inmensa mayoría de los que son servidos por ellos son blancos (o procuran parecerlo); la inmensa mayoría de los obreros, campesinos y trabajadores no calificados son morenos, la inmensa mayoría de los empresarios, directivos y funcionarios de alto nivel son blancos (o procuran parecerlo); casi todas las personas que aparecen en nuestras revistas o pantallas de televisión, excepto cuando se trata de pedir limosna o de denunciar la barbarie, son hiperblancos (o procuran parecerlo). Donde pongamos los ojos habremos de constatar, con contadas excepciones, que la riqueza, el privilegio y el prestigio se reparten con inflexible uniformidad a lo largo de un continuo que corre de lo esencialmente indígena a lo idealizadamente europeo.

            Y sin embargo solemos mostrar una tozuda resistencia a reconocer que esta realidad palmaria es racista. Tal vez porque asumimos que el que nuestra sociedad sea de ese modo no tiene nada que ver con el racismo, simplemente es el orden natural de las cosas: los blancos son inherentemente bellos, ordenados, honestos, inteligentes e industriosos; los indios (y demás variantes no europeas) son inherentemente todo lo contrario; lo cual no tiene nada de racista, así es y punto, sobran los indicios que nos lo confirman. El hecho es que los mexicanos tendemos a profesar que en México no hay racismo (ponle que clasismo), o que si lo llega a haber no es para tanto, con argumentos que recurren casi siempre al ejemplo de los Estados Unidos: ése sí es un país racista, para que veas.

También es común que se le dé la vuelta al asunto y se aluda anecdóticamente a episodios de animadversión hacia los blancos (o hacia quienes procuran parecerlo) motivados por el resentimiento, real o supuesto. Igualmente frecuente es que se nos prevenga de que llamar la atención sobre el racismo (aunque no existe) es despertar un monstruo de odio soterrado que podría cubrir de sangre al país. Todas estas etapas pueden cumplirse en una misma conversación, que empiece por la franca negativa, pase por la relativización chocarrera y termine con una advertencia histérica sobre la inminente restauración de los sacrificios humanos y nuestra rápida involución a la Edad de Piedra.

            Así que tenemos por un lado una realidad de discriminación que parecería incuestionable, y por el otro un arraigado discurso ideológico-cultural que se empeña en negarla, diluirla y justificarla. Un discurso que ha adquirido con el tiempo carácter hegemónico y que no sólo dificulta la clara percepción de dicha realidad, sino que representa un considerable obstáculo para su análisis y discusión en todos los niveles. El libro de Federico Navarrete, México racista. Una denuncia, se dirige al centro mismo de esta problemática y aporta elementos fundamentales para su tratamiento crítico. No sólo demuestra con argumentos accesibles y difíciles de objetar que la sociedad mexicana es, efectivamente, racista, sino que alude a las graves consecuencias sociales, económicas y políticas de dicho racismo, analiza sus orígenes históricos y propone vías concretas para emprender su combate. Acaso aún más importante que las conclusiones a las que llega, sujetas por necesidad a un debate más amplio que apenas se comienza a dar, el libro tiene la virtud de establecer con claridad los parámetros fundamentales del fenómeno y de aportar un lenguaje coherente y efectivo para su discusión.

            Historiador de profesión, adscrito al Instituto de Investigaciones Históricas de la unam, Federico Navarrete ha sabido combinar con fortuna una distinguida carrera académica con una activa vocación de narrador, dedicada hasta ahora sobre todo a la literatura infantil y juvenil. A ello suma en este caso una peculiar historia personal, directamente relevante al tema, que nos comparte en el libro con inusual valentía. Ya antes había abordado temas similares, desde una óptica más académica, en su libro Las relaciones interétnicas en México, obra sin duda lograda en cuanto a su propósito, pero que en su momento me dejó con ganas de que fuera el libro que finalmente nos entrega ahora.

            México racista arranca por lo más candente: la incontenible ola de violencia que inunda nuestro país desde hace años y en particular su atrocidad más notable de los últimos tiempos, la desaparición forzada de decenas de estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa. El libro argumenta convincentemente que el racismo constituye un elemento central en el hecho de que buena parte de esta violencia desmedida, dirigida en su mayor parte contra los sectores marginales de la sociedad, se perciba como inevitable y permanezca impune. Sin las distorsiones que produce el racismo, refrendado de manera continua por una diversidad de agentes, es difícil entender cómo las decenas de miles de muertos, casi todos civiles, casi todos ultimados con la participación activa o pasiva de las diversas fuerzas armadas del Estado, pueden hacerse pasar entre nosotros como consecuencias obligadas de una supuesta “guerra contra el crimen”, a menos que asumamos como un crimen el hecho de ser pobre y moreno, como son la mayoría de las víctimas.

