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Historiografía de la “memoria indígena” en México. Reflexiones sobre una forma local del paradigma memorial mundial

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Miriam Hernández Reyna1
myryam.hr@gmail.com
Resumen
Este artículo busca realizar un análisis historiográfico de los modos en que el pasado indígena en México ha sido reconfigurado desde la categoría de memoria en el siglo xx y comienzos del xxi. Se examinarán tres mutaciones históricas de la identidad indígena que han dado lugar a la convicción de que los indígenas son los auténticos herederos de un pasado ancestral resguardado en la memoria del grupo. Posteriormente se verá cómo de esta idea se han derivado reivindicaciones sociales o argumentos para la creación de políticas con “pertinencia cultural”. Finalmente, sugeriremos que este fenómeno corresponde a un proceso de mundialización de la categoría de memoria, que activa nuevas historicidades.
Palabras clave: historiografía, memoria, pasado indígena, identidad, historicidad.

Abstract

The objective of this essay is to make a historiographic analysis of the ways in which the indigenous past in Mexico has been reshaped from the category of memory in the 20th century and the beginning of the 21st. It will examine historic mutations of the indigenous identity which have given place to the belief that the indigenous peoples are the authentic heirs of an ancestral past safeguarded in the memory of the group. Subsequently, we will see how, starting from this idea social defense or arguments, have been derived for the creation of policies with “cultural relevance”. Finally, we suggest that this phenomenon corresponds to a process of globalization of the category of memory which activates new historicities.
Key words: historiography, memory, indigenous past, identity, history.

En México, como en diversos países de América Latina, el pasado prehispánico ha sido múltiples veces reconstituido. Desde la época posterior a la conquista hasta la contemporánea encontramos rastros de las negociaciones de su sentido que dan forma a las variantes de la identidad indígena. Esto no significa la existencia de un ser indígena esencial. Al contrario, tanto el pasado como lo que se entiende por indígena son una producción histórica determinada por un contexto y por múltiples necesidades de una época en particular.

Una de las formas de reconfiguración de ese pasado en la historia reciente de América Latina corresponde al “despertar indígena”, ocurrido en el curso del siglo xx y lo que va del xxi. Desde los años ochenta surgieron diversas movilizaciones indígenas para exigir un lugar digno para sus identidades, afirmadas como la más alta expresión de la diversidad cultural y como grupos susceptibles de un tratamiento que derivaría de su presencia milenaria en el continente. En respuesta, desde los años noventa, diversos Estados comenzaron a reformar sus estructuras tanto políticas como administrativas, modificando principalmente sus constituciones para incluir el reconocimiento de los pueblos indígenas. Igualmente, en 2007 la presencia del tema indígena logró elevarse a rango universal a través de la Declaración sobre los derechos de los pueblos indígenas promulgada por la onu, que reconoce un lugar especial de los pueblos originarios en el mundo y la importancia de sus derechos colectivos.

Esta trayectoria de lo indígena ha formulado y fortalecido un discurso multicultural que define de una nueva manera la autoctonía y su práctica en la esfera pública. En este espacio semántico, la disputa se resume en poder atribuir una forma de gestión y de participación de los pueblos indígenas que derivaría de su “anterioridad” frente a los Estados-naciones.

En México, la búsqueda de modos para abordar la cuestión indígena –tema ya histórico en el país– ha incorporado esta visión multicultural, pero también la necesidad de nuevos mecanismos de acción pública. Así, en 2001, el artículo 2º de la Constitución2 se transforma para dar lugar a un reconocimiento de los pueblos indígenas como la base original de la nación multicultural. Desde entonces, nuevas categorías han emergido y se han impuesto públicamente, tales como “pueblos originarios”, “comunidades ancestrales”, “identidades tradicionales”. Este conjunto de vocablos, íntimamente unidos, expresa una definición de la identidad indígena que nos remite a una continuidad entre los indígenas contemporáneos y las antiguas civilizaciones precoloniales. Más allá del contenido histórico específico de estas definiciones, su éxito ha radicado en poder argumentar la anterioridad del indígena frente a la sociedad moderna.

Pero, ¿cómo se fundamenta esta concepción ancestral derivada de la continuidad y la anterioridad histórica? Una de las vías para legitimar dicha continuidad en la escena política ha sido la integración y la circulación de la categoría de “memoria”. Bajo un estatus aún ambiguo, a partir de ella se designa la transmisión y la permanencia de la herencia precolonial que forjaría la continuidad de lo indígena y, por tanto, su anterioridad histórica.

Un punto central respecto de esta categoría, surgida en contextos diversos a lo largo del siglo xx, es que ella propone no sólo una reflexión sobre la identidad individual o colectiva, sino que abre la vía a lecturas morales sobre el pasado. Este tema se ha convertido en uno de los retos de la historiografía contemporánea.

Desde esta perspectiva, más allá de la documentación de los modos concretos o de las expresiones colectivas de la memoria,3 que sería el ámbito de un trabajo etnográfico, es posible comenzar a sentar las bases de una historiografía que nos permita analizar y comprender diversas formas locales de una categoría que circula hoy mundialmente. La ola memorial trasnacional, que hoy ocupa a las ciencias sociales y que articula una variedad de reclamos identitarios, nos muestra la presencia de nuevas formas de relación con la historia en el espacio público4 y una transformación en la experiencia del tiempo en las sociedades contemporáneas.5

En el caso de la apropiación de esta categoría para el tema indígena en México, encontramos rastros en la manifestación de grupos de interés que politizan su acercamiento a la historia. En el ámbito del multiculturalismo indigenista, las referencias a los pasados precoloniales en el debate público han puesto en valor una memoria autóctona, cuya referencia al tiempo y a la historia coinciden hoy con el tema de la diversidad cultural. El sentido de esta diversidad suele expresarse como la presencia de culturas con una herencia histórica milenaria, asegurada por su memoria colectiva.6

Lo que aquí está en cuestión no es ni la autenticidad ni la legitimidad del lugar que los pueblos indígenas ocupan en el paisaje nacional, sino la configuración de los argumentos que los posicionan estratégicamente como grupos ancestrales. El análisis de la reapropiación de la categoría de memoria puede mostrarnos que, más allá de la antigüedad milenaria de los grupos indígenas, la figura pública de lo autóctono reanuda con un discurso mundial sobre el reconocimiento de pasados alternativos arraigados en la memoria de los grupos en cuestión. Posteriormente esta memoria toma un tono político, al hacer de ese pasado un argumento de legitimidad y de derechos.

