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LOS AZTECAS. José Luis Guerrero Rosado.

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Para empezar, no se llamaban así, (ese nombre lo generalizaron los españoles, y se puso de moda hasta el siglo XIX), sino “mexicas” o “tenochcas”, y eran una tribu relativamente recién llegada al escenario principal de la historia precortesianos: el valle de México.

 

Aquí se habían ya ha sucedido cultura tras cultura, con un ritmo invariable que recuerda a las mareas, en el que una tribu salvaje llegaba y destruiría a su antecesora, ya civilizada, civilizándose a su vez ella misma, sólo para caer puntualmente víctima de la siguiente invasión. Los mexicas, sin embargo, no habían llegado en son de guerra, sino como mendigos miserables que, después de peregrinar de un sitio a otro, en 1323 acabaron estableciéndose precisamente en los lodazales del centro del lago:

“Y cuando vinieron los mexicas

ciertamente andaban sin rumbo,

vinieron a ser los últimos (…)

No fueron recibidos en ninguna parte.

Por todas partes eran reprendidos (…)

Así en ninguna parte pudieron establecerse, sólo eran arrojados, por todas partes serán perseguidos. Vinieron a pasar a Coatepec,

vinieron a pasar a Tollan,

vinieron a pasar a Ichpuhco,

vinieron a pasar a Ecatepec,

luego a Chiquiuhtepetitlán.

Enseguida Chapultepec (…)

 

“Y ya existía señorío de Azcapotzalco,

en Cuautlichán,

en Culhuacán, pero México no existía todavía.

Aún había carrizales,

donde ahora es México”.

Informantes de Sahagún.

Hay que aclarar que esas continuas expulsiones y rechazos (a veces francas fugas), se las tenían bien ganadas, pues eran gente literalmente “de armas tomar”, nada simpáticos ni aún a quienes los tenían de aliados. Cuando, por ejemplo, habían conseguido la buena voluntad del tlatoani de Culhuacán, en cuyo territorio residían y con cuya gente habían emparentado por matrimonios, le pidieron a su hija para convertirla en diosa de la guerra. El tlatoani accedió, sin imaginarse cuán literal era el designio de los aztecas, quienes, con fiel apego a lo declarado, la sacrificaron, (convirtiéndola así en diosa), y no contentos con eso, trajeron a su padre para que viniera a adorar al sacerdote que se había revestido con su piel desollada.

Esto lo había hecho por orden de su Dios, Huichilopoztli, y por supuesto provocó una guerra. Huyendo de ella fue como vinieron a ampararse en este sitio inverosímil: al peor lugar de una isla fangosa en el noreste de lago salado. Traían, no obstante, una convicción indeleble: la de ser, nada menos, que “el pueblo del sol”, convicción que los llevó, en menos de dos siglos y contra toda expectativa, a convertirse en dueños del Anáhuac… Pero que sería la misma que habría de paralizarlos ante los españoles. Esta fuerza y esa debilidad, esa grandeza y esa miseria fueron siempre la absoluta entrega con que vivieron su religión, de modo que nadie puede entenderlos sin entender algo de ella y de su historia.

Al fundar su miserable caserío en el barro no eran otra cosa que tributarios de Azcapotzalco, que a su vez lo era de Texcoco, dueño de todo el Valle e ilustre además por la rancia prosapia de ser los primeros pobladores. Los mexicas tuvieron más tarde el atrevimiento de querer emparentar con ellos, pidiendo una esposa para su tlatoani Acamapichtli, pero fueron despachados con cajas destempladas, lo cual dejó sembrada una venenosa semilla de rencor, que presto germinó y creció porque el señor de Azcapotzalco, Tezomzomoc, se valió de ellos para destronar y asesinar a su legítimo soberano, Ixtlilxóchitl, tlatoani de Texcoco, apoderándose de todos sus territorios, y añadiendo insulto a la injuria, puso a Texcoco bajo la sujeción de la desarrapado la Tenochtitlán: “hice repartimiento de los tres reinos (conviene a saber) del de Texcoco, Cohuatlychan, y Huexotla, dando el de Texcoco al rey de México, porque le había ayudado en la guerra, que había hecho contra él; y el de Huexotla, al Señor, y rey de Tlatelolco por lo mismo; y él se quedó con el de Coatlinchan, aunque mandando a todos, que reconociesen a, como señor común y universal; y de aquí quedó el reconocimiento que tuvo Texcoco a México…” Monarquía indiana.

