Supóngase una superficie cuadrada cuyo centro se marca por medio del punto donde, necesariamente, se cruzarían las líneas diagonales que relacionan entre sí los ángulos opuestos de la mencionada superficie; así, el centro se pone a su vez en relación con los vértices de tales ángulos, puntos también. Si éstos se figuran marcándolos como el primero, entre los cinco así manifiestos compondrían la figura designada por la palabra latina quincunx, quincunce, si ese españolista: un punto central y cuatro angulares, equidistantes a él.
Ahora bien: la representación de esa figura, sin alterar su naturaleza esencial, puede adquirir múltiples variantes.
Es posible que el cuadro se alargue en sentido horizontal o vertical volviéndose en rectángulo, y que las diagonales que relacionan los ángulos opuestos se hagan visibles mediante líneas o bandas; el centro, entonces, es meramente el punto de intersección de aquellas.
En otras ocasiones, el centro ha de imaginarse sobre un puro plano, rodeado por el simple enlazamiento de dos bandas curvas o angulares, cuyos extremos se dirigen hacia los ángulos de un opuesto espacio cuadrangular; en otras más, sobre un cuadrado, el centro se presenta como un círculo, y un cuadrante de círculo se coloca cubriendo cada una de las superficies angulares; esto mismo puede ocurrir sobre un círculo, señalándose en el los cinco puntos fundamentales.
Hay otras varias maneras de plasmar esta misma presentación geométrica; por ejemplo, es dable que se ofrezca como una flor de cuatro pétalos los cuales, saliendo del cáliz, se orientan cada uno hacia el ángulo correspondiente de un cuadrado ideal, supliendo las secciones de lo que serían dos bandas cruzadas, o que éstas se presenten a modo de aspas naciendo de una forma central.
En las diferentes maneras dichas hasta aquí, y en otras más, este conjunto de cinco puntos, el quincunce, aparece sin cesar en imágenes creadas durante el tiempo en el espacio de la cultura mesoamericana. La insistencia de su representación hace conjeturable la magna significación y el valor simbólico que a ella se atribuía.
Símbolo permanente, pues, surge en Mesoamérica, es de suponerse que ya dueño de su pleno significado, con la cultura olmeca, madre o raíz del resto de las manifestaciones de esa índole que después de ella tuvieron en tal región su ámbito exclusivo, y en las cuales, como se advertirá por algunos casos que seguiremos señalando, cobra persistente objetivación.
Así, entre los olmecas, el quincunce, figurado allí por cinco depresiones del borde circular, se mira en el Monumento 43 de San Lorenzo, reunido en su sección vertical (fig. 1.1); como par de bandas cruzadas está, entre otros lugares, en el pectoral del Monumento 52 del mismo sitio, y en los del 30 y el 77 de La Venta y en el de la figura menor del 1 de las mismas (figs. 1.2, 1.3, 1.4, y 1.5).
También de La Venta, en el Altar 4 se ven las dos bandas cruzadas entre los colmillos de la doble cabeza ofidia relevada sobre su parte central superior (fig. 1.6).
El centro circular y los cuadrantes en los ángulos del cuadrado, se ofrecen a la vista en los pendientes articulares de la Cabeza Colosal 1 de esa misma localidad (fig. 1.7).
Con el aspecto de flor de cuatro pétalos, ilustra la pintura rupestre de Oxtotitlán, Guerrero (fig. 1.8).
Surgido, pues, con los olmecas, el símbolo se transmitió un como herencia cultural a los pueblos que, luego de ellos, habitaron el espacio y transcurrieron llevados por el tiempo de Mesoamérica.
Doy unos cuantos ejemplos.
Acaso olmecas tardíos, los sabios de Tres Zapotes lo fijaron, en la Estela C de ese lugar, con una particular apariencia: el centro plano queda en medio de un marco cuadrado de cuyos suavizados ángulos crecen, en diagonal, bandas a manera de aspas (fig. 1.9).
Tomando a Monte Albán como ámbito ejemplar de la cultura zapoteca, es posible encontrar en su recinto presencia ciertas del mismo símbolo. De esta suerte, el quincunce se ostenta en estelas de la Plataforma Norte (fig.1.10), y en los Danzantes, las líneas cruzadas se miran en uno de la Galería L y otro del Montículo 3; como flor de cuatro pétalos, compone el pectoral de dos de ellos, situados ahora en el lado sur de la Galería L (fig. 1.11).
