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Flor y canto del nacimiento de México. De José Luis Guerrero.

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Prólogo a la segunda edición.                                                                                     Habiéndose agotado la primera pequeña edición con alentadora rapidez, y habiendo recogido valiosas críticas, esta segunda pretende, en parte, aprovecharlas: se han aumentado las ilustraciones, se han hecho un uso más amplio de las letras metálicas para facilitar el sentido de los textos, y aclarado o añadido algunos de ellos. Sea también intentado responder al deseo de una mayor precisión cronológica y documental, agregando un apéndice con una breve cronología y algunos textos originales.

Como tuve también el honor de recibir comentarios contradictorios respecto a si me mostraba demasiado favorable o desfavorable a España, creo será pertinente una aclaración personal: por apellidos, lengua y religión soy español, todo lo español que es México, y estoy orgulloso de serlo, considerándome, como mexicano tan afortunado por mi herencia indígena como por mi herencia hispana. Estimo sin razón, dada la buena fe de ambas partes, querer hallar héroes y villanos en el vibrante drama de nuestro nacimiento, como ha pugnado esa singular de némesis de los conquistadores, que ha conseguido que tantos de sus hijos -blancos, cristianos hispanoparlantes-se hayan sentido ellos alevosamente “conquistados” y, a todo lo largo de nuestra historia independiente hayan renegado de quienes le dieron el ser, con una acrimonia y violencia que nunca desplegaron los conquistadores auténticos.

Ahora bien, ciertamente mi intención primaria ha sido resaltar la tragedia que vivieron los indios: la absurda injusticia de parte de Dios que a todos ellos tenía que parecerles la conquista, para ayudar a que aprendamos mejor, quienes estamos tan lejos en tiempo y espacio, sublime e inesperada respuesta. No hay que olvidar tampoco que, además de la natural simpatía que despierta los vencidos, indudablemente los indios hicieron un mejor papel: de parte de ellos jamás hubo dobleces ni dolo mientras que fueron éstas las principales armas de Cortés; siendo ambos guerreros y homicidas, eso no implicaba la menor contradicción con el pensamiento indígena, en tanto que se requiere no poca tramoya mental para inspirarlo nada menos que en el evangelio. Y, en general, queda mejor parada la escueta y simple honestidad indígena, que no la tortuosa y ambigua corrupción castellana. Eso es muy cierto; pero sería un lastimoso horror cerrarse a la belleza del cuadro y fijarse sólo en sus sombras, y tanto más lamentable cuanto que éste resulta tan arrebatadamente bello en su conjunto.

Quien aprecia y acepta todo ese maravilloso juego de luces y sombras descubre que ambos protagonistas los hermanó e igualó una profunda vivencia religiosa; que, dentro de sus límites humanos, ambos vivieron por igual una entrega total a lo que veneraban como su Verdad y amaban como su Bien, y esa entrega, tan total y apasionada como la de los dos seres que por amor dan la vida a un tercero, es la historia del nacimiento de México.

 

 

 

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