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LA PSICOLOGÍA DEL ANAHUAC...Manuel Diaz. (ideas psicológicas, psicopatológicas en las Culturas Maya, Purépecha y Mexica).

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La psicología entendida en sentido amplio, como saber discursivo (logos) acerca del objeto psíquico o anímico (psique), existe en el Anahuac desde la época del México Antiguo. Desde antes de que llegaran los españoles, en efecto, vemos desarrollarse complejos discursos acerca del psiquismo humano en el espacio cultural correspondiente actualmente a México y al norte de Centroamérica. Estos discursos, que subsisten de manera fragmentaria entre los grupos indígenas aún existentes en la región, han sido particularmente valorizados y estudiados en el último siglo. (Gustav, 1926; León-Portilla, 1956; De la Garza, 1978; López Austin, 1980; Salgado de Snyder & Padilla, 1987; Padilla & Salgado de Snyder, 1988; Martínez González, 2007a; Morales Damián, 2007).

La psicología nahua puede llegar a tener una significación trascendental para los actuales psicólogos de América Latina. En el fondo remoto del que provenimos, descubrimos algo que promete ser “la ‘primera’ psicología, tan perenne como las tradiciones en el mundo, sólo que urgentemente más nuestra, más de la entraña, del origen, una real psicología latinoamericana” (León Romero, 2005, p. 52). Lo que aquí se nos ofrece, más allá y más acá de las teorías psicológicas importadas o inspiradas por modelos europeos o estadounidenses, es nuestra propia versión de un psiquismo que sería nuestro y esencialmente diferente de cualquier otro. Nuestro interés por esta versión y nuestra consideración de su particularidad cultural forman parte de una perspectiva indígena que se vuelve cada vez más influyente en la psicología (desde Kim & Berry, 1993, hasta Kim, Yang & Hwang, 2006) y en el estudio de la historia de la psicología (por ejemplo, Pickren, 2009).

En el caso particular de la psicología del Anahuac, hoy conocemos variadísimas representaciones del alma que Martínez González (2007) agrupó en cuatro clases principales:

las asimiladas al corazón o al estómago;

las que se piensan como soplo, aire o aliento;

las descritas en términos de calor, energía o irradiación;

y las que aparecen como sombra sobre la tierra.

Junto con estas clases generales de psiquismo, también encontramos diversas figuras nahuas que pueden parecernos próximas a las profesiones occidentales del psiquiatra, psicoterapeuta o psicólogo, aunque sean en realidad incomparables y sustancialmente diferentes. Los pueblos del México Antiguo disponían asimismo de identificaciones de trastornos psíquicos precisos, algunos de los cuales, al menos desde nuestro punto de vista, parecen corresponder aproximadamente a categorías nosológicas occidentales.

LA PSICOLOGÍA MAYA.