El reto no consiste en comprender la supervivencia de un pasado ancestral, sino en entender cómo ese pasado se integra al presente bajo nuevas formas, como la de memoria.

Sin embargo, la restitución de la categoría de memoria, en el caso de México, posee características particulares y un contexto especial de emergencia. Nuestro propósito será mostrar algunos elementos en los que podemos observar la aparición de esta categoría como modo de reforzar la imagen pública de lo indígena.

En efecto, ante la presencia de la categoría de memoria en el debate público sobre el indígena y su anterioridad frente al Estado, nos preguntamos: ¿qué operaciones históricas y políticas se han requerido para que hoy en día la ancestralidad atribuida a lo indígena parezca natural? ¿Por qué actualmente la categoría de memoria fortalece la circulación de esta ancestralidad y nutre el concepto de “pueblos originarios”? ¿Cuál es el trasfondo de urgencias del presente que han hecho “renacer” una memoria autóctona mexicana? Finalmente, ¿qué transformaciones de orden más general en la experiencia del tiempo y en el relato histórico han permitido que un pasado milenario parezca evidente o, aún más, necesario?

En un primer momento analizaremos cómo ha surgido una visión de los pueblos indígenas contemporáneos como poseedores de un pasado ancestral. Veremos cómo durante el siglo xx y lo que va del xxi diversas transformaciones históricas en la manera de concebir la imagen pública y política de lo indígena han dado lugar a que se le vincule con el pasado precolonial. En un segundo momento, y con la finalidad de integrar una dimensión de análisis global, examinaremos el modo en que la categoría de memoria ha sido retomada en la semántica de la indianidad que hoy en día es central para diversas políticas interculturales en torno a los pueblos indígenas. Propondremos finalmente cómo la reconfiguración de la historia indígena a partir esta categoría responde no sólo a las disputas identitarias de la región de América Latina, sino a un fenómeno mundial de transformación de la experiencia del tiempo en las sociedades contemporáneas.

 

Mutaciones históricas de la imagen del indígena en México:

la génesis de la ancestralidad prehispánica

 

Si bien hoy en día se ve a los indígenas como los herederos legítimos del pasado prehispánico, esto no siempre ha sido así. Su reivindicación como receptáculo esencial de una sabiduría ancestral designa antes un discurso con un devenir propio que una entidad cuya naturaleza fuese inmutable. Igualmente, diversos son los procesos que hacen que múltiples actores tomen como prueba de intemporalidad lo que es producto de la historicidad.

En las líneas que siguen analizaremos tres momentos históricos que en México han producido una imagen pública de los indígenas como portadores de una herencia milenaria.

Una de las primeras mutaciones podemos situarla en la época posterior a la Revolución de 1910. Al término del conflicto, la necesidad de fundar un Estado-nación requirió dotar de profundidad histórica y de un ser singular a México. Esta necesidad favoreció la construcción de una narrativa legitimadora en que el pasado prehispánico reapareció como fuente de identidad nacional. Tal reformulación ancló sus raíces en la grandeza de las civilizaciones prehispánicas. El pasado precolombino, vuelto así un “estado de naturaleza”7 precedente al Estado, sería puesto al centro como la verdadera herencia histórica de la nación. Sin embargo, esta herencia sería declarada como un pasado que debía ser superado para poder lograr un futuro de progreso. Así, el pasado prehispánico sería reconstruido como fuente de herencia histórica, pero no de porvenir.

Ahora bien, la construcción de un pasado lustroso y fundador formó una nueva imagen pública del indígena que impregnaría el imaginario social mexicano. La ideología nacional que difundió esta imagen fue el indigenismo, desarrollado desde los años posteriores a la revolución de 1910 a 1917, y cuyo ocaso, al menos oficial, se vería hacia el año 2003.8 El indigenismo puede ser considerado como un “estilo de pensamiento” que incluyó

 

no sólo la producción de los antropólogos, las instituciones responsables de la política hacia los indios, las acciones y visiones de los funcionarios de los organismos gubernamentales, sino también la historiografía nacionalista, los discursos ideológicos de la educación pública, el trabajo de los arqueólogos, los discursos de los funcionarios de Estado e incluso la producción artística que exalta a las culturas indígenas como origen de la nacionalidad mexicana. Todas estas expresiones culturales y políticas están íntimamente ligadas al ejercicio del poder y se inscriben de manera coherente en el proceso de formación del Estado mexicano de la época postrevolucionaria.9

 

La búsqueda de la “nacionalidad mexicana” favoreció la reconstrucción del pasado indígena como portador de una grandeza extraordinaria, eclipsada por la colonización y por la imposición de la religión católica. De este modo, fueron los indigenistas quienes por primera vez vincularon a los indígenas prehispánicos con los contemporáneos.10 Pero considerar que un tiempo de tan larga duración siguiera vivo requirió también la refundación del relato histórico nacional, en el que el pasado colonial comenzaría a ser olvidado.

Estas ideas desembocaron en la puesta en escena del indígena como elemento original de la nación, poseedor de atributos ejemplares.11 Sin embargo, a pesar de la exaltación de los rasgos positivos de un indígena ideal, el indigenismo se convertiría en una política de integración de los indígenas con el objetivo de construir una nación que borraría las diferencias étnicas para acceder a la modernización. Las culturas del pasado, si bien eran aceptadas como receptáculos de identidad y de profundidad histórica, paradójicamente no serían una fuente de porvenir, tal como queda expresado por Gamio:

 

El indio posee una civilización propia, la cual, por más atractivos que presente y por más alto que sea el grado evolutivo que haya alcanzado, está retrasada con respecto a la civilización contemporánea, ya que ésta, por ser en parte de carácter científico, conduce actualmente a mejores resultados prácticos, contribuyendo con mayor eficacia a producir bienestar material e intelectual, tendencia principal de las actividades humanas.12

 

El camino de la modernidad sería, entonces, construir una nación homogénea garante de bienestar para sus ciudadanos, que deberían gozar todos de igualdad. A partir de este ideal de unificación, la tarea del indigenismo sería conocer y gestionar a los pueblos indígenas con la finalidad de integrarlos. Esto favoreció la transformación del indigenismo en una verdadera política de Estado,13 cuyo proyecto fue precisamente la “nación mestiza”, entidad supraétnica en la que tanto mestizos como indígenas deberían reconocerse. En general, este proyecto de nación se expresaría en la fórmula que veía a México como un país con un pasado indígena, un presente mestizo y un futuro occidental.14