En Teotihuacán aparece en formas diversas, algunas de las cuales se encuentran después en otras regiones; así, como bandas angulares enlazadas, aspecto que ofrece en algún sello de este sitio (fig. 1.12), se verá en la vestimenta de diferentes figuras sonrientes de Veracruz (fig. 1.13), y, manera característicamente teotihuacana; como círculo con uno menor en su centro y cuatro partes de círculo distribuidas en pares opuestos junto al interior de sus bordes (fig. 1.14) llegará al Códice Borbónico, donde ilustra el escudo de una figura de la Lámina XXVII (fig.1.15). Como curvas bandas enlazadas se multiplica pintado en el cuerpo del tigre de los murales de Atetelco (fig. 1.16); como cruzamiento de dos bandas rectas se halla en el tocado de ciertas imágenes del dios viejo (fig. 1.17); representación del lucero es una manera de rombo horizontal con los lados curvados hacia adentro y cuatro voluntades colocadas en los hundimientos que así se forman (fig. 1.18).
En las estelas de Xochicalco el símbolo cobra varios modos; en el número 3 puede hallárselo como un conjunto de tres círculos concéntricos puestos como si se cubrieran el vértice de dos triángulos isósceles opuestos, cuyos lados se digan por medio de líneas levemente curvas; como rectángulos con un punto central y rectángulos menores en cada una de sus esquinas; como el lanzamiento de bandas curvas (fig. 1.19).
Dos formas particularmente importantes adquiere en la escultura de Tula; en una se manifiesta, como más tarde lo hará reiteradamente en la plástica azteca, con la apariencia de los huesos cruzados (fig. 1.20); en la otra, que asimismo tendrá copiosa presencia entre los aztecas en la falda de la mal llamada Coatlicue (fig. 1.22), se muestra bajo el aspecto de dos serpientes enlazadas (fig. 1.21). La primera, en Tula, se advierte en la parte alta del Altar del edificio El Corral; la segunda, en un fragmento de lápida donde se revela indudable.
Entre los mayas se prodiga en múltiples maneras; como bandas cruzadas, distingue a diversas imágenes humanas; para comprobarlo, bastaría con atender a las que guarda la puerta en el Templo de las inscripciones (fig. 1.23); pero con otros aspectos se ostenta y varía primordialmente en sus signos de escritura. De esta suerte, por ejemplo, constituye la expresión del primer mes de su calendario, y la representación misma del sol (figs. 1.24 y 1.25).
En la plástica veracruzana, como ya dije, en particular en las figuras sonrientes, se revela en el mismo aspecto ya visto en un sello de Teotihuacán; allí, en la vestimenta de tales figuras, consiste en él el lanzamiento de dos bandas en ángulo agudo, cuyos extremos señalan las esquinas de un rectángulo imaginable (fig. 1.13).
En El Tajín el símbolo se reviste también de multiplicidad de apariencias, la más simple de las cuales viene a ser el entrecruzamiento de líneas diagonales, advertirle en el tocado de la figura humana plasmada en la Escultura 7 de la Pirámide de los Nichos (fig. 1.26), y la más compleja, la que se percibe en el relieve del friso de la misma pirámide; allí toma la forma de un enlazamiento de bandas angulares, cuyos achatados extremos se alternan por encima y por debajo de la superficie de un doble anillo (fig. 1.27). La más frecuente es el sencillo enlazamiento de bandas, ya sea presente dentro de un anillo, como la escultura 9 del Edificio de las Columnas (fig. 1.28), o limitado por líneas rectas, como en el Panel 5 de la Pirámide de los Nichos, donde se extiende en sentido vertical (fig. 1.29); en sentido horizontal se mira en un friso de la misma pirámide. Recientemente, en el Áureo Juego de Pelota de ese lugar, se descubrió un relieve donde se representan dos serpientes que, enfrentando sus hocicos, enlazan las lenguas, construyendo así las curvas bandas constitutivas del símbolo (fig. 1.30).
En la tercera franja de la Lámina IX DEL Códice Selden de los mixtecas, se halla una versión de especial interés: el símbolo, que Caso interpreta como ?Corazón-Encrucijada?, se plasma allí como un corazón del cual surgen, a modo de aspas, cuatro elementos análogos a los que se ven en la parte superior de la Estela C de Tres Zapotes (fig. 1.31).
La presentación del quincunce, toma entre los aztecas opulenta variedad de figuraciones. Con acudir a la mal llamada imagen de Coatlicue (fig. 1.22), sería inmediata la posibilidad de hallar lo en él enlazamiento de las serpientes que hacen su falda; como entrecruzamiento de líneas engendrado de cuadros concentro relevado, en la piel de las serpientes de la cima, de las manos, del ceñidor, de entre las piernas. En su pureza, se relega en la caja conservada en el claustro del convento de Yautepec, en Morelos (fig. 1.32); en forma de flor de cuatro pétalos, en losas del Recinto de las Águilas, el Templo Mayor de Tenochtitlán (fig. 1.33); como cuadrado con círculo central y cuadrantes angulares, en el Tláloc de la base de la mal llamada Coatlicue y de otras imágenes (fig. 1.34).
Su figuración como dos huesos cruzados, surgida posiblemente en Tula, llega a la plástica azteca, donde se advierte, combinada con calaveras, en la falda de imágenes como el Tláloc femenino del Templo Mayor (fig. 1.35), o el Tlaltecutli del Metro, exhibido en el Museo Nacional de Antropología (fig. 1.36).