Los mayas disponían de complejas representaciones y clasificaciones de la enfermedad mental en las que había designaciones distintivas para la demencia o locura (cooil), la melancolía (tzeniolal), el frenesí o desvarío (okomolal), el delirio (coothan) y las alucinaciones (
oxkokoltzeck), así como una clara diferenciación entre la epilepsia (
citam tamcaz canchapahal) y otras clases de lipotimias, síncopes y desmayos (zaccimil zatalol) (Guerra, 1964). Estas enfermedades eran interpretadas y tratadas por brujos-hechiceros (
pul-yah) y por sabios-adivinos (ah-men), pero también por unos curanderos (dzac yah) que hacían oficio de médicos y de psicólogos, y que privilegiaban un acercamiento más acorde con la moderna racionalidad terapéutica occidental. Los curanderos interrogaban a los enfermos, analizaban la sintomatología, empleaban ocasionalmente la auscultación, diagnosticaban los trastornos y echaban mano de los más diversos tratamientos, entre ellos la cirugía, una elaborada herbolaria y refinadas técnicas psicoterapéuticas (Souza-Novelo, 1940; Urzaiz-Jiménez, 2002). La cultura maya parece haber puesto la palabra, la narración y específicamente la confesión en un lugar central del tratamiento de la enfermedad. Según Diego de Landa (1566/1978), los mayas “naturalmente conocían que hacían mal, y porque creían que por el mal y "pecado" para el occidentalismo les venían muertes, enfermedades y tormentos, tenían por costumbre confesarse cuando ya estaban en ellos” (p. 47). Esta práctica es reveladora, no tanto por situar la causa de las enfermedades y los tormentos en la pasada conducta del sujeto, sino sobre todo porque la consideración de esta causalidad es lo que hace recurrir a la confesión por la palabra. Tenemos aquí una suerte de terapia confesional cuyo poder es eminentemente curativo en una lógica expiatoria de “ciencias”, de “necesidades y remedios”, como aquella por la que se rige el “oficio de los sacerdotes” ante los que se confiesa el enfermo o atormentado (p. 49). Aunque podamos conceder que dicha lógica se inserta en un sistema causal aparentemente más ritual-religioso que científico terapéutico, debemos insistir aquí en la indistinción entre lo uno y lo otro en la perspectiva prehispánica. También hay que poner de relieve que Diego de Landa, en el mismo capítulo en el que nos describe la terapia confesional de los mayas, observa, en una frase misteriosa y desconcertante, que “bien sabían ellos que tenian sus dioses eran obras suyas y sin deidad, pero los tenían en reverencia por lo que representaban y porque los habían hecho con muchas ceremonias” (p. 48). Aunque seguramente alterada y contaminada por elementos europeos y cristianos, la psicoterapia de los antiguos mayas parece preservarse, al menos de manera parcial, entre sus descendientes indígenas en Guatemala, Chiapas y la península de Yucatán. Los tzotziles chiapanecos, por mencionar un caso bien estudiado, siguen utilizando técnicas psicoterapéuticas tradicionales enmarcadas y fundadas en una “religión y visión del mundo” que “tienen sorprendentes similitudes con las de sus antepasados mayas” (Holland, 1963, p. 263). En un clásico ejemplo tzotzil de “psicoterapia maya”, el curandero propone su diagnóstico y su tratamiento de una “enfermedad del espíritu” después de conocer la confesión del enfermo y diversos detalles relativos a su vida personal, sus vínculos con otras personas, su inserción en la comunidad y el contenido reciente de sus sueños (p. 269). El ulterior tratamiento psicoterapéutico “trata de producir cambios en el estado emocional, actitudes y conducta social del enfermo”, y no sólo presenta rasgos análogos a las terapias occidentales, como es el hecho de “ofrecer un patrón para el restablecimiento de los contactos sociales”, sino que también se distingue por elementos característicos, entre ellos el ritual con el que se “reconstruyen las relaciones del paciente con el universo social y sobrenatural”, el “fatalismo” del enfermo y el “papel activo y autoritario” del curandero, la “conducción de la fuerza emotiva del grupo hacia el doliente”, la importancia del parentesco y la representación de la curación como “un asunto familiar” (pp. 274-276). En la perspectiva maya tzotzil, el concepto mismo de “buena salud” comporta “la armonía de las relaciones familiares” (p. 276), mientras que la enfermedad indica “la falta de armonía en la relación del hombre con su universo”, y se pone de manifiesto cuando el individuo “ya no participa en las actividades del grupo, no cumple su cometido, viola las tradiciones sagradas o se comporta antisocialmente” (p. 267). Entre las ideas tzotziles sobre la enfermedad mental, hay una particularmente interesante que nos permite remontar nuevamente a la antigua psicología maya y tomar conciencia de su profundidad y originalidad, a saber, la explicación de la enfermedad por “la separación del espíritu del cuerpo” (Holland, 1963, p. 266). Es muy significativo que esta separación, que ha sido vista como ideal moral, destino final o naturaleza misma del ser humano en las concepciones dualistas occidentales, pueda constituir una deplorable perturbación patológica en una perspectiva maya en la que el alma debe permanecer íntimamente ligada con el cuerpo. La unión o ligazón corporal-espiritual es tan íntima para los tzotziles, que todas las enfermedades “tienen que interpretarse inevitablemente como psicosomáticas” (p. 267), ya que “todo lo que afecta al espíritu también influye en el cuerpo, y viceversa” (p. 264). Podría pensarse que la psicología maya, aunque esté en ruptura con el dualismo platónico, tal vez resulte compatible con la tradición aristotélica en la que el alma es entelequia, realización de la esencia, forma de la materia corporal. En realidad, más allá de la simple dualidad aristotélica de la forma y la materia, la psicología maya parece obedecer a un complejo “campo cuaternario” compuesto de “cuatro aspectos: una forma substancial (cuerpo-presencia), una substancia sin forma (cuerpo-carne), una forma insubstancial (alma-humana) y una insubstancialidad sin forma (alma-espíritu)”, como lo ha concluido Pitarch (2011, pp. 168-171) a partir de las investigaciones que ha realizado entre los tzeltales. El mismo autor muestra cómo este “modelo cuaternario de la persona mesoamericana”, que “viene a matizar y complicar la categorización ‘tajante’ de la lógica binaria”, nos hace también superar la distancia entre el individuo humano y los demás seres de la naturaleza, tanto en el nivel físico del “cuerpo-carnal” como en el nivel psíquico de un “alma-espíritu” que “integra a los humanos tanto con los animales como con los espíritus” (p. 173). Aunque haya que retener la diferenciación interna del campo cuaternario, ésta no debe hacernos olvidar la indiferenciación fundamental del campo en cuestión, la íntima unión que subyace a los elementos anímicos y corporales diferenciados, la unidad esencial entre lo anímico y lo corporal. Esta unidad es la que hace que el alma-humana “posea la figura del cuerpo humano”, mientras que el alma-espíritu “asume formas corporales propias de los seres del mundo ordinario” (Pitarch, 2011, pp. 164-165). En ambos casos, las almas radican en las formas de los cuerpos. Lo psíquico-anímico no debería poder separarse de lo físico-corporal. Esta separación, como ya lo habíamos notado, es esencialmente patológica o al menos problemática, ya sea que ocurra en el sueño o en la enfermedad mental. En el pensamiento filosófico-psicológico de los mayas, antes de cualquier diferenciación interna, el alma es exteriormente una e inseparable del cuerpo del que surge. Lo psíquico-anímico aparece como una suerte de emanación de lo físico-corporal.

En cuanto al cuerpo, su propia “sustancia material” está en el maíz como “grano sagrado” por el que se obtiene “la conciencia” (Morales Damián, 2007, p. 89). El psiquismo humano procede entonces de un cuerpo asimilado al maíz, y a través del maíz, fundido con el mundo no humano, con la tierra y con la naturaleza. Esto confirma que el alma no sólo es inseparable del cuerpo, sino que también resulta indisociable del cosmos, del entorno y del universo, en una doble explicación “cósmica del hombre” y “antropocéntrica del cosmos” en la que vemos coincidir a los mayas con los aztecas y con otros pueblos mesoamericanos (De la Garza, 1978, pp. 19-20).