Para lograr este ideal, el indigenismo incorporó tareas de educación, castellanización, trabajo y desarrollo del campo, así como un mercado interno para el comercio indígena. Serían fundamentales las acciones del Instituto Nacional Indigenista, fundado en 1948 y principal órgano estatal de ejecución de la política indigenista con centros operadores presentes en todo el país.15

 

Empero, a pesar del poder otorgado al indigenismo y de la tentativa de gestionar la cuestión indígena desde la centralidad el Estado, las condiciones de vida de los indígenas no experimentaron mejoras tangibles o significativas. Al contrario, se incrementaron su degradación paulatina y la miseria. Además, la figura abstracta del indígena nacional favoreció la invisibilidad de la pluralidad interna de las poblaciones consideradas autóctonas. Así, las fallas de las pretensiones integracionistas, asociadas a la degradación permanente de las condiciones de vida de los indígenas, desembocaron en diversas movilizaciones de reivindicación de entre las cuales sobresale, por su alcance internacional, el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en Chiapas, en el año de 1994.16

Aunque el zapatismo no representa la totalidad de las situaciones de la vida indígena17 y de sus demandas sociales, su emergencia significó una poderosa crítica al indigenismo en su pretensión de construir un Estado homogéneo y avanzar hacia la modernización. Retomando la figura del indígena como representativa de la identidad nacional, el zapatismo reivindicaba, sin embargo, la diversidad cultural y el derecho a la diferencia, rechazando el objetivo integracionista. Del mismo modo, el movimiento se distinguió por su demanda de autonomía y autodeterminación, tanto cultural como política, de las comunidades indígenas.

Tomando distancia del indigenismo, la rebelión zapatista incluyó una dimensión reivindicatoria y una demanda de transformar el Estado en una entidad pluricultural. Este reclamo se expresa particularmente en la célebre frase zapatista de “un mundo en el que todos los mundos tengan su lugar”. Así, el movimiento puso en tela de juicio la idea de que los indígenas deberían abandonar sus tradiciones para integrarse al Estado proponiendo que éste deberá refundarse para vincularse de nuevo con su diversidad esencial.

Una de las dimensiones fundamentales del movimiento zapatista es que éste se forja también a través de una relectura de la historia, presentándose como una lucha de la memoria contra el olvido.18 El recurso a la memoria y la recuperación de la historia como vectores de la identidad son rasgos centrales de los comunicados del zapatismo que han ofrecido una nueva imagen pública de lo indígena. En varios de estos textos aparece la cuestión de la continuidad transhistórica de los pueblos indígenas que, si bien era también admitida por el indigenismo, para el zapatismo se vincula con la resistencia y la lucha:

 

Hoy nosotros, los soldados zapatistas, los guerreros de las montañas, somos los mismos que peleamos contra la Conquista española, los que luchamos con Hidalgo, Morelos y Guerrero. Los mismos que resistimos la invasión del imperio de las barras y las turbias estrellas […]. Los mismos que con Villa y Zapata recorrimos la República entera para hacer una Revolución que murió entre los libros […]. Los mismos que con Arturo Gámiz asaltamos el cuartel de Madera. Los mismos que caminamos la montaña y la muerte con Lucio Cabañas y Genaro Vázquez Rojas.19

 

La idea de la continuidad de la identidad indígena suscrita por el zapatismo busca dar profundidad histórica a la lucha y definirla como milenaria,20 pero el vínculo con la historia no solamente tiene una dimensión retrospectiva, sino que el pasado se presenta como fuente de porvenir. La evocación de la sabiduría de los ancestros tiene el objetivo de avanzar hacia el futuro, tal como señalan los zapatistas:

 

La montaña nos habló de tomar las armas para así tener voz […]. Nos habló de guardar nuestro pasado para así tener mañana. En la montaña viven los muertos nuestros, y cajitas que hablan nos contaron la historia que viene de ayer y apunta hacia el mañana.21

 

Esta concepción del zapatismo acerca de la historia fragua el sentido de la identidad indígena como una continuidad milenaria en resistencia frente a agentes externos. El núcleo de la identidad, como producto de una línea de tiempo en que pasado y futuro se funden, busca legitimar la lucha del presente. En tal sentido, el viraje respecto del indigenismo no radica en hacer un llamado a la antigüedad del mundo prehispánico, cosa que el indigenismo ya hacía. Al contrario, la figura del indígena que el zapatismo representa abandona la idea de que la base histórica de la nación debe ser superada por el proyecto de modernidad y unidad. De esta forma, la reapropiación de la historia milenaria migra desde el sector estatal hacia los movimientos de resistencia indígena. Si el indigenismo había mantenido el monopolio de determinar el sentido de la alteridad, de la nación y del Estado, el zapatismo vino a fracturar esa certeza y a modificar el emplazamiento político del indígena.

Por otra parte, debemos señalar que el levantamiento zapatista no se limita a un debate intelectual o a una nueva ideología en torno a la identidad indígena. No huelga recordar que el zapatismo emergió como un movimiento armando que en diversas ocasiones acarrearía represalias por parte del aparato gubernamental, tal como la que se llevó a cabo en la localidad de Acteal, en el municipio de Chenalhó, el 22 de diciembre de 1997.

De igual forma, se entablarían una serie de negociaciones con el Estado de las que resultaron la creación de la Comisión de Concordia y Pacificación (cocopa) en 1995, la firma de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar el 16 de febrero de 1996, y finalmente la modificación del artículo 2º de la Constitución. La reforma de este artículo puede ser considerada como el símbolo de la tercera mutación en la figura pública de lo indígena, que proponemos analizar enseguida.

Al comenzar su mandato, y habiendo prometido solucionar la cuestión indígena en Chiapas, el presidente Vicente Fox Quesada sometió una propuesta de modificación al artículo 2º de la Constitución mexicana.22 Este artículo introduce finalmente el reconocimiento de los pueblos indígenas como parte fundamental de la nación, afirmando, como se vio líneas atrás, que ésta tiene su base original en ellos. Sin embargo, el ezln no admitió esta reforma, pues no significó un cambio radical en materia legal, ya que reconoce a los pueblos indígenas como “sujetos de interés social” pero no como “sujetos de derecho”,23 dejando a la voluntad de cada estado federal la creación de marcos jurídicos operativos.24 Así, la modificación constitucional no respondió a las demandas de autonomía y autodeterminación25 que se encontraban en la base del zapatismo, sino que tomó la vía de la multiculturalización, apegándose, con sus debidas distancias, a las legislaciones internacionales en materia de pueblos indígenas, tal como el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (oit).