No obstante, a la muerte de Tezozómoc le sucedió su hijo Maxtla, que resultó tan peor tirano que México cambio de bandera, uniéndose a Netzahualcóyotl, hijo fugitivo del asesinado Ixtlilxóchitl, y con ayuda de Tacuba, hacia 1428 consiguieron derrotarlo y matarlo, iniciándose así una “triple alianza” de México, Texcoco y Tacuba que, teóricamente, era igualitaria. Sin embargo, la igualdad no era sino teórica, pues desde un principio el tlatoani de México se apoderó de la parte del león: “hicieron sus conciertos y capitulaciones, y entre ellas una, que de todo lo que se ganase, concurriendo los tres, se diese la quinta parte al rey de Tacuba, y el tercio de lo que quedara a Netzahualcóyotl; y lo demás a Itzcohuatzin, cabecera mayor y suprema…” Monarquía indiana. Todo eso, por supuesto, abonó la semilla del odio mutuo que ya abonaba sus raíces entre ellos y que acabaría siendo la razón fundamental de la victoria de los españoles cuando éstos entraron en escena menos de un siglo después.  

La fuerza para que unos andrajos los advenedizos consiguiesen elevarse en tan corto tiempo, lo tenían de su convencimiento de ser “pueblo del sol”, apalancada en una religiosidad totalizante y abrumadora, igual que la de todos sus coterráneos: “puédase afirmar por verdad infalible -asegura Mendieta- que en el mundo no se ha descubierto nación o generación de gente más dispuesta y aparejada para salvar sus ánimas (siendo ayudados para ello), que los indios de esa nueva España” Mendieta., Y Sahagún no se queda atrás: “en lo que toca a religión y cultura de sus dioses no creo que ha habido en el mundo idolatras tanto reverencia dores de sus dioses, ni tan a su costa, como estos de esta nueva España; ni los judíos, ni ninguna otra nación tuvo yugo tan pesado y de tener ceremonias como le han tomado esta tos naturales por espacio de muchos años...

En su religión, según Mendieta, “diferentemente relataban diversos desatinos, fábulas y ficciones…”. De hecho, ésta consistía en una mezcla, (ciertamente inherente para nuestros gustos de esa actitud), de las creencias de los pueblos agrícolas anteriores a ellos, que veneraban dioses del fuego, del agua del maíz, etcétera. Y, y la suya propia, aún típica de nómadas cazadores, de cuna ancestral. Sus antecesores admitían sin discusión que en el Anáhuac pertenecía a Quetzalcóatl, un rey mítico divinizado, que había destruido en todas las artes a sus afortunados súbditos, y creando una edad de oro, por la que todos seguían suspirando, en la que los frutos de la tierra crecían gigantescos, el algodón nacía ya coloreado, y todo mundo era feliz, sin guerras ni sacrificios humanos. Pero es “Shangri-La” acabó de repente cuando un Dios rival, Tezcatlipoca, medio diabólico y medio identificado después con el dios tribal de los propios mexicas: Huichilopoztli”, consiguió hacerlo pecar, embriagándolo. Esto ya en sí era un crimen gravísimo, penado con la muerte, y, además, durante su borrachera había cometido toda clase de indignidades, por lo que después, lleno de arrepentimiento y de vergüenza, se había purificado arrojándose al fuego y auto exiliándose, aunque prometiendo volver algún día a reasumir la posesión de sus tierras. Éstas, pues, teológicamente hablando vinieron a quedar de “bienes mostrencos”, y fue ese vacío de poder divino lo que ellos, “Pueblo del Sol”, aprovecharon para instalarse como dueños, aunque con la amarga certeza de que eso no era más que un arreglo provisional.