LA PSICOLOGÍA PUREPECHA...

Las psicologías del Anahuac tuvieron el gran mérito de no caer en el reduccionismo idealista-individualista que afecta crónicamente a la psicología europea, la cual, desde hace varios siglos, muestra una propensión constante a reducir el psiquismo a un ente anímico ideal, confinarlo en la esfera interna individual y abstraerlo del universo, de la sociedad y del propio cuerpo. Estos vicios teórico-epistemológicos, de los que todavía no conseguimos deshacernos por completo, son inexistentes en una psicología prehispánica en la que lo psíquico, lo espiritual o anímico, resulta esencialmente indisociable de lo corporal y de lo físico-social. Un ejemplo esclarecedor es el de una psicología purépecha, desarrollada en el occidente de México, en la que no hay ningún indicio de la “dualidad cuerpo-alma”, en la que todo está centrado en una “interacción entre el cuerpo y la sociedad”, y en la que “se trata al cuerpo como algo abierto que, a través de todo aquello que entra, sale o hace contacto con él, influye en los otros miembros del tejido socio-cósmico en que se encuentra inserto” (Martínez González, 2010, pp. 192-193). En la psicología purépecha, las partes corporales “no sólo definen las características de los seres, los personajes y las categorías sociales, sino que, al mismo tiempo, constituyen vehículos para la interacción con los otros humanos y con el mundo en general” (Martínez González, 2010, p. 192).

Es como si ni siquiera quedara lugar aquí para lo que tradicionalmente se entiende por alma, espíritu, mente o psiquismo en la psicología europea. El concepto de alma que se ha atribuido a los purépechas parece no ser más que “un producto de la manipulación del vocabulario indígena por parte de los frailes para crear términos útiles a la trasmisión de significados cristianos” (p. 190).
Cuando escapamos de la manipulación interpretativa religiosa, las nociones purépechas del psiquismo aparecen como algo completamente diferente al alma del cristianismo. La mintzita
es tan sólo el “corazón” o “meollo” del ser, la hiretaqua remite al “soplo” y a la “respiración”, y la
tzipequa se relaciona simplemente con la “vitalidad” (Martínez González, 2010, p. 189).

Sin embargo, ninguna de estas almas es exclusiva del ser humano, cuya “humanidad no radica ahí”, en el alma que también se encuentra en los animales, “sino justamente en lo corporal” (p. 191), en un cuerpo que se despliega como un espacio “abierto” y “desalmado” en el que “se construye la personalidad individual a través de las interacciones con el medio natural, social y sobrenatural” (p. 193). Podemos decir que estas interacciones son el psiquismo de una psicología purépecha que se nos presenta como una psicología esencialmente social y claramente materialista. Sin embargo, desde cierto punto de vista, este psiquismo ya no es exactamente un psiquismo, y su psicología, por lo tanto, ya no es tampoco psicología, sino más bien algo que hoy denominaríamos anti psicología o metapsicología. Quizá este contenido anti-psicológico o metapsicológico sea el único verdadero contenido que encontraremos en aquello que denominamos psicologías prehispánicas, las cuales, al reconocer la estrecha vinculación del hombre con el universo, renunciarían al reduccionismo psicológico y podrían llegar a convertirse en una inagotable mina de argumentos para la moderna crítica de la psicología en México.

LA PSICOLOGÍA MEXICA...

En el caso de la cultura azteca, la estrecha vinculación del hombre con el universo puede apreciarse en la comprensión de la enfermedad como desequilibrio entre los elementos de cielo y tierra, de frío y calor, de oscuridad y luz. Este desequilibrio se curaba al evitar el predominio de uno de los polos y “restablecer el equilibrio” mediante los más variados tratamientos, particularmente la ingestión de “elementos de signo contrario” (Pineda Muñoz, 1993, p. 24). Entre los tratamientos físicos o químicos a los que recurrían los aztecas para curar o prevenir las enfermedades mentales, había jugos, pulque, el temazcal, inhalaciones de humo, tabaco como tranquilizante y “para dar ánimo y sueño”, sustancias machacadas y puestas en la cabeza de los enfermos, ungüentos corporales preparados de tejidos y excrementos de ocelote con resinas, soluciones a base de la piedra quiauhtecuitlatl
en agua fría para el inicio de la enfermedad, lavados de piernas con infusiones de tagetes lucida junto con poztecpatli con
texioquahitl, puntas de maguey y otras espinas en “técnicas que nos recuerdan el uso de la acupuntura oriental”, así como alucinógenos, entre ellos los hongos, el peyote y el ololiuhqui
o yerba de víbora verde, cuando “el médico no tenía un diagnóstico claro” (Ruiz López, 2006, p. 284).