Por otra parte, la reforma constitucional no fue sólo una tentativa estatal de resolver el conflicto en Chiapas, sino que es producto de transformaciones trasnacionales en cuanto al papel de los pueblos autóctonos en el mundo.26 Estas transformaciones tienen que ver con la ola multicultural que modifica el estatus y la imagen de los indígenas respecto del Estado, poniendo en circulación una nueva semántica de la indianidad fundada en su reconocimiento como “pueblos originarios”. La instalación de este nuevo concepto es precisamente el punto fundamental de lo que consideramos la tercera variación de la imagen de lo indígena.

El multiculturalismo se ha conformado como discurso mundial y oficial sobre la diversidad cultural, con un desarrollo exponencial en América Latina. Tal como señala Charles Hale, este marco ideológico para gestionar a las minorías étnicas es producto paralelo al desarrollo del neoliberalismo afianzado por la firma del tlc en 1993, que creó la apertura de un espacio de comercio global. Pero debido a que diversas movilizaciones indígenas tuvieron lugar como oposición frente a estas decisiones comerciales trasnacionales, resultaba necesario un nuevo modo de gestionarlas. Así, el multiculturalismo neoliberal constituye un espacio político que responde a las demandas de los grupos autóctonos, pero a condición de establecer a priori la definición de lo que será legitimado y aceptado como “indígena” en el espacio no sólo nacional sino trasnacional. En efecto, esto ha constituido en varios países de América Latina una versión del “indio permitido”,27 que participa en la vida política en la medida en que se integra a los estándares de “etnicidad” fijados por el multiculturalismo, yendo so long as it not goes too far, como afirma Hale.28

Por otra parte, el predominio del neoliberalismo y de sus nuevas lógicas económicas se desarrolla a través de la transformación de una de las bases de su predecesor, el liberalismo. Si en el liberalismo la figura principal era el individuo, en el neoliberalismo la figura de los grupos toma un lugar central. El neoliberalismo hace un llamado a los derechos culturales, a las nuevas políticas de la identidad y a nuevos mecanismos de gestión de la diversidad cultural, temas para los cuales el multiculturalismo permanece como el gran campo oficial de discusión. Es precisamente en este marco que hace su aparición el concepto de “pueblos originarios” como una vía para culturalizar el problema de las reivindicaciones étnicas y hacerlas entrar en el proceso de su regulación.

Como consecuencia del surgimiento de la diversidad cultural, diversos Estados tomaron la ruta de la multiculturalización de sus políticas, creando así universos administrativos adaptados a la categoría de “pueblos originarios”. En México, esta categoría ha permitido recentrar la identidad indígena nuevamente como una cuestión de Estado. Sin embargo, a diferencia del indigenismo, los “pueblos originarios” no sólo forman parte de una retórica estatal o de la necesidad de crear una homogeneidad nacional; al contrario, la transformación de los indígenas en “pueblos originarios” corresponde a un nuevo discurso mundial que busca gestionar la diferencia étnica a través de su despolitización.29

Quisiéramos hacer especial hincapié en que, tal como en los dos momentos anteriores de la mutación de la figura de lo indígena, esta nueva semántica de la indianidad atribuye también a los indígenas un carácter histórico ancestral. En México, por “pueblo originario” se pueden entender diversas cosas, tales como la anterioridad de que gozarían estos pueblos frente a la formación del Estado-nación, o a la globalización, o como herederos auténticos del pasado prehispánico y de un origen milenario no occidental.30 Por tanto, el indígena contemporáneo se definirá por su “origen”, vinculado con la historia y con el pasado ancestral más que por sus circunstancias económicas o su ubicación territorial. Más aún, en la actualidad los indígenas son vistos y atendidos como poblaciones que requieren de derechos y de instituciones especiales derivadas de este “origen” singular.

Sin tener un sentido claramente definido, este concepto de circulación masiva de “pueblos originarios” ha conllevando una relectura de la historia que genera una amplia ambigüedad sobre su estatus historiográfico. Esto nos conduce a plantear el problema fundamental compartido por las tres mutaciones de la identidad indígena en México. Tanto el indigenismo como el zapatismo y el multiculturalismo sostienen y se fundan en la continuidad transhistórica de los indígenas, pero, ¿cómo justificar dicha continuidad?

¿Qué podría fundamentar o reforzar la convicción de que un origen ancestral permanece vivo en la época contemporánea, siendo fuente privilegiada de la identidad indígena, así como fuente de la reivindicación y de otorgamiento de derechos especiales? ¿Qué concepción de la historia o de los sucesos históricos tendría que suscribirse para afirmar que los pueblos indígenas serían no sólo el producto de este prístino origen, sino que poseerían un acceso privilegiado a él?

En las reflexiones que siguen exploraremos cómo paralelamente a la introducción del concepto de “pueblos originarios” se instaura la categoría de memoria para moldear un relato histórico que busca construir y legitimar la permanencia de un origen ancestral. Asimismo, examinaremos cómo la incorporación de esta categoría como medio de conservación del pasado corresponde a un proceso más amplio de “mundialización de la memoria”, fenómeno que se configura a través del surgimiento de nuevas historicidades que se activan o se integran en relación con reivindicaciones políticas.

 

La categoría de memoria indígena:

del pasado prehispánico a la historia del tiempo presente

 

Si bien los objetivos, los proyectos y las necesidades políticas del indigenismo, el zapatismo y el interculturalismo son bastante distintos, los tres comparten la afirmación de un vínculo esencial entre el pasado prehispánico y los indígenas contemporáneos. Así, el mito del indígena milenario está presente ya sea como parte de una ideología nacional o como estandarte de la resistencia.