Caso de especial importancia es el del recipiente, exhibido o asimismo en ese Museo, en torno a cuya forma cilíndrica dos serpientes informadas mueven sus cuerpos y enfrentan sus cabezas. Sus lenguas, saliendo de sus abiertos hocicos, integran, al tocarse, la esencialidad del quincunce (fig. 1.37).
De similar significación me son, variantes del cuadrado con circuló y cuadrantes interiores, la parte central de la Piedra del Sol (fig. 1.38), donde en torno del rostro de Tonátiuh Tlatecutli se ordenan los signos de los cuatro soles; la superficie superior de una pieza pétrea de la colección del Peabody Museun de la Universidad de Yale (fig. 1.39), en la cual el quincunce en forma de signo del movimiento se instala dentro de un quincunce mayor, al construir el punto central de un discurso solar inscrito en un cuadrado, en los ángulos del cual están también significados los precedentes cuatro soles: en la parte alta, de izquierda a derecha, los de 4. Tigre y 4. Agua; en el ingenió, 4. Viento y 4. Lluvia. De esta suerte, al ocupar el centro del signo del 4. Movimiento, el quincunce integra con los otros la representación de los cinco soles, la piedra de los cinco soles del Time Museum de Rockford, Illinois (fig. 1.40), que muestra en relieve igual representación; es decir, el signo 4. El movimiento en el centro, y, en los ángulos, los de los anteriores órdenes: arriba los de 4. Lluvia y 4. Viento, y abajo, los de 4. Agua y 4. Tigre.
Habría que hacer notar que el orden en que se sitúan tales signos varía en los dos últimos casos señalados, y es distinto del que tiene en el centro de la Piedra del Sol.
Existe, pues, un signo, el quincunce: un punto central, cuatro puntos a él equidistantes, marcando los ángulos de un cuadrado ideal. Este signo, con variantes copiosas, aparece de modo continuo en la plástica mesoamericana, en sus distintos lugares y épocas. Al estudiar estas variantes, quienes en ellos se han ocupado le han supuesto distintos significados. Lo han considerado, así, símbolo del jade, de lo precioso, del cielo, de la espacialidad del universo, del tiempo, del movimiento, de los sucesivos períodos cósmicos. Así ha sido interpretado, probablemente con verdad; empero, nunca se ha explicado con enteras razones el fundamento de interpretaciones tales.
Intentaré ahora, mediante una hipótesis basada en principios iconográficos y textuales, remediar esa falta de explicación.
Existe, pues, ese signo que en la cultura mesoamericana adquiere multiplicidad de manifestaciones; perfecta geometría cuya reiterar ínfima presencia hace conjeturable su esencial importancia.
Y existe, también de esencial significación, un texto por medio de cuya explicación interpretativa, es posible aclarar y establecer el significado del signo sobredicho.
En el texto contenido en la Histoyre du Mechique (1966:28), insustituible como clave para comprender los valores originales de nuestra antigua cultura. En mi intención de extender su conocimiento, insisto en reproducirlo:
?algunos otros dicen que la tierra fue creada de esta suerte: Dos dioses, Calcoatl y Tezcatlipuca, trajeron a la diosa de la tierra Atlalteutili de los cielos abajo, la cual estaba plena en todas las coyunturas de ojos y de bocas, con las cuales mordía como bestia salvaje; y antes de que la hubieran bajado, había ya agua, la cual no saben quién la creó, sobre la cual esta diosa caminaba. Viendo esto los dioses, dijeron: ´Hay necesidad de hacer la tierra´. Y en diciendo tal, se cambiaron los dos en dos grandes serpientes, de las cuales una ha asió a la diosa desde la mano derecha hasta el pie izquierdo, otra de la mano izquierda al pie derecho, y la oprimieron tanto que la hicieron romperse por la mitad, de la mitad hacia los hombros hicieron la tierra, y la otra mitad lo llevaron a los fieles.?
En relación con la mencionada diosa de la tierra, la misma Histoyre du Mechique afirma: ?había una diosa nombrada Tantentl, que es la misma tierra, la cual según ellos, tenía figura de hombre, otros dicen que de mujer? (ib.:25).
El texto expone, así, el desarrollo de la creación universal. Sus elementos son cuatro: una previa junta de aguas sin criador conocido, dos dioses que se combinan en serpientes, y una forma humana, sea de hombre o de mujer. Cambiados ya en serpientes, los dioses ?opuestos principios divinos de la creación- se llegan a esta forma, cuya vista los hizo sentir la necesidad de crear, y de su forma humana, de su mismo cuerpo, hacen la tierra y el cielo.
En el instante de la unión de las serpientes divinas con la forma humana, se integra el poder creador de la suma universal. Esa instante se haya representado en la cultura mesoamericana por la imagen de la entidad llamaba Tláloc por los nahuas, y cuya representación tiene origen en los olmecas.