Todas estas recetas obedecían a una visión en la que lo corporal y lo anímico, lo espiritual y lo material, se compenetraban recíprocamente, seasimilaban lo uno a lo otro y sellaban así la inseparabilidad esencial entre cada individuo y su entorno. La estrecha vinculación azteca del hombre con el universo puede verificarse también en el papel que jugaban los dioses y los espíritus del mundo como causantes de enfermedades. Los diversos dioses podían producir padecimientos mentales positivos o “buenos” que “purificaban el alma” y que se diferenciaban así de “los producidos por la voluntad humana” (Pineda Muñoz, 1993, p. 26). Los aires (echacame), “suerte de espíritus errantes”, suscitaban “males de los que actualmente preocupan a la psiquiatría”, y específicamente parálisis faciales y dermatitis de origen nervioso (pp. 24-25). El nahual, por último, era un espíritu que formaba parte del individuo y que jamás abandonaba su cuerpo. Sólo tenía ojos y con ellos veía en los sueños, pero también podía “penetrar en el corazón” y entonces producía “enfermedades que hoy caracterizamos como emocionales o mentales” (pp. 25-26). La civilización azteca también ofrecía figuras equivalentes a las de los modernos psicólogos: el te-ix-tlamachtiani, del que habremos de ocuparnos más adelante; el tlamatinimi, el teopanami y el tetonalmacani o tetonallaqui, que se encargaban de los problemas emocionales de los niños; y en particular el tonalpouhqui o “lector de destinos”, que se especializaba en el conocimiento del calendario y tenía capacidad para hacer pronósticos, además de desempeñarse como “terapeuta empírico” (Pineda Muñoz, 1993, p. 29). El tonalpouhqui, “hombre sabio y anciano con gran autoridad moral”, daba consejos a los sujetos que sufrían trastornos psíquicos, interpretaba lo que les ocurría y “ponía en práctica métodos terapéuticos para reestablecer el equilibrio emocional” (Álvarez, Ramírez, Russo, Patiño & Aréchiga, 1981, p. 44). Su intervención era especialmente requerida en el caso del susto provocado por un augurio en el que se presentían acontecimientos futuros. Quien sufría de este susto, acudía al tonalpouhqui para “consolarse” y “recuperar su tranquilidad”, pero también para “conjurar” el augurio, “siempre amenazador o desagradable” (Somolinos D’Ardois, 1975, p. 18). El tonalpouhqui también debía curar al yollopoliuhqui, al que actualmente consideraríamos loco, enfermo mental o psicótico, y al que se trataba con la técnica de nahualatoli. Esta suerte de psicoterapia consistía en “el uso de palabras suaves” para mostrarle al sujeto su reflejo en un “espejo”, para “explicarle” su mal y para motivarlo a esforzarse en “pasar por encima de su lloro y su tristeza” (Somolinos D’Ardois, 1975, pp. 20-21; Pineda Muñoz, 1993, p. 30). En una perspectiva centrada en la colectividad y no en el individuo, el propósito final era solucionar un problema comunitario que impedía a la comunidad “llevar una vida normal” (Pineda Muñoz, 1993, p. 31). Esto se lograba reestableciendo el contacto del enfermo con su entorno y sacándolo de un estado caracterizado simultáneamente por su insensatez, por su irregularidad, por su aislamiento y por su falta de percepción y comprensión. El enfermo es descrito, en efecto, como alguien que “no comprende, no ve, no oye; no es advertido, no es enseñado, no es persona de esfuerzo”; ha “embriagado su cabeza”; obra “a tontas y a locas”, tal “como quien comió hongos estupefacientes”; y tiene la “cabeza destornillada” o “desguanzada”, la “lengua falaz y encarnizada” y el “corazón torcido” (Somolinos D’Ardois, 1975, p. 27). La palabra usada para designar al enfermo mental, yollopoliuhqui, significa literalmente “el que ha perdido el corazón”, lo cual, en una interpretación más actual como la que nos ofrece Pineda Múñoz (1993), podría traducirse: “el que ha perdido la cabeza” (p. 28). Es como si nuestra cabeza, mente o psiquismo, fuera el corazón en la psicología de los aztecas. Al asomarnos al estudio exhaustivo de López Austin (1980), confirmamos que el corazón efectivamente se vincula con cierto psiquismo, pero también descubrimos otro psiquismo vinculado con la cabeza y otro más con el hígado. Cada una de estas tres partes del cuerpo funciona como un “centro anímico” en el que se concentra un “fluido vital” y en el que se constituye una “entidad anímica” relacionada con operaciones psíquicas específicas: el
yóllotl o yolia, en el corazón, es “lo que da vida” y corresponde a las funciones intelectuales, a “la sensibilidad y el pensamiento”; el tonalli, en la cabeza, es “lo que irradia” y determina “el temperamento” y el “valor anímico” del sujeto; y el ihiyotl, en el hígado, es la “fuente de energía”, el “aliento”, la “fuerza emocional”, y de él dependen el deseo, las pasiones, y la alegría y el placer (vol. I, pp. 223-262).

EL PRINCIPIO PSICÓLOGICO DE IN IXTLI, IN YOLLOTL:

Una de las expresiones más elocuentes de la psicología azteca es el doble principio de
in ixtli, in yóllotl, el cual, según Mercedes de la Garza (1978), también se encontraría en el “concepto maya de persona” (p. 73). Si nos atenemos a la interpretación clásica de este binomio que propuso León-Portilla (1956/2006), vemos distinguirse dos vectores del psiquismo humano: por un lado, un “rostro” (ixtli), entendido metafóricamente como lo que “caracteriza la naturaleza más íntima del yo peculiar de cada hombre” (p. 190); por otro lado, el “corazón” (yóllotl) al que ya nos referimos, que representa “la vitalidad” o “el dinamismo al yo”, aquello que lo hace “anhelar” e “ir en pos de cosas, en busca de algo que lo colme” (p. 191). Sobre la base de esta representación teórica del psiquismo como “fisonomía interior” (ixtli) y “fuente de energía” (yóllotl), no sólo vemos desarrollarse la psicoterapia curativa realizada por el tonalpouhqui y centrada en la recuperación del yóllotl perdido por el enfermo mental, por el yollopoliuhqui, sino también una auténtica práctica psicológica preventiva y formativa llevada a cabo por el te-ix-tlamachtiani, “el educador”, que “hace a los otros tomar una cara, los hace desarrollarla” (ixtli), y para esto “pone un espejo delante” de ellos y así “humaniza su querer” (yóllotl
) y les permite “recibir una estricta enseñanza” (p. 192). Por más diferentes que sean entre sí, las prácticas psicológicas del tonalpouhqui y del te-ix-tlamachtiani permiten apreciar un aspecto crucial de la psicología azteca: el yóllotl es un corazón que puede perderse y recuperarse, modificarse y humanizarse, así como el ixtli es un rostro que puede tomarse y desarrollarse, formarse y educarse. De modo que no estamos ante un psiquismo innato, completamente preformado e inmodificable, al que el sujeto estaría fatalmente condenado. El sujeto puede aprender, transformarse, redimirse, curarse y así escapar a una condición totalmente predeterminada. Es verdad que la psicología azteca reconoce una cierta predeterminación de la conducta. Como podemos leer en la Historia General de Fray Bernardino de Sahagún (1568/1975), el nahua no consideraba que actuara “con libertad entera de libre albedrío”, ya que era “ayudado e inclinado” por “la condición natural del signo” en que había nacido (VI, 7, p. 300). Sin embargo, al tiempo que admitía esta predeterminación, el sujeto reconocía igualmente su libertad al insistir en que era “él mismo” quien “merecía” lo que le ocurría, quien “se envilecía” y “se ataba”, quien “se enlazaba” y “se enredaba” (pp. 299-300). Una vez atado, enlazado y enredado, el sujeto pierde su libertad, pero es con libertad que la pierde. La pierde por lo que hace y es él mismo quien lo hace. Es él mismo quien se ata. Pero el azteca reconoce asimismo, en una psicología dialéctica sutil y compleja, que el sujeto se ata porque está en “un lugar de mucho peligro y de mucho trabajo y espanto”, donde “los lazos y redes están asidos, los unos con los otros, y sobrepuestos los unos a los otros, de manera que nadie puede pasar sin caer en alguno de ellos” (p. 300). Profunda metáfora que presenta la determinación actual de la conducta como una intrincada malla de lazos y
redes en los que nos debatimos y terminamos por tropezar, enlazándonos y enredándonos a nosotros mismos, atándonos libremente, con responsabilidad, pero también con inocencia. Esta determinación actual de la conducta se agrega a su predeterminación natural, pero no acaba con la voluntad y libertad que la psicología de los aztecas reconoce al sujeto. En la psicología nahua, como lo ha explicado Mercedes de la Garza (1978), “el determinismo no es un fatalismo, sino el marco dentro del cual cada hombre inscribe sus acciones libres, modelando su propia vida”, la cual, por lo tanto, es “concebida como una armonía de destino y libertad” (pp. 64-71). El hombre azteca sería “libre y determinado al mismo tiempo, porque la realización de su rostro y su corazón”, de su ixtli y de su yóllotl, que depende finalmente de él, “consiste en el cumplimiento de su tonalli”, de su signo, de su naturaleza y de su destino (p. 75). Estas ideas, que se encontrarían igualmente entre los mayas, arrojan la representación de un hombre que “se distingue de las plantas y de los animales” porque “su ser no nace acabado, sino que es un ser potencial” que “se hace a sí mismo” y que “adquiere una individualidad” al “fortalecer la energía vital que radica en el corazón, es decir, desarrollando sus potencialidades” (pp. 71-75). Recordemos que la función del te-ix-tlamachtiani es precisamente ayudar al sujeto a humanizar su
yóllotl y desarrollar su ixtli. El binomio psicológico in ixtli, in yóllotl, tal como era descrito por León-Portilla (1956/2006), ya implicaba esta dialéctica de la determinación y la libertad, la realización y la potencialidad, el rostro que se tiene y el que se desarrolla, el corazón que se humaniza y aquel en el que radica nuestra más íntima naturaleza. En una interpretación diferente del in ixtli, in yóllotl, López Austin (1980) relacionará el ixtli con el “conocimiento”, la “sensación” y la “percepción”, y el yóllotl con “todos los campos: vitalidad, conocimiento, tendencia y afección” (vol. I, pp. 213-214). La vinculación entre ambos principios habrá de referirse a una “parte del hombre en la que se unen la sensación, la percepción, la comprensión y el sentimiento, para integrar una conciencia plena que se encuentra en comunicación con el mundo exterior” (pp. 214-215). Es claro que esta interpretación de López Austin, al menos en lo que atañe al ixtli, contradice la de León-Portilla, lo que justifica una vehemente polémica entre ambos autores (López Austin, 1980, 1992; León-Portilla, 1991, 1992). Sin embargo, en un plano general y pasando por alto los importantes detalles de esta discusión, quizá podamos reconciliar aquello que no parece irreconciliable en las interpretaciones enfrentadas y concebir el doble principio del
in ixtli, in yóllotl, como una confluencia propiamente psicológica entre el deseo de cada sujeto, su energía o su vitalidad, su afección o su corazón (yóllotl
), y su particularidad o singularidad como individuo, ya sea en su rostro o en su percepción y sensación, en su autoconciencia o en su conciencia, en su fisonomía interior o en su comunicación con el mundo exterior, en su naturaleza íntima peculiar o en su conocimiento por el que se relaciona con él mismo y con todo lo que no es él (ixtli). Si nuestra concepción general y sintética es correcta, lo primero que destaca en la psicología de los aztecas y tal vez también de los mayas es la respetuosa consideración de la particularidad de cada individuo y de la necesidad de su propio deseo. Este respeto puede llegar a resultar desconcertante cuando lo consideramos a la luz de la actitud característica de los aztecas en las guerras con las que expandieron su imperio entre los siglos XIV y XVI, y en las cuales, para imponer tributos de vidas humanas y bienes materiales, negaron una y otra vez la particularidad y el deseo de otros nahuas del Anahuac. En los pueblos vecinos a la cultura Mexica, en efecto, hubo una constante “destrucción de tierras y gentes” para asegurar el “vasallaje”, para “mantener el dominio en pie y sustentarlo”, para “repartirse” y “poblar” nuevos territorios, para satisfacer “la pretensión y el adorno de las personas” de los aztecas y para “tener qué ofrendar” a Huitzilopochtli y a sus demás dioses (Tezozomoc, 1598/2000, pp. 180-184, 319-322). Todo esto parece implicar una representación ideológico-psicológica despreciativa del otro que resultaría incompatible con la psicología que atribuimos a los aztecas, lo que no significa, desde luego, que esta psicología no haya existido y operado internamente al mismo tiempo y a pesar de aquellas guerras externas que la contrarían, que despiertan una gran animadversión hacia los mexicas en otros pueblos mesoamericanos y que así facilitan la destrucción de su imperio por los invasores conquistadores europeos.