Sabiendo que el problema puede ser abordado de maneras diferentes, quisiéramos examinarlo desde una perspectiva historiográfica, interrogando particularmente sobre el modo en que se legitima discursivamente la herencia transgeneracional del pasado prehispánico

Nuestra hipótesis es que la convicción en torno a la supervivencia y la transmisión del pasado ancestral responde a la idea generalizada de que existe una memoria que preserva la continuidad histórica. Evidentemente, el frecuente recurso a esta categoría no significa que su status sea claro; más bien es bastante ambiguo, por lo cual no es anodino comenzar a sentar las bases de un rastreo historiográfico sobre los rasgos y usos de esta categoría en los modos actuales de concebir lo indígena. Veremos posteriormente cómo la reconfiguración contemporánea del pasado prehispánico es un modo concreto y local del fenómeno mundial del surgimiento de la categoría de memoria.

Una de las primeras huellas de la memoria indígena se encuentra en el célebre libro México profundo, una civilización negada, de Guillermo Bonfil Batalla, publicado en 1987. Esta obra nos parece ser la suma y síntesis crítica tanto de las diversas posturas indigenistas como también de su radicalización. Por otra parte, México profundo es una pieza clave que representa intelectualmente el tránsito entre el indigenismo y el zapatismo. Las ideas en él contenidas se expandirían rápidamente para encontrar múltiples ecos y reapropiaciones.

El objetivo de la obra de Bonfil Batalla fue llevar a cabo una revisión crítica del indigenismo a través del análisis de la identidad indígena y, más ampliamente, de la identidad nacional. Contrariamente a los indigenistas, que veían a los indígenas como el elemento original de la nación, pero también como un obstáculo para la modernización, Bonfil Batalla afirma que el verdadero ser nacional reposa en el indígena, quien no puede ni debe ser sobrepasado por el proyecto de una nación mestiza.31 Esta esencia de la nación profunda habría sido prefigurada a través de los milenios y conservada cuidadosamente en la memoria histórica de los indígenas. Es bajo esta concepción que Bonfil Batalla elabora su célebre teoría sobre la existencia de dos matrices culturales opuestas: el México profundo y el México imaginario,32 el primero como verdadero ser del país y el segundo como un marco ideológico falso y deformador de la identidad implantado desde la Conquista.

La sobrevivencia del México profundo, cuya esencia radica en su pasado prehispánico, estaría garantizada, según el autor, por la memoria de los indígenas. Si bien se refiere pocas veces a la categoría de memoria, ella atraviesa su obra y cobra el sentido de un conjunto de sólidos conocimientos, prácticas rituales y creencias mágicas. De la misma forma, la memoria es el elemento que permitiría la conservación de las tradiciones y las costumbres originales de los pueblos indígenas. En ocasiones se refiere al término historia milenaria o, en otras, habla directamente de memoria histórica, pero en todo caso podemos adelantar que por ambos entiende un proceso de acumulación y de transmisión simultánea de formas culturales. De igual forma, Bonfil Batalla duplica la concepción de la memoria definiéndola como instrumento de la lucha:

 

La memoria histórica se convierte en un recurso fundamental que permite, por una parte, mantener vivo el recuerdo de los agravios y las desventuras y, por la otra, colocar la etapa de sometimiento como una situación transitoria, reversible, que será cancelada definitivamente con el triunfo de la sublevación. La vuelta al pasado se convierte en un proyecto de futuro. La conciencia de que existe una civilización recuperable permite articular firmemente la subversión.33

 

De tal modo, y a pesar de la colonización de un gran conjunto de aspectos de la vida desde la llegada de los españoles, la memoria histórica sería la garantía de la sobrevivencia y de la defensa de los indígenas. Más radicalmente, Bonfil Batalla está convencido de que la recuperación del pasado indígena corresponde a un proyecto más amplio de descolonización del país que permitiría retomar el verdadero rumbo histórico de la nación.

La idea forjada en México profundo se extendió en México con bastante éxito, integrándose en el conjunto de la percepción nacional de la identidad indígena contemporánea. Diversos intelectuales, así como representantes de los movimientos indígenas, suscriben hoy la tesis de la existencia de una memoria guardiana del pasado prehispánico. Por esta vía es clara la resonancia que, sin duda alguna, el texto tuvo para el movimiento zapatista, en cuyos discursos la memoria aparece como justificación de la continuidad transhistórica de la identidad indígena y como sustrato de la lucha. A este respecto, Jérôme Baschet sugiere que en el movimiento zapatista la categoría de memoria posee dos dimensiones: el
“antes” de los ancestros34 y el “después”35 de la esperanza, mezclando diversas temporalidades unificadas por el objetivo de la lucha:

La memoria se presenta como la mezcla de varias dimensiones. Incluye la historia (es decir, principalmente la historia de México enseñada por los mestizos), la memoria de los hechos históricos transmitida oralmente […] y tradiciones relativas al origen del mundo y al “tiempo sin tiempo”, que pasan de la oralidad a una forma escrita en los relatos del Viejo Antonio. Cabe subrayar que se trata de una memoria activa, que influye en la acción y promueve la lucha. Esta memoria “inmemorial”, relacionada con un tiempo antes del tiempo, es invocada como sustento de la palabra y la acción de los rebeldes […]. Al final, los zapatistas ocupan una posición paradójica: se inscriben en una memoria profunda, que atraviesa siglos de historia para llegar al tiempo sin tiempo de los antepasados y del mito, y a la vez son los olvidados de la historia, las víctimas de la desmemoria impuesta por los dominantes. Son los que más se vinculan con la memoria y los que más padecen el olvido. Memoria olvidada, raíz negada, son “el corazón olvidado de la patria”, del cual la nación todavía puede acordarse para recordarse a ella misma […]. Por eso precisamente la lucha zapatista es al mismo tiempo una revuelta contra el olvido y una rebelión por la memoria.36

 

Vemos entonces cómo la memoria refuerza la convicción de la transhistoricidad de los pueblos indígenas. Ella es el elemento que parece vincular el “tiempo inmemorial” con la época contemporánea. Para Bonfil Batalla y el zapatismo, esto constituye una evidencia con implicaciones políticas. Asimismo, la “revuelta de la memoria” representada por el zapatismo ha movilizado y relanzado la categoría en múltiples direcciones, entre las cuales la producción intelectual y las actuales políticas interculturales nos parecen centrales.