            A partir del tema de la violencia, Navarrete dedica las secciones subsecuentes de su libro a definir el racismo, a refutar la validez científica de los principios en los que suele basarse, a documentar su incidencia en los diferentes ámbitos de nuestra vida social (que comienza en el seno de la familia) y a desmontar los principales argumentos que solemos aducir para rebatir o disimular su gravedad.

El panorama que nos presenta resulta desolador. No sólo somos un país que practica cotidianamente un insidioso racismo dirigido a denigrar el aspecto físico que comparte en alguna medida la casi totalidad de su propia población, sino que somos también una sociedad notablemente intolerante hacia cualquier otro tipo de diferencia: étnica, lingüística, nacional, religiosa, de orientación sexual o de género. El libro confirma también que dicha realidad social escindida y recelosa es apuntalada por un conjunto de poderosos factores arraigados en los medios de comunicación, la política y la vida intelectual, y que tiene consecuencias nefastas para nuestra convivencia, nuestro desarrollo, nuestra democracia, nuestra economía y nuestra seguridad personal. Quienes ya sospechaban que somos así, pueden acudir al libro en busca de claridad y argumentos; quienes estén seguros de que no lo somos, o de que serlo no tiene mayor importancia, deben contrastar sus convicciones con las evidencias y argumentos que reúne Navarrete. No creo que sobrevivan inalteradas a una lectura emprendida de buena fe.

            ¿Cómo es que llegamos hasta este punto? Navarrete atribuye buena parte de la responsabilidad a lo que llama la “leyenda del mestizaje”, tema que abordó ya, de manera más documentada y exhaustiva, en Las relaciones interétnicas en México, y al que dedica en este nuevo libro una sección importante. Como todos sabemos, la ideología oficial en nuestro país cuenta una versión de nuestra historia según la cual los españoles llegaron a México, violaron a nuestras madres y nos dejaron a todos traumados a morir. De ese encuentro violento y difícil de superar surgió, sin embargo, una raza superior, nada menos que cósmica, que combina lo mejor de sus respectivos ancestros y está llamada a ser un ejemplo para el mundo entero.

Aunque se supone que el mestizaje fue fifty-fifty y que en eso radica justamente su superioridad, en la práctica (es decir, en la elaboración ideológica y cultural) resulta que casi todo lo bueno nos viene siempre de nuestra mitad europea y casi todo lo malo de nuestra mitad indígena, fuera de las pirámides, la comida y una que otra costumbre pintoresca. De modo que bajo el manto del mestizaje lo que sigue operando hasta la fecha es la idea de que nuestra progresista mitad europea ha tenido que asumir la ingrata tarea histórica de asimilar a la modernidad a nuestra fea, resentida, oscura, inoperante y atávica mitad indígena. Modernización que no parece terminar nunca y que se sigue emprendiendo a balazos, como podemos constatar con sólo leer el periódico.

            La crítica del supuesto mestizaje como paradigma de nuestro origen histórico lleva ya tiempo gestándose al interior de los ámbitos académicos, de donde comienza a salir para cuestionar los pilares que sustentan la ideología oficial, que lo sigue siendo. El que tales ideas sobre nuestro origen étnico y la estructura profunda de nuestra identidad carecen de sustento científico resulta a estas alturas difícil de rebatir. Y en esa medida, no creo que sea inexacto calificarlas de leyenda. La naturaleza de su impacto político y cultural, en particular para el tema que nos ocupa, me parece, sin embargo, más difícil de valorar.

No estoy convencido de que México racista tenga la última palabra sobre el asunto, pero cuando menos cumple la tarea de articular una crítica sólida y de plantearla en términos accesibles para un público amplio, lo que esperemos que propicie una discusión a fondo que ya resulta impostergable. Porque lo que también parece irrebatible es que la ideología del mestizaje está agotada como modelo de interpretación, al igual que todas las teorías nacionalistas que han partido de postular una uniformidad inventada para reducir realidades que siempre terminan por revelarse más complejas, contradictorias y plurales; y que su endiosamiento como ideología oficial ha inhibido inevitablemente la investigación y el debate sobre la verdadera naturaleza de nuestras relaciones: ¿qué caso puede tener estudiar las diferencias en donde todos somos iguales?

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