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Conquista y Colonia, Octavio Paz

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Conquista y Colonia, Octavio Paz
hyspania.wordpress.com
Publicado por SARAINÉS el NOVIEMBRE 9, 2012
Cualquier contacto con el pueblo mexicano, así sea fugaz, muestra que bajo las formas occidentales laten todavía las antiguas creencias y costumbres. Esos despojos, vivos aún, son testimonio de la vitalidad de las culturas precortesianas. Y después de los descubrimientos de ar-queólogos e historiadores ya no es posible referirse a esas sociedades como tribus bárbaras o primitivas. Por encima de la fascinación o del horror que nos produzcan, debe admitirse que los españoles al llegar a México encontraron civilizaciones complejas y refinadas.

Mesoamérica, esto es, el núcleo de lo que sería más tarde Nueva España, era un territorio que comprendía el centro y el sur del México actual y una parte de Centroamérica. Al norte, en los desiertos y planicies incultas, vagaban los nómadas, los chichimecas, como de manera genérica y sin distinción de nación llamaban a los bárbaros los habitantes de la Mesa Central. Las fronteras entre unos y otros eran inestables, como las de Roma. Los últimos siglos de Mesoamérica pueden reducirse, un poco sumariamente, a la historia del encuentro entre las oleadas de cazadores norteños, casi todos pertenecientes a la familia náhuatl, y las poblaciones sedentarias. Los aztecas son los últimos en establecerse en el Valle de México. El previo trabajo de erosión de sus predecesores y el desgaste de los resortes íntimos de las viejas culturas locales, hizo posible que acometieran la empresa extraordinaria de fundar lo que Arnold Toynbee llama un Imperio Universal, erigido sobre los restos de las antiguas sociedades. Los españoles, piensa el historiador inglés, no hicieron sino sustituirlos, resolviendo en una síntesis política la tendencia a la disgregación que amenazaba al mundo mesoamericano.
Cuando se reflexiona en lo que era nuestro país a la llegada de Cortés, sorprende la pluralidad de ciudades y culturas, que contrasta con la relativa homogeneidad de sus rasgos más característicos. La diversidad de los núcleos indígenas, y las rivalidades que los desgarraban, indica que Mesoamérica estaba constituida por un conjunto de pueblos, naciones y culturas autónomas, con tradiciones propias, exactamente como el Mediterráneo y otras áreas culturales. Por sí misma Mesoamérica era un mundo histórico.


Por otra parte, la homogeneidad cultural de esos centros muestra que la primitiva singularidad de cada cultura había sido sustituida, en época acaso no muy remota, por formas religiosas y políticas uniformes. En efecto, las culturas madres, en el centro y en el sur, se habían extinguido hacía ya varios siglos. Sus sucesores habían combinado y recreado toda aquella variedad de expresiones locales. Esta tarea de síntesis había culminado en la erección de un modelo, el mismo, con leves diferencias, para todos.
A pesar del justo descrédito en que han caído las analogías históricas, de las que se ha abusado con tanto brillo como ligereza, es imposible no comparar la imagen que nos ofrece Mesoamérica al comenzar el siglo XVI, con la del mundo helenístico en el momento en que Roma inicia su carrera de potencia universal. La existencia de varios grandes Estados, y la persistencia de un gran número de ciudades independientes, especialmente en la Grecia insular y continental, no impiden, sino sub-rayan, la uniformidad cultural de ese universo. Seléucidas, tolomeos, macedonios y muchos pequeños y efímeros estados, no se distinguen entre sí por la diversidad y originalidad de sus respectivas sociedades, sino por las rencillas que fatalmente los dividen. Otro tanto puede decirse de las sociedades mesoamericanas. En unas y otras diversas tradiciones y herencias culturales se mezclan y acaban por fundirse. La homogeneidad cultural contrasta con las querellas perpetuas que los dividen.
En el mundo helenístico la uniformidad se logró a través del predominio de la cultura griega, que absorbe a las culturas orientales. Es difícil determinar cuál fue el elemento unificador de las sociedades indígenas. Una hipótesis, que no tiene más valor que el de apoyarse en una simple reflexión, hace pensar que el papel realizado por la cultura griega en el mundo antiguo fue cumplido en Mesoamérica por la cultura, aún sin nombre propio, que floreció en Tula y Teotihuacán, y a la que, no sin inexactitud, se llama “tolteca”. La influencia de las culturas de la Mesa Central en el sur, especialmente en el área ocupada por el llamado segundo Imperio maya, justifica esta idea. Es notable que no exista influencia maya en Teotihuacán.