De entre los principales intelectuales en materia de historia del mundo indígena, Enrique Florescano parece haber entendido el mensaje de la creencia en la milenariedad de la identidad indígena sustentada en una memoria intemporal. En el año 2000, a más de un lustro de la rebelión zapatista, Florescano se lanza a la escritura de Memoria indígena, preguntándose cómo es posible que tal memoria haya sobrevivido a lo largo de veinte siglos. Para Florescano, ni la Conquista ni la colonización modificaron o fracturaron la herencia milenaria, puesto que el núcleo de su transmisión permanece vivo: el mito. Éste constituirá, para el autor, el dispositivo esencial de conservación del pasado común a todas las civilizaciones mesoamericanas y heredado a las poblaciones indígenas contemporáneas.

Basado en el concepto de “memoria colectiva” de Maurice Halbwachs,
Florescano analiza diversos mitos fundadores: el texto maya, el texto mixteco, el libro k’iche (a saber el Popol Vuh) y el mito nahua, todos referidos a la creación del cosmos y el principio de los reinos. A través de este trabajo, Florescano pretendió mostrar cómo el lenguaje del mito permite el resguardo de la memoria, de manera que

 

la función de estos lenguajes era recoger y ordenar los conocimientos indispensables para asegurar la supervivencia del grupo. Para cumplir ese cometido la memoria de los pueblos de Mesoamérica envolvió su mensaje en la sencillez del lenguaje oral, en la belleza del lenguaje corporal, en las luces de la escenografía y el sonido de la música, hasta componer con todo ello un canto y una escritura que invariablemente transmitían el mismo mensaje.37

 

Los lenguajes del mito no son, sin embargo, la única base de la memoria. Al final de su estudio, Florescano hace una revisión de la Conquista como acontecimiento que hirió la memoria pero que no la exterminó, pues los pueblos indígenas contemporáneos siguen sirviéndose de dos transmisores invariables: la vida agrícola y el calendario. El autor considera que estos dos mecanismos han pervivido durante siglos, avivando la memoria y haciendo que se mantenga la relación con el cosmos, con los dioses y con los ancestros a través del trabajo de la tierra. Asimismo, en la concepción del historiador, la memoria constituye el mejor mecanismo de resistencia y de lucha para la preservación milenaria de la identidad indígena contemporánea, por lo que la memoria también se inscribe en una dimensión reivindicatoria.

Este campo semántico que propone a la memoria como medio de conservación del pasado indígena, nutrido principalmente por la obra de Bonfil Batalla y reforzado por trabajos como el de Enrique Florescano, ha sido acogido ampliamente en lo que hoy es el lenguaje intercultural. El interculturalismo, conjunto de operaciones institucionales concretas, es una derivación del multiculturalismo como marco definitorio de la identidad indígena.

La ejecución de las políticas interculturales como mecanismos adaptados a los indígenas por el hecho de su “origen” singular, así como la literatura de análisis teórico al respecto, se fundan también en la convicción de la existencia de la memoria indígena. Por esta vía, el emplazamiento del indígena en el centro de estos modos de gestión y de proyectos institucionales se plantea como una tarea de rescate de su memoria histórica.38

En México, en el campo de las políticas de la educación intercultural, la justificación de programas educativos con “pertinencia cultural” se sustenta en la idea de que hay que preservar la identidad y las tradiciones indígenas ancladas en la memoria y que, para ello, múltiples adaptaciones institucionales son necesarias. Por ejemplo, en el ámbito de la educación en lenguas indígenas, se considera que su enseñanza es de vital importancia, pues la lengua es elemento que constituye la memoria histórica.39

En efecto, una vez que se admite la memoria como receptáculo del tiempo ancestral que estructura la identidad indígena,40 el proyecto de educación intercultural se enfoca a la creación de nuevas instituciones adecuadas a las tradiciones autóctonas.41 Del mismo modo, la educación intercultural suele presentarse no sólo como un ámbito de atención “culturalmente pertinente”, sino como una puerta a la crítica del universalismo occidental otrora presente en la educación. Por esta vía, la definición de la educación intercultural ha tendido también a adjudicarse un carácter “descolonizador” que reconoce que los saberes indígenas, por mucho tiempo marginados, pueden ser recuperados como una fuente de porvenir. Esto es aún más claro cuando se trata de proyectos educativos autónomos que traspasan la gestión estatal y que se legitiman como sustentados en la memoria histórica. La esperanza de “otra educación” se funda, precisamente, en la creencia en un pasado autóctono resguardado en la memoria, a la que se atribuye un carácter subversivo y disidente. Tal memoria sería capaz de cuestionar la monoculturalidad de los Estados y, así, reconstruir el tejido social a través de la activación política de pasados subalternos.

Vemos en estas ideas algunos de los modos en que se materializan las mutaciones de la imagen pública de lo indígena y cómo se conectan con fenómenos políticos y debates de Estado respecto de la manera en que éste debe relacionarse con sus minorías étnicas. La memoria como argumento para la legitimidad de la ancestralidad indígena encuentra también su enclave concreto en las instituciones que vuelven operativa la definición de lo indígena.

Sin embargo, pese al efecto de evidencia que la categoría de memoria suele generar, su conexión ideológica con la cuestión indígena es una innovación que debe ser redimensionada en su historicidad. El porqué del éxito de esta categoría en la reivindicación del pasado indígena sólo puede ser comprendido interrogando el trasfondo en que la memoria emerge como un modo de reconstruir el pasado apegándose a la identidad de los grupos concernidos.

En este sentido, el análisis de la historiografía contemporánea, en la línea de la historia del tiempo presente, avanza en mucho la cuestión. Diversos teóricos ubican la emergencia de la categoría de memoria como un producto de las transformaciones historiográficas generadas por el holocausto judío y alimentadas posteriormente con la revisión de los pasados subalternos, propuesta por los estudios culturales.42 Estos dos procesos significaron una amplia crítica de la historia como metarrelato de la modernidad, fundada en una línea de tiempo que se creía obligada a desembocar en el progreso de la humanidad. Las catástrofes del siglo xx, así como la emergencia del “otro” como reverso identitario de Occidente, trajeron consigo un desencanto frente a la idea de progreso y, con él, una pérdida de fe en la historia.43 Ante tal estado de cosas, la categoría de memoria ha hecho su aparición, encabezando

 

el surgimiento de las voces de grupos que proponen narraciones históricas tendientes a rechazar no solamente la historia nacional, sino una parte importante de la historia en términos científicos, acusada, en el mejor de los casos, de ser ciega frente a los “olvidados” de la historia, y en el peor de los casos, de ser una historia oficial productora de tabús.44