Pero, a continuación de ese instante, la creación se efectuó.
Imagínese ahora el momento donde ambos dioses, cambiados en grandes serpientes, se ponen a la tarea creadora: uno de ellos ase la forma humana de la mano derecha al pie izquierdo; el otro, a la inversa, de la mano izquierda al pie derecho. Al hacerlo, señalan necesariamente cinco puntos: los correspondientes a las extremidades, manos y pies de la forma humana, y el central, aquél que sus cuerpos o si Dios engendran al cruzarse el humo sobre el otro.
Un punto en el centro; otros cuatro señalando los ángulos de una superficie ideal: allí está, claro y evidente, el quincunce.
Es indudable que en todas las representaciones mesoamericanas de ese signo, lo que de él se mantiene de manera invariable es la presencia de tales cinco puntos esenciales. Y su significado, al relacionarlo con el texto antes reproducido, parece empezar a desnudarse.
Esos cinco puntos, es la hipótesis que ahora planteo, representan el poder de los dioses que, aplicando a la forma humana, creará el universo. Son, de tal suerte, signo de la acción cosmopolita.
Multitud de imágenes, engendrar la Sarh largo de los siglos de Mesoamérica y en las múltiples regiones culturales de ésta, las cuales revelan esa acción, pueden fundamentar mi hipótesis. Como ejemplo, intentaré a continuación evocar algunas de ellas originadas en los olmecas, fuente de nuestra antigua cultura, y sus correspondencias con otras de los dos aztecas, quienes le dieron culminación. En especiales casos me referiré también a representaciones nacidas de manifestaciones culturales intermedias en el tiempo.
Las dos serpientes
Me parece oportuno recordar aquí la manera como, en la plástica de Mesoamérica, abunda la figuración de dos cabezas de serpiente que se enfrentan, a menudo en relación con una forma humana. Por dar sólo tres ejemplos, citaré una imagen zapoteca de Cocijo (fig. 1.41), el Tláloc de la colección Uhde del Museo Etnográfico de Berlín (fig. 1.42) y la sigla de la mal llamada Coatlicue (fig. 1.43).
Esas cabezas ofidias, de acuerdo con lo que ahora pretendo mostrar, representan las de los dioses que, según el texto a que me acojo, se cambiaron en serpientes a fin de, valiéndose del impulso y la materia donadas por la forma humana, crear el universo.
Ahora bien: concernientes a su relación con el quincunce como símbolo conectado con dicha creación, existen diversas imágenes
en las cuales es el signo se combina con la figuración de las dos cabezas ofidias enfrentadas.
Aduciré ahora, para probar la verdad de mi conjetura la presencia de tres de ellas que he mencionado ya, y que fueron creadas en lugares y períodos distintos de esa cultura nuestra: una olmeca, una veracruzana y una azteca.
Es la primera la parte central y superior del Altar 4 de La Venta, donde las dos cabezas de serpiente una en el extremo de sus hocicos; entre los colmillos que de ambas se percibe, hayan lugar los cinco puntos definidores, marcados allí por los extremos y el sitio del cruzamiento de dos bandas rectas (fig. 1.6ª).
La segunda es el relieve descubierto hace poco en el Juego de Pelota Áureo del Tajín. En él se miran las dos cabezas serpentinas, que en este caso construye el quincunce enlazando sus lenguas. Situado en un plano vacío el punto central, los extremos de las curvas linguales se orientan señalando los cuatro puntos de los ángulos (fig. 1.30).
La última aparece en el bajo recipiente cilíndrico Azteca en torno al cual dos serpientes emplumadas, enfrentadas sus cabezas, se buscan con las bífidas lenguas. Estas, al hacer contacto una con la otra, generan la esencialidad del quincunce: el punto central, en medio de un rombo plano; los cuatro restantes, en sus propias puntas. De nuevo se evidencia la clara presencia de símbolo (fig. 1.37).
Sin mayor esfuerzo es de advertirse en las tres un modo de ilustración plástica del texto de la Histoyre du Mechique: los dioses cambiados en serpiente durante el trance de la creación, enfrentan sus cabezas y cruzan sus cuerpos al asir cada uno las extremidades opuestas de la forma humana; al hacer esto último, provocan el surgimiento de los cinco puntos del quincunce. Dos cabezas ofidias opuestas, pues, y cinco puntos en los cuales se sintetiza la acción de sus dos ofidios cuerpos. Tales elementos son perceptibles en los tres ejemplos considerados.