Chichén-Itzá, por el contrario, es una ciudad “tolteca”. Todo parece indicar, pues, que en cierto momento las formas culturales del centro de México terminaron por extenderse y predominar.
Desde un punto de vista muy general se ha descrito a Mesoamérica como un área histórica uniforme, determinada por la presencia constante de ciertos elementos comunes a todas las culturas: agricultura del maíz, calendario ritual, juego de pelota, sacrificios humanos, mitos solares y de la vegetación semejantes, etc. Se dice que todos esos elementos son de origen suriano y que fueron asimilados una y otra vez por las inmigraciones norteñas. Así, la cultura mesoamericana sería el fruto de diversas creaciones del Sur, recogidas, desarrolladas y sistematizadas por grupos nómadas. Este esquema olvida la originalidad de cada cultura local. La semejanza que se observa entre las concepciones religiosas, políticas y míticas de los pueblos indoeuropeos, por ejemplo, no niega la originalidad de cada uno de ellos. De todos modos, y más allá de la originalidad particular de cada cultura, es evidente que todas ellas, decadentes o debilitadas, estaban a punto de ser absorbidas por el Imperio azteca, heredero de las civilizaciones de la Meseta.


Aquellas sociedades estaban impregnadas de religión. La misma sociedad azteca era un Estado teocrático y militar. Así, la unificación religiosa antecedía, completaba o correspondía de alguna manera a la unificación política. Con diversos nombres, en lenguas distintas, pero con ceremonias, ritos y significaciones muy parecidos, cada ciudad precortesiana adoraba a dioses cada vez más se-mejantes entre sí. Las divinidades agrarias —los dioses del suelo, de la vegetación y de la fertilidad, como Tláloc—y los dioses nórdicos —celestes, guerreros y cazadores, como Tezcatlipoca, Huitzilopochtli, Mixcóatl— convivían en un mismo culto. El rasgo más acusado de la religión azteca en el momento de la Conquista es la incesante especulación teológica que refundía, sistematizaba y unificaba creencias dispersas, propias y ajenas. Esta síntesis no era el fruto de un movimiento religioso popular, como las religiones proletarias que se difunden en el mundo antiguo al iniciarse el cristianismo, sino la tarea de una casta, colocada en el pináculo de la pirámide social. Las sistematizaciones, adaptaciones y reformas de la casta sacerdotal reflejan que en la esfera de las creencias también se procedía por superposición —característica de las ciudades prehispánicas—. Del mismo modo que una pirámide azteca recubre a veces un edificio más antiguo, la unificación religiosa solamente afectaba a la superficie de la conciencia, dejando intactas las creencias primitivas. Esta situación prefiguraba la que introduciría el catolicismo, que también es una religión superpuesta a un fondo religioso original y siempre viviente. Todo preparaba la dominación española.


La Conquista de México sería inexplicable sin estos antecedentes. La llegada de los españoles parece una liberación a los pueblos sometidos por los aztecas. Los diversos estados-ciudades se alían a los conquistadores o contemplan con indiferencia, cuando no con alegría, la caída de cada uno de sus rivales y en particular del más poderoso: Tenochtitlán. Pero ni el genio político de Cor-tés, ni la superioridad técnica —ausente en hechos de armas decisivos como la batalla de Otumba—, ni la defección de vasallos y aliados, hubieran logrado la ruina del Imperio azteca si éste no hubiese sentido de pronto un desfallecimiento, una duda íntima que lo hizo vacilar y ceder. Cuando Moctezuma abre las puertas de Tenochtitlán a los españoles y recibe a Cortés con presentes, los aztecas pierden la partida. Su lucha final es un suicido y así lo dan a entender todos los textos que tenemos sobre este acontecimiento grandioso y sombrío.


¿Por qué cede Moctezuma? ¿Por qué se siente extrañamente fascinado por los españoles y experimenta ante ellos un vértigo que no es exagerado llamar sagrado —el vértigo lúcido del suicida ante el abismo? Los dioses lo han abandonado. La gran traición con que comienza la historia de México no es la de los tlaxcaltecas, ni la de Moctezuma y su grupo, sino la de los dioses. Ningún otro pueblo se ha sentido tan totalmente desamparado como se sintió la nación azteca ante los avisos, profecías y signos que anunciaron su caída. Se corre el riesgo de no comprender el sentido que tenían esos signos y profecías para los indios si se olvida su concepción cíclica del tiempo. Según ocurre con muchos otros pueblos y civilizaciones, para los aztecas el tiempo no era una medida abstracta y vacía de contenido, sino algo concreto, una fuerza, sustancia o fluido que se gasta y consume. De ahí la necesidad de los ritos y sacrificios destinados a revigorizar el año o el siglo. Pero el tiempo —o más exactamente: los tiempos— además de constituir algo vivo que nace, crece, decae, renace, era una sucesión que regresa. Un tiempo se acaba; otro vuelve. La llegada de los españoles fue interpretada por Moctezuma —al menos al principio— no tanto como un peligro “exterior” sino como el acabamiento interno de una era cósmica y el principio de otra. Los dioses se van porque su tiempo se ha acabado; pero regresa otro tiempo y con él otros dioses, otra era.


