Oaxaca es luz. En medio de un mar de montañas, el valle es una isla telúrica en la que la luz cobra vida propia, energizando la materia y conmoviendo al espíritu. Por ello los colores tienen luz propia y en los bordados se salpica la armonía de vivir con antiquísimos símbolos geométricos que se anclan en el subconsciente, reliquias de un conocimiento silencioso que habita agazapado esperando el momento revelador para saltar, como el jaguar, e iluminar nuestra conciencia adormecida.
En Oaxaca la materia recibe el soplo divino de la conciencia espiritual por la mano diestra del “artífice interior”, que hace mentir al barro, la madera, el algodón o la lana. Manos de Luz, que bordan una antigua trama entre el ser humano, el mundo y la inconmensurable fuerza interior del espíritu sereno.
La cantera verde miente en los maravillosos edificios de nuestros Viejos Abuelos allá en La Montaña del Tigre o en los monumentales edificios coloniales de la Verde Antequera.
La madera de copal y los colores mienten, en un mudo fascinante de formas y colores producto del ensueño visionario de los artistas de Arrazola o San Martín Tilcajete, que nos deja extasiados y comprometidos con nuestros propios sueños no soñados, pero que alertan al subconsciente de la existencia de la otra realidad.
También miente la hoja de lámina con sus vivos colores, y miente la lana transformada por manos amorosas de La Tierra de los Dioses. Miente hasta el frío e insensible acero en la fragua de los corazones encendidos de los cuchilleros de Ocotlán.
En Oaxaca los hombres y las mujeres hacen mentir milenariamente a la materia transformando el mundo opaco con su luz interior y por ello, todo puede existir en los valles de Oaxaca. Rodeado de sus montañas, en medio de sus ancestrales nogales y sus milenarios ahuehuetes, acariciando sus milpas y alfalfales; porque en sus pueblos y mogotes se encuentran llenos de signos, símbolos y lugares sagrados. Testimonio inmaculado del prodigio humano de una conciencia despertada y de un pueblo florecido.
En el valle la presencia de lo divino es intrínseco a su propia existencia, el tiempo se convierte en luz y los colores sostienen un dialogo interno con las conciencias despertadas. La luz refracta al alma y en todas las cosas que vemos presentimos lo divino de la existencia humana y un leve reflejo de lo más profundo de nuestra conciencia interior.
Las piedras en Oaxaca son flores pétreas que hablan un lenguaje primigenio, bañadas por esa luz viva y vibrante, entablan diálogos ocultos con los sencillos pobladores, lo mismo en el santuario del Señor de las Peñitas, donde Dios dejó su huella cuando descansó después de haber creado el mundo, que en los tableros abigarrados del Señor de la Muerte en Mitla o las monumentales pirámides de Monte Alban. Las mismas calles de la ciudad están trazadas con la fuerza creadora de los lapidarios que en cada fachada, en cada templo o en cada plaza, nos dejaron testimonio de su infatigable espíritu constructor. Artífices que sus legendarios Maestros les enseñaron, que para alcanzar el grado, primero pulieron la piedra preciosa interior.
Oaxaca es un inmenso calidoscopio multiforme, salpicado de mágicos colores que despiertan fugaces visiones de nuestro dormido ser interior. Imágenes que se detienen en lo profundo de nuestro ser y que estallan como fuegos de artificio en la obscura oquedad de nuestra conciencia aletargada por una vertiginosa vida empantanada en la vanidad de la materia y en la vorágine de la superficialidad. Oaxaca representa la reserva espiritual de nuestro adormecido Ser interior.