El quincunce, el sol y los soles
El significado cosmogónico del signo se descubre también, entre otras, entre las esculturas aztecas antes mencionadas: en el centro de la Piedra del Sol (fig. 1.38) y la piedra de los Cinco Soles del acervo del Time Museum (fig. 1.40). En ellas, al relacionarse con el sol y con el transcurso temporal del universo, el símbolo explica, en alguna manera, la conexión entre el texto de la Histoyre du Mechique y el de la Leyenda de los Soles. Los puntos angulares del quincunce, definidos en el primero en el instante de su formación, señalan en el segundo el desarrollo de un proceso evolutivo.
A propósito de la relación de símbolo con representaciones solares, no parece ocioso tomar en cuenta que entre los mayas, como ya se dijo, es un quincunce de la expresión plástica del sol.
Yendo adelante: ocurre a menudo, y su factibilidad se ostenta como natural, que imágenes originadas en épocas posteriores sean poderosas a esclarecer el significado de otras en mucho más antiguas. Así, en lo relativo al quincunce y el sol y los soles, imponiendo otra vez de manifiesto la unidad de la cultura mesoamericana, y imágenes aztecas, a pesar de los signos que separan a unas de otras, pueden explicar lo expresado por imágenes olmecas.
El Monumento 43 de San Lorenzo representa a una tarántula sobre cuyo cefalotórax se levanta con firme impulso un modo de torre vertical; en esta torre, marcado por oquedades como las que dejaría un hemisferio sólido al hundirse en una superficie blanda, se muestra el quincunce (fig. 1.1). Supuesto que la tarántula es criatura terrestre, podría concluirse, tomando en cuenta el significado solar del símbolo en maneras culturales mesoamericanas que siguieron a la olmeca, que el monumento representa a la tierra ?la tarántula- sobre la cual se funda el edificio celeste, distinguido por el signo de creación significada allí por el sol.
Olmeca también, en las pinturas de Oxtotiltán se advierte el quincunce figurado como flor de cuatro pétalos (fig. 1.8). Sobre su obscuro centro circular, destaca la presencia de un rostro humano. Imposible sería dejar de percibir la semejanza de sus elementos con los que forman el centro de la Piedra del Sol de los aztecas (fig. 1.38): el rostro humano en el centro; emergiendo de él, en análogas direcciones, cuatro formas que apuntan a los ángulos de un cuadrado ideal. Agudos sus extremos, en un caso; planos en el otro. El significado, si las dos imágenes son análogas, sería análogo en ambas: la creación iniciada, y su posterior desenvolvimiento.
Las dos serpientes, el quincunce y la figura humana
Acudir nuevamente al texto de Historye du Mechique, se echará de ver que en él se describen las fases sucesivas de la creación del mundo. La primera ocurre cuando los dioses, ya cambiados en serpientes, se juntan con la forma humana. Ese es el momento donde queda íntegramente constituido el poder creador. La imagen que en Mesoamérica ilustra tan momento, es, repito, la de la entidad cuyo nombre es Tláloc entre los nahuas, presente, en otras denominaciones, en el desenvolvimiento de las culturas de la región; dicha entidad, si se toma en cuenta el texto multicitado, halla su más acabada representación en la mal llamada Coatlicue de los aztecas (fig. 1.22), y su clave iconográfica en el Tláloc de la colección Uhde de Berlín (fig. 1.42), en cuya boca ocurre en tantas veces mencionado encuentro de dos cabezas serpentinas.
Para simbolizar tal encuentro, los olmecas, entre quienes tuvo origen esa representación, al figurar su humano rostro, le ampliaron el labio superior, a fin de que con él cupieran las cabezas ofidias. Como gráficamente, esta afirmación tiene prueba en piezas significantes como las Cabezas Colosales 5 de San Lorenzo y 3 de La Venta (figs. 1.44 y 1.45) y en el pétreo rostro existente en el Museo de Antropología de la Universidad Veracruzana (fig. 1.46), en las cuales se ostenta la finalidad de tal ampliación. En sus bocas está simbolizada, unida a la forma humana, la presencia de las dos serpientes divinas.
Vuelvo ahora a la imagen revelada en el centro de la parte superior del altar 4 de La Venta,donde bajo las fauces de las cabezas enfrentadas, el quincunce aparece con el aspecto del cruzamiento de dos bandas rectas a manera de alargar la cruz de San Andrés.
Ese conjunto, las serpientes el quincunce, cobra su entero significado al relacionarse con la figura humana; con esto, de acuerdo con el texto, integran la representación cabal del poder creado.
Véase, así, el Monumento 52 de San Lorenzo; una figura humana asentada con las pantorrillas juntas a los muslos. Y, doblar los brazos y se cubren las rodillas con las manos. En su estilizado rostro se advierte, por la ampliación del labio superior, la simbolización del enfrentamiento de las dos cabezas de los dioses cambiados ya en serpientes; en su pecho, dentro de un rectángulo de bordes realzados, se establece, realzado también, el quincunce como cruz de San Andrés alargada (fig. 1.2).