La psicología europea y la indígena: lógica aristotélica y nahualismo clandestino
En el siglo XVI, con la llegada brutal de los españoles a México, la psicología mesoamericana del deseo y de lo particular no sólo debe lidiar con una nueva representación ideológico-psicológica despreciativa del otro con la que se justifica su conquista y sojuzgamiento, sino que se enfrenta con el planteamiento sistemático de una
psicología europea de la inhibición y de la normalización
que reina en el viejo continente desde hace ya varios siglos. La nueva psicología dominante, represiva y universalista, no suele tener mucha consideración ni por la particularidad de cada individuo ni por la necesidad de su propio deseo. El deseo es tan peligroso como sospechosa es la particularidad. Las formas infinitamente diversas de la particularidad indígena se ven disueltas en un violento movimiento normalizador, uniformador u homogeneizador, que prepara el terreno del mercantilismo y del capitalismo al reducir toda cualidad a la cantidad del equivalente general. Ya sólo interesa el oro, y como nos lo cuentan los Informantes de Sahagún, las maravillas de la orfebrería, “grebas” y “collares”, “escudos” y “diademas”, se funden para obtener “barras” iguales e intercambiables (León-Portilla, 1980, pp. 70-71). Como se aprecia en un poema indígena de 1528, ocurre lo mismo con los sujetos, a los que se les pone un “precio” en el que se pierde todo aquello que los hace únicos, todas sus cualidades físicas y psíquicas distintivas, que se traducen en cantidades calculables, “precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella” (p. 166). Los ideales cristianos de la nueva psicología dominante son la humildad y la continencia, las caras bajas y los ánimos retenidos, los rostros borrados y los corazones aplacados en lugar de “los rostros bien definidos y los corazones que laten con fuerza” (León-Portilla, 1956/2006, p. 191). En lugar de la personalidad y de su fuerza, es el momento del alma virtuosa y sumisa. En cuanto al método, se impone el procedimiento aristotélico-escolástico inaugurado en México por Alonso de la Veracruz. Este filósofo parte de Aristóteles para definir el alma en dos niveles: en el nivel del “género”, como “forma del cuerpo” y como “principio que integra al viviente y lo anima con totalidad de esencia y perfección”; en el nivel de la “distinción específica”, como “principio” que puede ser “vegetativo, sensitivo o intelectivo” (Veracruz, 1557/1992, pp. 84-89; 1557/2004, pp. 19-22, ver también Torchia Estrada, 2005, p. 165). Esta definición “a base de género y diferencia específica” es el primer fruto psicológico de un método especulativo que se concentra en la generalidad y en la especificidad, a expensas de la individualidad, y que termina suplantando la psicología prehispánica de lo individual singular y su método investigativo de “la mirada viviente, que a través del rostro, apunta a la fisonomía interna del hombre, y que en el palpitar del corazón descubre simbólicamente el manantial del dinamismo y del querer humanos” (León-Portilla, 1956/2006, p. 192).

El método prehispánico de la mirada viviente cae en la marginalidad y se vuelve clandestino en la época colonial. En esta época, en efecto, los psicólogos indígenas de mirada viviente, como todos los demás
nahuales o sabios indígenas, son incluidos en la “iglesia diabólica” en la que se incluye “toda la infidelidad que esté fuera de la iglesia católica”, según los términos utilizados por Fray Martín de Castañega en 1529 (citado por Martínez González, 2007, 2008). El “poder sobrenatural fuera de la esfera del catolicismo”, de hecho, es lo que “habría permitido la identificación del nahualli con el brujo” (Martínez González, 2007, p. 197). Considerados como brujos, numerosos nahuales son castigados y ejecutados por la Inquisición. Entre aquello de lo que se les acusa, está la utilización de alucinógenos para saber “cuantas cosas desean saber, hasta aquellas a que el conocimiento humano no puede llegar, como es la causa de las enfermedades” (Ruiz de Alarcón, 1629/1999, I, 6, 94). Como buenos médicos y psicólogos, los nahuales se interesan en la causa de las enfermedades, y deciden buscarla también, más allá de una supuesta realidad normal y universal, en la particularidad del sujeto y en la necesidad de su deseo, tal como éstas son expresadas o interpretadas a través de la palabra de quien ha consumido alucinógenos y “cuenta dos mil patrañas, entre las cuales el demonio suele revolver algunas verdades” (I, 6, 96). Estas verdades demoníacas serán perspicazmente reconocidas, y su reconocimiento será duramente castigado por la Inquisición, en particular en el siglo XVII, pues luego, bajo la influencia de la ilustración, ya ni siquiera se tendrá la capacidad de reconocer una verdad demoníaca en el nahualismo, que aparece entonces como puro error y simple “fruto de la ignorancia y del atraso en el que viven los indígenas” (Martínez González, 2007b, pp. 200-202).