Resulta más patética esta deserción divina cuando se piensa en la juventud y vigor del naciente Estado. Todos los viejos imperios, como Roma y Bizancio, sienten la seducción de la muerte al final de su historia. Los ciudadanos se alzan de hombros cuando llega, siempre tardío, el golpe final del extraño. Hay un cansancio imperial y la servidumbre parece carga ligera al que siente la fatiga del poder. Los aztecas experimentan el calosfrío de la muerte en plena juventud, cuando marchaban hacia la madurez. En suma, la conquista de México es un hecho histórico en el que intervienen muchas y muy diversas circunstancias, pero se olvida con frecuencia la que me parece más significativa: el suicidio del pueblo azteca.


Recordemos que la fascinación ante la muerte no es tan-to un rasgo de madurez o de vejez como de juventud. Mediodía y medianoche son horas de suicidio ritual. Al mediodía, durante un instante, todo se detiene y vacila; la vida, como el sol, se pregunta a sí misma si vale la pena seguir. En ese momento de inmovilidad, que es también de vértigo, a la mitad de su carrera, el pueblo azteca alza la cara: los signos celestes le son adversos. Y siente la atracción de la muerte:
Je pense, sur le bord doré de l’univers
A ce goüt de périr qui prend la Pythonise
En qui mugit l’espoir que le monde finisse.
Una parte del pueblo azteca desfallece y busca al invasor. La otra, sin esperanza de salvación, traicionada por todos, escoge la muerte. Ante la sola presencia de los españoles se produce una escisión en la sociedad azteca, que corresponde al dualismo de sus dioses, de su sistema religioso y de sus castas superiores.


La religión azteca, como la de todos los pueblos conquistadores, era una religión solar. En el sol, el dios que es fuente de vida, el dios pájaro, y en su marcha que rompe las tinieblas y se establece en el centro del cielo como un ejército vencedor en medio de un campo de batalla, el azteca condensa todas las aspiraciones y empresas guerreras de su pueblo. Pues los dioses no son meras representaciones de la naturaleza. Encarnan también los deseos y la voluntad de la sociedad, que se autodiviniza en ellos. Huitzilopochdi, el guerrero del sur, “es el dios tribal de la guerra y del sacrificio… y comienza su carrera con una matanza. Quetzalcóatl-Nanauatzin es el dios-sol de los sacerdotes, que ven en el autosacrificio voluntario la más alta expresión de su doctrina del mundo y de la vida: Quetzalcóatl es un rey-sacerdote, respetuoso de los ritos y de los decretos del destino, que no combate y que se da la muerte para renacer.


Huitzilopochtli, al contrario, es el sol-héroe de los guerreros, que se defiende, que lucha y que triunfa, invictus sol que abate a sus enemigos con las llamas de su xiucoatl. Cada una de estas personalidades divinas corresponde al ideal de una de las fracciones principales de la clase dirigente”.
La dualidad de la religión azteca, reflejo de su división teocrático-militar y de su sistema social, corresponde también a los impulsos contradictorios que habitan cada ser y cada grupo humano. El instinto de la muerte y el de la vida disputan en cada uno de nosotros. Esas tendencias profundas impregnan la actividad de clases, castas e individuos y en los momentos críticos se manifiestan con toda desnudez. La victoria del instinto de la muerte revela que el pueblo azteca pierde de pronto la conciencia de su destino. Cuauhtémoc lucha a sabiendas de la derrota. En esta íntima y denodada aceptación de su pérdida radica el carácter trágico de su combate. Y el drama de esta conciencia que ve derrumbarse todo en torno suyo, y en primer término sus dioses, creadores de la grandeza de su pueblo, parece presidir nuestra historia entera. Cuauhtémoc y su pueblo mueren solos, abandonados de amigos, aliados, vasallos y dioses. En la orfandad.