Comparece ahora esta imagen con la señalada en el Altar 4 de La Venta; no podrá dejar de notarse su analogía: en ambas se plasman dos bandas cruzadas debajo del enfrentamiento de dos cabezas ofidias. Juntas en el Altar de la Venta, separadas por un espacio y sobre una manifiesta forma humana, en el Monumento de San Lorenzo. Ambas imágenes, así, plasman el instante inicial de la universal creación como se expresa en el texto aducido: transformados en sierpes, los dioses junto a sus cabezas, y al cruzar sus cuerpos engendran los cinco puntos del quincunce.
No parece ilegítimo conjeturar que lo dicho acerca del Momento 52 de San Lorenzo es aplicable al 30 de La Venta: una figura humana, actualmente decapitada, sedente, en cuyo pecho se realzan las dos características bandas rectas cruzadas (fig. 1.3). Curso natural suponer que en su oye perdido rostro se hallaban figurado simbólicamente el encuentro de las cabezas serpentinas.
De este modo, insisto, en esos momentos se representa el momento inicial de la creación. Pero ésta fue representada plásticamente Mesoamérica no sólo en el momento donde comenzó, sino también en su proceso evolutivo. Así se muestra en imágenes como la flor de cuatro pétalos de las pinturas de Oxtotitlán, los olmecas parecen haber figurado dicho proceso en varios de sus monumentos, en los cuales, sobre cuerpos humanos, el quincunce se mira duplicado; simples bandas cruzadas dentro de un cuadrado, por la otra, dentro de un cuadrado también; pero de los lados superior e inferior de éste, surgen series de elementos ovales y apuntados que vienen a darle complexión.
Me referiré ahora ha cuarto de tales monumentos: el 1 de Las Limas en su figura menor (fig. 1.5), el 77 de La Venta (fig. 1.4) y dos más que al presente se exhiben en el Museo de Antropología de la Universidad Veracruzana (figs. 1.47 y 1.48); en la Guía Oficial del Museo, se dice que uno de ellos es el Monumento 2 de Los Soldados; del otro se afirma simplemente que procede del sur de Veracruz.
Todos ellos son imágenes humanas; en todos ellos aparecen sobre el pecho el quincunce bajo la forma de bandas rectas cruzadas, y más abajo, sobre el centro mismo del cuerpo, el mismo símbolo, aquí dentro de un plano cuadrado al cual limita bordes en relieve. Arriba y abajo, surgen de tales bordes los elementos ovales a que antes hice mención.
En el Monumento 1 de Las Limas, un hombre sentado sostienen sus brazos a otro de tamaño mucho menor y en relajada actitud; lo lleva como si quisiera presentar su propia esencia; esto es, lo que en sí mismo tiene, en tanto que hombre, de participación con lo divino en la acción de engendrar el universo. La figura menor, en efecto, ostenta el triste símbolo: su amplio labio superior ofrece el sitio sugerido de las dos cabezas serpentinas frente a frente, incisas sobre su pecho, las rectas bandas cruzadas dentro de un rectángulo, semejantes a las que, en relieve, se advierten en los sobredichos Monumentos 52 de San Lorenzo y 30 de La Venta (figs. 1.2 y 1.3); más abajo, al altura del vientre, en un rectángulo más corto, el mismo elemento crucial. Ahora, de los bordes superior del inferior del rectángulo, crecen las apuntadas formas ovales.
Los mismos tres símbolos, como señales de un alfabeto superior, se repiten en la gran figura humana sedente que es el Monumento 77 de La Venta (fig. 1.4); una imagen del hombre esencial, manifiesta su índole en el ampliado labio superior, en el largo rectángulo pectoral que contiene el cruzamiento de dos bandas rectas, en el corto rectángulo, muy próximo al cuadrado, con su interna cruz de San Andrés, contiguos al cual, arriba y abajo, se miran las mismas formas ovales.
Figura sedente de la misma humanidad esencial, es también el Monumento dos de Los Soldados (fig. 1.47). Su rostro muestra el simbólico ancho labio superior, descendente hacia las comisuras; su pecho, el largo rectángulo con las interiores dos bandas en cruz, su vientre, los revelados bordes de un cuadrado, sustentadores de las ovales formas el inferior y el superior, y que hacen con torno a una superficie en donde se realzan, cruzándose, las bandas generadores del quincunce.
El Monumento que he señalado, sedente figura, así mismo, del hombre esencial, carece actualmente de cabeza. Dado que su pecho y su vientre enseñan los mismos símbolos que los de los tres anteriores, se me vuelve lógico pensar que en su rostro estaba la misma representación que en los de aquellos.
Porque la ordenación de tales símbolos, su persistencia, indican, con mínimo lugar de dudas, que obedece a una definida voluntad de expresar nociones o valores significativos, a fin de hacerlos comunicarles. Nada permite suponer que algo se deje aquí al azar. Se trata con evidencia de un coherente sistema de pensamiento, sólido y preciso, que usa, para manifestarse, de elementos plásticos cargados de significado; tales elementos, pues, componen una suerte de escritura cabalmente comprensible a quienes en su tiempo la veían, y algunos de cuyos signos pretendo ahora descifrar.