Subsistencia y resistencia de la psicología mesoamericana en las comunidades indígenas


Ya sea despreciado o perseguido, el nahualismo ha sobrevivido a la conquista, a la colonia y a la modernidad. De hecho, no le ha bastado con sobrevivir, sino que se ha convertido en una especie de nahualismo crítico y comprometido que ha intervenido activamente en las más importantes insurrecciones indígenas de la historia de México. Esto se puede confirmar sucesivamente, por mencionar tan sólo algunos ejemplos, en las “cosillas supersticiosas” que preceden el motín de indios narrado por Sigüenza y Góngora (1692/1984, p. 117), en la “Cruz Parlante” de la Guerra de Castas en Yucatán (Reed, 1971, pp. 136-184), o en las palabras del “Viejo Antonio” en la reciente revuelta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (mensajes del 28 de mayo y 24 de agosto 1994, EZLN, 1994-2005). Aun cuando no intervenga en insurrecciones indígenas, el nahualismo puede ser considerado como una forma de subversión cultural que no deja de practicarse hoy en día en numerosas poblaciones indígenas mexicanas. Entre los huicholes y los mazatecas, por
ejemplo, el chamán sigue practicando una forma de psicología que mantiene la mirada viviente sobre la particularidad y el deseo de cada sujeto, y que así resiste a las sucesivas psicologías importadas a México durante los últimos cinco siglos: la escolástica, la ilustrada, la positivista, etc. Es un hecho incontestable que las psicologías importadas no han conseguido imponerse en todas las poblaciones indígenas de México.

En muchas de estas poblaciones, el nahual sigue siendo más consultado que el sacerdote y el psicólogo profesional. Pero la psicología prehispánica no se mantiene sólo en su práctica o en la técnica psicoterapéutica, sino también, al mismo tiempo, en las concepciones psicológicas de los indígenas que habitan actualmente en el país. Los mismos huicholes, por ejemplo, distinguen tres entidades anímicas muy próximas a las entidades aztecas tonalli, yolia
e ihiyotl, igualmente ubicadas en la cabeza, el corazón y el hígado, y correspondientes respectivamente a la razón, la sensibilidad o el conocimiento, y la sensibilidad física o las emociones (Weigand & García, 1992, p. 220).

Encontramos versiones diferentes de la misma tripartición psíquica entre nahuas de diferentes regiones. Los de la Zongolica ofrecen una representación cuádruple del psiquismo, con el
yolotl que se asocia a los estados de ánimo y se ubica en el corazón; el tonalli que se extiende en todo el cuerpo, que retiene la energía vital y resguarda la integridad del sujeto; un ecahuil que también se encuentra en otros grupos nahuas, que forma parte del
tonalli y constituye una especie de aura fría; y finalmente el ihiyotl
que sigue siendo centro de pasiones y de sentimientos (Rodríguez López, citado por Martínez González, 2007a). La oposición azteca tonalli-yóllotl
no sólo subsistirá en las dialécticas tonal-yolotl de los nahuas de Guerrero, de la Huasteca y de la Sierra Norte de Puebla, sino también en las dialécticas listaksin-listakna
de los totonacas o ntahi-nzahki
de los otomíes (Martínez González, 2007a; Stresser-Péan, 2005, pp. 428-430). El psiquismo situado en el corazón y responsable de funciones intelectuales, como el
yóllotl de los aztecas, persistirá en el pixan de los mayas yucatecos, en el ch’ulel de tzeltales y tzotziles, en el cuctal de los choles, el lachi de los zapotecos, el nñoa de los amuzgos, el omeaats de los huaves, el javín de los mixes, el asenni popoloca, el iyari huichol y el altzi tojolabal (Martínez González, 2007a). La concepción maya del psiquismo se conserva en el ch’ulel de tzeltales y tzotziles de Chiapas. De igual modo, la mintzita de los actuales purépechas, desplegada en todo el cuerpo del sujeto, preserva su antigua representación corporal del psiquismo y la contrapone a la zuanda, la sombra, que radica en la cabeza y que puede separarse del cuerpo.

La psicología del Anahuac fuera de las comunidades de los pueblos originarios:

Además de su persistencia en las comunidades indígenas del territorio mexicano, la psicología del anahuac debió de abrirse paso de algún modo en el complejo proceso de mestizaje cultural de los últimos cinco siglos. Cabe suponer que hay elementos e incluso estructuras de esta psicología que impregnan la cultura y que han incidido en el desarrollo de la psicología en México. Podríamos plantear y valorar hipótesis concretas en torno a la posible subsistencia de la falta de la dualidad alma-cuerpo y su influencia en la implantación de la psicología escolástica, en la recepción del psicoanálisis y en la difícil asimilación de otros modelos psicológicos. También podríamos preguntarnos si la noción del psiquismo abierto, indisociable de su entorno social, ha resistido y sigue resistiendo al capitalismo y a sus emanaciones ideológicas individualistas, entre ellas algunos de los modelos psicológicos dominantes que importamos de los Estados Unidos. Quizá esto pudiera incluso explicar, al menos en parte, la digna y loable mediocridad por la que se caracteriza nuestro desempeño académico en esos modelos. Paralelamente a la posible subsistencia latente de las concepciones psicológicas mesoamericanas en la cultura mexicana, estas concepciones han sido apasionadamente recuperadas por diversas psicologías alternativas más o menos populares, a menudo consideradas poco serias
y generalmente desarrolladas fuera de los ámbitos académicos. En el extranjero, tenemos la famosa propuesta psicológica del neochamanismo de Castaneda (1968, 1971, 1972, 1974) y el más reciente psicochamanismo de Jodorowsky (2001). En México, debemos destacar la psicosíntesis de Salvador Roquet, que utilizaba alucinógenos para suscitar un renacimiento psíquico a través de las experiencias sucesivas de la locura, la muerte y la nada (Roquet & Favreau, 1981; Rodiles, 1998). Hay que referirse igualmente a la psicología autóctona mexicana y al resultante enfoque psicológico implícito en la teoría sintérgica de Jacobo Grinberg-Zylberbaum (1987a, 1987b, 1989, 1991), quien partía de la interacción del psiquismo individual con un campo informacional que lo abarcaría todo y cuyos secretos habrían sido penetrados por los nahuales indígenas. Si los mencionados planteamientos psicológicos alternativos se vuelcan hacia el nahualismo, esto es porque encuentran o creen encontrar en él un conocimiento penetrante del psiquismo que faltaría en las psicologías ordinarias occidentales. Estas psicologías son aquí objeto de una crítica implícita o explícita que se concentra en su incapacidad para comprender o tan siquiera escuchar todo lo que se explora y se explica en las ideas que se atribuyen al espiritualismo de los nahuales. Aunque algunas de estas ideas pertenezcan a una esfera parapsicológica, no por ello dejan de involucrar ciertas concepciones propiamente psicológicas en las que alcanzamos a distinguir nociones originales y a veces desconcertantes que parecen inspirarse efectivamente de la psicología indígena.

Conclusión


Resulta revelador que la psicología del Anahuac sólo haya conseguido subsistir y resistir al exterior de los ambientes científicos y universitarios en los que se desarrolla la disciplina psicológica dominante. Es como si estos ambientes fueran intrínsecamente refractarios a todas aquellas ideas que aquí hemos explorado, las cuales, como lo mostramos en su momento, sólo han podido mantenerse vivas en las comunidades de pueblos de México o en los contextos extra-académicos nacionales e internacionales en los que se valoran y cultivan corrientes juzgadas fantasiosas o parapsicológicas, tales como el
neochamanismo, el psicochamanismo, la psicosíntesis y la psicología autóctona mexicana.

De ahí la frecuente asimilación de las ideas psicológicas Anahuacas a la esfera de los esoterismos y los ocultismos, las charlatanerías y las supersticiones, o las creencias y tradiciones populares. Es así como suele justificarse la segregación de algo que no parece cumplir con los requisitos mínimos indispensables para su admisión y reconocimiento en los centros mexicanos de reflexión, investigación y transmisión de la disciplina psicológica, en los cuales, tanto ahora como en décadas anteriores, la psicología europea occidental, especialmente en su versión estadunidense, continúa constituyendo “la norma de la buena investigación y práctica psicológica” y la única opción cultural que permite “acceder a las generalizaciones válidas que son la meta de la psicología como ciencia natural” (Danziger, 2006b, p. 214). El presente artículo forma parte de un proyecto amplio en el que se busca superar la exclusión académica de las psicologías indígenas, así como la correlativa expansión de la dominación imperialista, etnocentrista y universalista de la psicología europea occidental (por ejemplo, Kim & Berry, 1993; Kim, Yang & Hwang, 2006). El propósito no es evidentemente sustituir esta dominación por otra análoga, sino permitir la coexistencia de modelos psicológicos diferentes en una perspectiva policéntrica en la que haya lugar para la raiz del hombre originario de los pueblos de la psicología, no sólo al hacerla y pensarla (Sinha, 1997), sino también al momento de contar su historia (Pickren, 2009). Este proyecto es particularmente necesario en México, en donde resultaría muy difícil, quizá incluso imposible, que se diera una situación como la vivida por Kurt Danziger (1997) en una universidad de Indonesia en la que se impartían paralelamente un curso de psicología occidental y otro de Ilmu Djiwa, esto es, una suerte de “psicología oriental” propia de aquella región cultural (pp. 1-3). A pesar de la importancia numérica de la población indígena y de su enorme influencia histórica en la cultura mexicana, la psicología mesoamericana sigue siendo prácticamente desconocida en las instituciones de educación superior del país, al menos fuera de las facultades y de los departamentos de etnología y antropología. Los profesores e investigadores de psicología, aun aquellos que se posicionan a sí mismos en corrientes críticas y alternativas, no suelen percatarse del gran potencial de las ideas psicológicas de los indígenas mexicanos para el cuestionamiento de los modelos dominantes en la disciplina. Resulta incomprensible, por ejemplo, que la psicología purépecha, esencialmente social y claramente materialista, no haya sido utilizada ni por marxistas ni por psicólogos culturales o transculturales para criticar el conceptualismo idealista y la profunda imbricación entre individualismo y universalismo en una psicología occidental en la que “las leyes psicológicas podrían ser aceptadas como universales en la medida en que se aplican a todos los individuos o a las diferencias cuantificables entre individuos a lo largo de una serie común de dimensiones” (Danziger, 2006a, p. 272).

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