Libres de toda preocupación de coherencia, sostenían también que el Sol, (que se llama Tonatiuh, pero que identificaron también como Huichilopoztli) había creado a los hombres. Para esto se coló al propio infierno, el Mictlán, robándose al benevolente esqueleto que lo gobernaba, Mictlantecuhtli, huesos de hombres muertos anteriormente en alguno de los cuatro mundos anteriores, que había acabado, los cuatro, en desastre por incuria de sus habitantes. Al cabo de varias peripecias, al salir del Mictlán con su botín de huesos, los molió y produjo al fino polvo con la ayuda de un elemento femenino, la diosa-madre Cihuacóatl, con su propia sangre los amasó, y, de esa manera forjó a los hombres. La sangre, pues, que los humanos llevamos en las venas es sangre divina, y la llamaron con reverbera antes títulos: “Agua de Dios”, Xochíatl, Agua de Flores”, y, sobre todo, Chalchíhuitl, “Agua de Jade”, es decir, “La Joya Líquida”, “el Agua preciosa”.

El Sol, a su vez se había nacido de forma virginal de la vieja diosa madre, La Tierra: Coatlícue Tonátzin, quien después de haber parido a su esposo Ilhuical: el Cielo innumerables hijos, (Coyolxauhqui, la Luna, y los Centzonhuiznahua o Centzontlatoa, las Estrellas), Vivian en retiro monacal, en su templo del Tepeyac. Estando ahí un día, barriendo, le cayó de lo alto un manojito de plumas preciosas, que se echó al seno, sintiéndose enseguida embarazada. Al darse cuenta de ello sus otros hijos, indignadísimos, pretendieron matarla, pero al intentarlo nació su nuevo hermano, el Sol, quien con serpientes de fuego los mató a todos ellos.

Reino glorioso entonces, en un cielo sin competidores, llenó con su luz el universo, creó a los hombres, y todo parecía que iba a salir a pedir de boca, cuando sus hermanastros se repusieron y lo mataron a su vez, falleciendo el en un mar de sangre: el crepúsculo vespertino…

Fue a dar a los abismos del mundo subterráneo, donde fue pasto de los monstruos que lo redujeron a esqueleto. Y ahí si hubiese quedado para siempre, de no haber intervenido los hombres, sus hijos, que, brindándole su sangre, que era la suya propia que antes él les diera, le permitieron recobrarse e iniciar así la perenne lucha cíclica en que vivimos, de constante guerrear entre el Sol, la Luna y las Estrellas. Todo el Cosmos, por tanto, no es algo estable y tranquilo, sino una situación de precario equilibrio en el que los hombres eran esenciales, ya que si, por descuido, llegará a faltarle el sol su alimento, el “Jade Líquido”, aunque sólo fuera por unas horas, morirá para siempre: cervecería este “Quinto Sol”.

Quién sabe de dónde sacaron los aztecas Natán modesta idea de ser, por antonomasia, “El Pueblo del Sol”; hay quienes creen que la inventaron sus jefes, después, empezaron a lanzarse a la conquista en gran escala, para tener un pretexto y una mística que los inspirase; pero no parece que haya sido así, pues de siempre la traían y las órdenes de su Dios, que se la reiteraba, eran en seguida ciegamente y a costa de muchas veces de terribles penalidades mucho antes de que hubiese adquirido fuerza militar o política, y los mismos pueblos sometidos, aunque los acusaron ante Cortés de 1000 abusos, nunca lo hicieron de haber falsificado la historia a su favor. Sea como fuere, al momento de la llegada de los blancos, la aceptaban sin discusión y en aras de ello a murieron, como veremos. La necesidad de alimentar constantemente al sol, extendida después a muchos otros dioses, los llevó a convertirse en conquistadores, aunque sólo muy relativamente en imperialistas, pues los conquistados quedaban en la práctica enteramente libres, limitándose ellos a cobrar sus tributos. El imperio mexicano, de hecho, jamás existió.

El fulgurante triunfo y ascensión de los mexicas, de nómadas salvajes a refinados dueños del Anáhuac, no había dado tiempo a que se estratificar han en su sociedad clases hereditarias fijas, y, al llegar los españoles, persistían la sencillez un tanto rústica de la tribu con la que ya visible complejidad del imperio. Iban en rápido camino de establecer una aristocracia de sangre, pero ésta aún no se consolidaba y su gobierno podría clasificarse aún de “básicamente democrático”, aunque bastante distinto de nuestros conceptos de democracia.

 

Tomado de:

“Flor y canto del nacimiento de México”.

José Luis Guerrero Rosado.

Editorial: realidad, teoría y práctica, S. A. de C.V.

México 2000.

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