El dicho, con base en relaciones iconográficas y textuales, que con variaciones del lenguaje plástico, los símbolos inventados por los olmecas a fin de expresar sus concepciones fundamentales del hombre y del mundo, se transmitieron, guardando sus originales significados, a los ámbitos y los siglos de múltiples manifestaciones de la cultura mesoamericana.
De tal modo, estos a que vengo refiriéndome, las serpientes y el quincunce en la figura humana, pueden encontrarse por ejemplo, en Monte Albán, en aquellos ya mencionados Danzantes de ancha boca que usan, como pectoral, una flor de cuatro pétalos, y entre los mayas, en la Estela 1 de Aguateca, en donde una figura humana con tocado serpentino, presenta cruzamientos de bandas sucesivos sobre el cuerpo (fig. 1.49).
Ahora, pese a que se hallan apartados entre sí por un espacio de milenios, intentaré evidenciar la identidad de significados de las imágenes de los monumentos olmecas antes descritos, con los de imágenes aztecas del principal valor conceptual.
Éstas son las que, además de en otros lugares, se revelan en la superficie básica de la mal llamada Coatlicue (fig. 1.34), y en el femenino Tláloc bicípite descubierto al explorar los restos del Templo Mayor de México Tenochtitlán (fig. 1.35).
La primera, que en otra parte el escrito pormenorizadamente ( Bonifaz Nuño, 1985: 3ss), es un claro cuyo cuerpo se oculta tras un gran círculo bordeado de una franja de arcos paralelos y en la cual se inscribe un cuadrado que encierra la misma forma del quincunce puesta por los olmecas en los pendientes auriculares de la Cabeza Colosal 1 de La Venta; esto es, un círculo central y un cuadrante de círculo en cada uno de los ángulos.
Rasgo característico, en la boca de este Tláloc los extremos del labio superior bajan hacia los lados; suben después formando un modo de voluta. Ese labio simboliza la unión de dos cejas de serpientes figuradas a la manera teotihuacana y que, como Teotihuacán, representan las cabezas de las serpientes a las cuales pertenecen (fig. 1.50). Situadas en el rostro humano, son, insisto, exige de los dioses creadores en el momento donde su poder, mediante el impulso y la materia encontrados en la humana forma, hará surgir el mundo.
En la segunda imagen una figura femenina ?se advierten claramente sus pechos- en la misma posición que la anterior y que, usualmente, se denomina posición del parto (fig. 1.35); sus piernas se doblan pronunciadamente, y se abren; así lo hacen también sus brazos. Su rostro, con el mentón hacia arriba, es el de Tláloc y el doble. El más cercano al cuerpo lleva encima de la frente el mismo triple círculo que distingue el tocado de la primeramente descrita; el otro deja ver, entre cuatro colmillos, las partes enfrentadas de dos lenguas bífidas vistas de perfil. Ambos tienen, necesariamente, el característico labio superior que el Tláloc de la Colección Uhde explica que se forma por el enfrentamiento de dos cabezas ofidias (fig. 1.42). Allí están éstas, pues, unidas, constituyendo simbólicamente, al juntarse a la forma humana, la existencia del universal poder creador. Aquí el doble rostro, como la doble cruz en las imágenes olmecas, sugieren los impulsos sucesivos del acto creador. En relación conceptual con las cabezas de sirpe simbolizadas en las bocas de ese rostros doble, y expresando el principio de acto tal, sobre el cuerpo de la imagen aparece el quincunce, ahora plasmado en su modalidad de signo del movimiento. Se perciben sus cuatro aspas y su centro, figurado en este caso a modo de ojo estelar. Una luz vivamente.
Habla el texto de la Histoyre du Mechique de que, bajaba a ellas por los dioses, la forma humana caminaba sobre aguas cuyo creador se desconoce. De acuerdo con esto, y recordando imágenes olmecas como el Altar 4 de La Venta y el Monumento 1 de Los Soldados (figs. 1.6 y 1.51), donde hay parecidas representaciones de la materia líquida, podría conjeturarse que los arcos paralelos puestos en torno al gran círculo que cubre el cuerpo de la primera imagen, son representación de tales aguas del creador desconocido. Esta conjetura sería apoyada por un elemento patente en la imagen ahora en cuestión: toda ella tiene como fondo el agua, ese elemento preexistente sobre el cual la universal creación había de consumarse.
No queda aquí todo; esta segunda imagen (fig. 1.35) lleva una suerte de falda en cuya superficie alterna, en relieve, calaveras y conjuntos de dos huesos cruzados, esa otra manera de plasmar el quincunce. Tal combinación de formas, que generalmente se han tenido por representación del inframundo, vendría a significar algo por completo distinto: si las calaveras, por ser cifra de lo que del cuerpo humano resiste a la destrucción causada por la muerte representan la perpetuación de la vida su permanencia si el quincunce, aquí el cruzamiento de los huesos, denota acción cosmopolita, la combinación de huesos y calaveras alternándose en cuadros contiguos, tendría el significado de la permanencia, la constante y perpetua vida del acto de creación.