De manera que la memoria y su estatus contemporáneo provienen, antes que de una conservación milenaria del pasado, de las formas en que la experiencia del tiempo se transformó en el siglo xx. Con la era de la post-catástrofe se abre un nuevo sentido del acceso al pasado, en que las víctimas históricas retoman la palabra y se entabla así un juego entre el derecho a la memoria y el deber de memoria.45

En este entramado constatamos también el surgimiento de múltiples modalidades de víctimas históricas reposicionadas frente a una nueva manera memorial de narrar la historia. El holocausto judío se ha transformado en el “tropos universal” del sufrimiento humano que permite abordar situaciones específicamente locales, lejanas en términos históricos y diferentes en términos políticos respecto del acontecimiento original,46 lo que genera un modelo de acercamiento moral al pasado del que muchos grupos se sirven para reivindicar su posición política. Ello ha desencadenado un proceso de “mundialización de la memoria”, en el que el término se ha colocado en el centro de todo tipo de debates en torno al pasado, como si con sólo evocar el término se desplegara “una dimensión ética casi mágica, que permitiera paliar la incertidumbre creciente en cuanto a la historia como disciplina”.47

Este fenómeno toma formas concretas según el contexto y según los grupos concernidos. A este respecto, en la actualidad constatamos diversas manifestaciones de reconfiguración del pasado desde la categoría de memoria, tales como los nuevos acercamientos al pasado de la trata de esclavos negros, considerado como “la última expresión de la memoria”.48 Sin embargo, la memorialización de los pasados, como hemos visto a lo largo de este análisis, concierne también a la revisión del pasado de grupos autóctonos.

La reconstrucción del pasado indígena desde la lente de la memoria corresponde también al esquema que busca tener acceso a las víctimas de la historia, reivindicarlas y reparar las ofensas. Los indígenas contemporáneos, además de ser considerados como pueblos milenarios, son descritos en relación con su sojuzgamiento durante los procesos de conquista y colonización.49 En los casos que hemos presentado, el movimiento zapatista ha sabido aprovechar bien este léxico, uniendo la cuestión de la reivindicación con una lectura del pasado en que los indígenas son las víctimas históricas de la Conquista de México, además de ser hoy en día las víctimas del neoliberalismo y las políticas capitalistas. Este tipo de revisiones de la historia es la marca de un fenómeno que llamamos la autoctonización de la memoria.

Ahora bien, esta compleja conexión entre las manifestaciones de la memoria desde las catástrofes de la historia contemporánea y el renacimiento de las identidades indígenas responde también a la activación de nuevas formas de historicidad. En efecto, los crímenes contra la humanidad del siglo xx han inaugurado el régimen de historicidad presentista que, en la concepción de François Hartog, es la marca de una crisis del tiempo donde el pasado ya no es un ejemplo a seguir y el futuro permanece incierto y bloqueado, lo que condena la experiencia de la historia a “la invasión del horizonte por un presente cada vez más inflado, hipertrofiado”,50 que gira eternamente sobre sí mismo. Empero, creemos que a la par de este presentismo, que desde luego se sirve de la memoria para hacer que el pasado esté paradójicamente siempre presente, se da un fenómeno de búsqueda de fuentes de porvenir. Una de las formas generalizadas del intento por “reabrir el porvenir” es hoy una paradójica vuelta al pasado. Parece ser que en nuestra época, mientras más remoto y primigenio parezca ser este pasado, más posibilidades tendría de transmitirnos una sabiduría inmaculada capaz de hacer fluir el futuro.

Así, la promoción de las sociedades autóctonas en el espacio público se presenta como una búsqueda de soluciones para el mundo actual, pretendiendo una vuelta a lo que nos precede y que viene desde la profundidad de los años. Esta apuesta puede ser comprendida, finalmente, a la luz de lo que Jean-Loup Amselle llama “retro-revoluciones”,51 que designan el surgimiento de primitivismos contemporáneos en los que la autenticidad y la tradición reaparecen como instrumentos de poder. La nueva imagen de lo indígena que circula hoy en los debates políticos sobre la relación entre el Estado-nación y sus grupos étnicos nos parece efectivamente traducir un proceso de politización de los pasados precoloniales. Finalmente, un punto fundamental es no entender tal pasado como una realidad histórica inmutable o evidente. Las reapropiaciones de la historia en la esfera pública son, ante todo, un modo de posicionarse políticamente en un medio de luchas y tensiones por el pasado, el presente y el porvenir.

 

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Recibido: 18/12/2013. Aceptado: 28/07/2014

1    Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, Centro de Investigaciones Históricas, Francia.

190 Avenue de France, 75013, París, Francia.

 

2    Reformado en 2001, el artículo 2º de la Constitución política de México señala que “la Nación tiene una composición pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas, que son aquellos que descienden de poblaciones que habitaban en el territorio actual del país al iniciarse la colonización y que conservan sus propias instituciones sociales, económicas, o parte de ellas”. http://info4.juridicas.unam.mx/ijure/fed/9/3.htm

3    Hay que señalar, a manera de advertencia, que en los diversos debates en torno a la memoria suelen utilizarse términos diferentes tales como memoria colectiva, memoria política o memoria histórica, principalmente, lo cual nos muestra que el significado de esta categoría es aún bastante inestable. En este aspecto, el trabajo de Maurice Halbwachs sobre la memoria colectiva es aún hoy un referente clásico, sobre todo cuando se trata de definir cómo se configura el recuerdo social y cómo éste precede y posibilita la memoria individual. Sin embargo, actualmente la memoria se relaciona con temas de reparación de deudas históricas, de justicia retributiva o de derechos históricos. La variedad de necesidades políticas de casos que entran en estos rubros hace que se multipliquen los usos de la categoría, lo cual también hace bastante inestable su significado. Si bien nuestro análisis se centra en un uso político del término, el trabajo de diferenciar y categorizar los sentidos del término excede el alcance del trabajo.

4    Rousso, La dernière catastrophe.

5    Hartog, Régimes.

6    Florescano, Memoria.

7    La fundación del Estado mexicano responde perfectamente al proyecto de la modernidad, que concebía el Estado como contrato social, capaz de sobrepasar el estado de naturaleza en que se encuentran los hombres originalmente. La característica del contrato social es garantizar la igualdad no entre los hombres en estado de naturaleza, sino entre ciudadanos. Con excepción de Rousseau, la mayoría de los teóricos del contractualismo aceptaron la necesidad de un contrato social, encarnado y dirigido por el Estado, creador de unidad y garante del progreso de una nación.