De esta manera, si se equipara las imágenes olmecas y aztecas a que vengo refiriéndome, la de la base de la mal llamada Coatlicue equivaldría, en forma y significado, a las de los Monumentos 52 de San Lorenzo y 30 de La Venta, en las cuales se advierte, en la boca, la unión de dos cabezas de los dioses ya serpientes, y en el pecho, sino de los puntos engendrados al cruzar sus cuerpos sobre la forma humana, el quincunce como cruzamiento de rectas bandas. Tales tres imágenes, pues, representarían el momento de integración del poder creador.
A su vez, la imagen de Tláloc femenino del Templo Mayor se correspondería con las cuatro olmecas últimamente estudiadas, cuya boca muestra la misma representación y dicha, y sobre cuyo cuerpo, por medio del dos quincunce es, se inicia, el primero, el momento donde se integra el poder de la creación, y con el segundo, el proceso evolutivo de ésta.
Tales dos quincunces, con su significado, se igualarían sucesivamente a los del signo del movimiento en el vientre de Tláloc femenino, y a esos, multicitados y combinados con calaveras, que se forman con los brazos cruzados en su falta.
Las imágenes que pudieran decirse iniciales y terminales de la cultura mesoamericana estudiadas aquí, revelarían, parte de la unidad de esa cultura, la persistencia de los símbolos y del valor y el significado que se les atribuía.
Conclusión
Abunda, en la plástica Mesoamericana, un símbolo, el quincunce, el cual, en las diferentes formas de su representación, puntos, bandas cruzadas o enlazadas, cuadrado con círculo y cuadrantes interiores, aspas, variados centros, y otros más que antes he indicado, han recibido de los estudiosos diferentes interpretaciones. Se ha considerado, repito, que es símbolo de lo precioso, del cielo, de la disposición espacial del universo, ya que señala sus cuatro rumbos horizontales y su eje vertical; del movimiento, que es transcurso temporal; de la sucesión en el tiempo de las edades cosmopolitas. Y he dicho que quizás haya verdad en todas esas interpretaciones, pero que hasta ahora no se ha propuesto para ellas ninguna cabal explicación teórica.
En busca de tal explicación, y con fundamento en un texto antiguo cuya verdad se comprueba con infinidad de imágenes creadas en diferentes épocas y lugares de nuestra cultura prehispánica, he presentado una hipótesis capaz de ofrecerla.
De acuerdo con hipótesis tal, los cinco puntos del quincunce simbolizan el poder creador aplicado a la materia de la creación, así como el desarrollo evolutivo de ésta.
Así, esta hipótesis da cimientos de verdad a todos las previas interpretaciones. El quincunce es símbolo de lo precioso, porque nada hay más precioso que el universo creado, continente de la totalidad de la vida; es símbolo del cielo y de la tierra, porque tiene cielo son el fruto inmediato del acto supremo del poder; es símbolo del espacio del mundo, porque el espacio es el ámbito que cobrará su pleno sentido al poblarse con lo creado, y es su movimiento, su transcurso, porque la creación no es un hecho estático, sino un permanente proceso; es símbolo de este mismo proceso, porque representa, en su punto central, la época presente, y en los restantes, la existencia de las épocas que le precedieron.
El quincunce así entendido, adquiere la plenitud de su significado en las imágenes donde se relaciona con las serpientes y el ser humano; aquéllas representan a los dioses capacitados para la creación; éste, la entidad que les dio el impulso y les proporcionó la materia necesaria para efectuarla.
Insuperable concepción de la importancia del ser humano en el universo. Él es condición sin la cual el universo no existiría; él es medio insustituible de su preservación y de su desenvolvimiento.
Esa importancia central del hombre, sino particular del humanismo mesoamericana, se ostenta con encandilante evidencia en la representación del quincunce visible en la parte ya señalada del Códice Selden (fig. 1.31).
Allí el corazón humano, arruinado por el líquido precioso para su constante movimiento, expresión de la vida, constituye el punto central; partiendo de él, se establecen los rumbos espaciales de la tierra y el cielo; animados por su núcleo de incesantes palpitaciones que miden construyen, al medirlo, el transcurso del tiempo, esos rumbos ya no son solo espacio; se han vuelto, además, en ámbito de la historia.
Tomado de:
?COSMOGONIA ANTIGUA MEXICANA Hipótesis iconográfica y textutal? de Rubén Bonifaz Nuño.
Coordinación de Humanidades.
Seminario de estudios para la descolonización de México.
Editado por la Universidad Nacional Autónoma de México.
1995 México.