8    Año de desaparición del Instituto Nacional Indigenista y la subsiguiente creación de la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, por decreto del Presidente Vicente Fox, el 21 de mayo de 2003.

9    Zolla y Zolla, Los pueblos, s/p.

10    López Caballero, “Quel héritage?”

11    Dowson, “From models”.

12    Gamio, Forjando patria, p. 96.

13    Lampérière, “Expertises”.

14    Aguilar Rivera, “Rêves”.

15    Deverre y Reissne, “Les figures”.

16    Si bien el ezln fue formado desde 1983 en Chiapas con una orientación marxista-leninista, su levantamiento oficial como movimiento indígena coincide con la firma del tlc, en noviembre de 1993, entre México, Estados Unidos y Canadá. La apertura comercial que se dio gracias a este acuerdo golpeó directamente las condiciones de vida de los indígenas mexicanos incrementando el desempleo y la carencia. Hacia la época de la manifestación del ezln, 60% de la población indígena mayor de 12 años se encontraba desempleada, 43% contaba con salarios inferiores al salario mínimo y casi 30% de los habitantes de municipios indígenas no tenía ningún ingreso. López y Rivas, Nación, pp. 140-142.

17    Hay que recordar que el movimiento zapatista está integrado en su mayoría por las comunidades indígenas tzeltal, tzotzil, tojolabal y chol que, por supuesto, no son las únicas en el país.

18    Baschet, “L’histoire”.

19    La palabra de los armados de verdad y fuego, ccri/15/9/94.

20    Concepción que es clara en la siguiente frase zapatista: “desde muy lejos, desde el tiempo sin tiempo, viene la palabra a nuestras voces”; en Monsiváis, Documentos,
vol. 3, p. 62.

21    Monsiváis, Documentos, vol. 3, p. 313.

22    La modificación de este artículo encuentra sus antecedentes en la propuesta presidencial de reforma del artículo 4º en 1990, que buscaba traducir en la ley mexicana las disposiciones del Convenio 169 de la oit.

23    Zolla y Zolla, Los pueblos, s/p.

24    Hoy en día, 23 de 31 estados de la federación han promulgadao leyes indígenas concernientes a sus poblaciones. Ver http://www.redindigena.net/leyes/

25    Adonon, “Le droit”.

26    Paula López Caballero abunda notablemente en el análisis sobre la relación entre las modificaciones de la legislación en México respecto de los pueblos indígenas y la transformación de los estándares de modernidad internacionales, que hoy en día reconocen que mientras más diverso es un Estado culturalmente hablando, más moderno puede considerarse. En López Caballero, “The National Utopia”.

27    Hale, “Rethinking”.

28    Hale, “Does Multiculturalism”, p. 490.

29    Se trata de un nuevo campo de gestión y control de las reivindicaciones étnicas que Guillaume Boccara ha conceptualizado como etnogobierno, en tanto arte de gobernar al otro a través del proceso de su exotización, patrimonialización y nacionalización. Para reconducir adecuadamente a este otro en el nuevo sistema mundial económico, el multiculturalismo toma la forma de “una efectuación de la racionalidad económico política del neoliberalismo en el terreno sociocultural. [El multiculturalismo] contribuye a desconectar los fenómenos culturales y étnicos de sus determinaciones socioeconómicas, etnizando las luchas sociales y disociándolas de las desigualdades socioeconómicas de orden estructural”. Boccara, “Le gouvernement”, p. 197.

30    Hernández Reyna, El concepto.

31    Bonfil Batalla, México profundo.

32    Gonzalo Aguirre Beltrán señaló críticamente que México profundo “postula la necesidad del rescate del mestizo, la indigenización del hombre de mezcla que constituye con el indio supérstite el México profundo, auténtico. Este rescate implica no sólo la detención del proceso de asociación-aculturación, sino una marcha atrás utópica”. Aguirre Beltrán, “Del materialismo”, pp. 17-18.

33    Bonfil Batalla, México profundo, p. 189.

34    Baschet, “La rebelión”. De igual forma, Baschet hace un análisis de la oposición de la memoria zapatista frente al presente perpetuo del neoliberalismo en “L’histoire”.

35    Daniela Albarrán afirma que, contrariamente a la historia oficial, “los héroes de la lucha por la justicia social son aquellos que recupera la memoria del ezln para justificarse y fundamentar su lucha”, como es el caso de Emiliano Zapata. En Albarrán, “Los usos”, s/p.

36    Baschet, “La rebelión”, s/p.

37    Florescano, Memoria, p. 38.

38    Ver particularmente la presentación del Tercer Encuentro del Libro Intercultural y en Lenguas indígenas, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México, disponible en http://www.conaculta.gob.mx/detalle-nota/?id=29581#.Uq4M7fTuKSo

39    Programas de formación continua 2010-2011, sep, México

40    Medina Melgarejo et al., “Comunidades”.

41    Diversas instituciones creadas a partir de la multiculturalización, tales como la Coordinadora General de Educación Intercultural y Bilingüe (2001), la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (2003) mencionada anteriormente, la del Instituto Nacional de la Lengua Indígena (2003), la Unidad Especializada para la Atención de Asuntos Indígenas adjunta a la Subprocuraduría de Derechos Humanos, Atención a Víctimas y Servicios a la Comunidad (2003), y las Comisiones de Asuntos Indígenas del Congreso de la Unión, creadas en 2004. El caso más complejo nos parece ser el conjunto de universidades interculturales en varias regiones del país con grupos étnicos y que incorporan programas educativos adaptados a las comunidades donde se establecen. Existen, por supuesto, proyectos de educación autónoma, como el caso de las escuelas zapatistas en Chiapas.

42    Rufer, La nación, pp. 58-59.

43    Hartog, Croire.

44    Rousso, “Vers une mondialisation”, p. 5.

45    Traverso, Le passé.

46    Huyssen, “Pretéritos”, p. 20.

47    Rousso, “Pour une histoire”, p. 250.

48    Joutard, “Mémoire”, p. 787.

49    Clavero, Genocidio.

50    Hartog, Régimes, p. 140.

51    En Amselle, Rétrorévolutions.
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Tomado de:
http://www.revistascientificas.udg.mx/index.php/LH/article/view/1777/1569




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