La caída de la sociedad azteca precipita la del resto del mundo indio. Todas las naciones que lo componían son presa del mismo horror, que se expresó casi siempre como fascinada aceptación de la muerte. Pocos documentos son tan impresionantes como los escasos que nos restan sobre esa catástrofe que sumió en una inmensa tristeza a muchos seres. He aquí el testimonio maya, según lo relata el Chilam Balam de Chumayel: “El II Ahan Katun llegaron los extranjeros de barbas rubias, los hijos del sol, los hombres de color claro. ¡Ay, entristezcámonos porque llegaron!… El palo del blanco bajará, vendrá del cielo, por todas partes vendrá…. Triste estará la palabra de Hunab-Ku, Única-deidad para nosotros, cuando se extienda por toda la tierra la palabra del Dios de los cielos…” Y más adelante: “será el comenzar de los ahorcamientos, el estallar del rayo en el extremo del brazo de los blancos”, (las armas de fuego)… “cuando caiga sobre los Hermanos el rigor de la pelea, cuando les caiga el tributo en la gran entrada del cristianismo, cuando se funde el principio de los Siete Sacramentos, cuando comience el mucho trabajar en los pueblos y la miseria se establezca en la tierra”.
El Carácter de la Conquista es igualmente complejo desde la perspectiva que nos ofrecen los testimonios legados por los españoles. Todo es contradictorio en ella.


Como la Reconquista, es una empresa privada y una hazaña nacional. Cortés y el Cid guerrean, por su cuenta, bajo su responsabilidad y contra la voluntad de sus señores, pero en nombre y provecho del Rey. Son vasallos, rebeldes y cruzados. En su conciencia y en la de sus ejércitos, combaten nociones opuestas: los intereses de la Monarquía y los individuales, los de la fe y los del lucro. Y cada conquistador, cada misionero y cada burócrata es un campo de batalla. Si, aisladamente considerados, cada uno representa a los grandes poderes que se disputan la dirección de la sociedad —el feudalismo, la Iglesia y la Monarquía absoluta—, en su interior pelean otras tendencias. Las mismas que distinguen a España del resto de Europa y que la hacen, en el sentido literal de la palabra, una nación excéntrica.
España es la defensora de la fe y sus soldados los guerreros de Cristo. Esta circunstancia no impide al Emperador y a sus sucesores sostener polémicas encarnizadas con el Papado, que el Concilio de Trento no hace cesar completamente. España es una nación todavía medieval y muchas de las instituciones que erige en la Colonia y muchos de los hombres que las establecen son medievales. Al mismo tiempo, el Descubrimiento y la Conquista de América son una empresa renacentista. Así, España participa también en el Renacimiento —a menos que se piense que sus hazañas ultramarinas, consecuencia de la ciencia, la técnica y aun de los sueños y utopías renacen-tistas, no forman parte de ese movimiento histórico.
Por otra parte, los conquistadores no son nada más repeticiones del guerrero medieval, que lucha contra moros e infieles. Son aventureros, esto es, gente que se interna en los espacios abiertos y se arriesga en lo desconocido, rasgo también renacentista. El caballero medieval, por el contrario, vive en un mundo cerrado. Su gran empresa fueron las Cruzadas, acontecimiento histórico de signo distinto a la Conquista de América. El primero fue un rescate: el segundo, un descubrimiento y una fundación. Y, en fin, muchos de los conquistadores —Cortés, Jiménez de Quesada— son figuras inconcebibles en la Edad Media. Sus gustos literarios tanto como su realismo político, su conciencia de la obra que realizan tanto como lo que Ortega y Gasset llamaría “su estilo de vida”, tienen escasa relación con la sensibilidad medieval.
Si España se cierra al Occidente y renuncia al porvenir en el momento de la Contrarreforma, no lo hace sin antes adoptar y asimilar casi todas las formas artísticas del Renacimiento: poesía, pintura, novela, arquitectura. Esas formas —amén de otras filosóficas y políticas—, mezcladas a tradiciones e instituciones españolas de entraña medieval, son transplantadas a nuestro Continente. Y es significativo que la parte más viva de la herencia española en América esté constituida por esos elementos universales que España asimiló en un período también universal de su historia. La ausencia de casticismo, tradicionalismo y españolismo —en el sentido medieval que se ha querido dar a la palabra: costra y cáscara de la casta Castilla—es un rasgo permanente de la cultura hispanoamericana, abierta siempre al exterior y con voluntad de universalidad. Ni Juan Ruiz de Alarcón, ni Sor Juana, ni Darío, ni Bello, son espíritus tradicionales, castizos. La tradición española que heredamos los hispanoamericanos es la que en España misma ha sido vista con desconfianza o desdén: la de los heterodoxos, abiertos hacia Italia o hacia Francia. Nuestra cultura, como una parte de la española, es libre elección de unos cuantos espíritus. Y así, según apuntaba Jorge Cuesta, se define como una libertad frente al pasivo tradicionalismo de nuestros pueblos. Es una forma, a veces superpuesta o indiferente o la realidad que la sustenta. En ese carácter estriba su grandeza y también, en algunos casos, su vacuidad o su impotencia. El crecimiento de nuestra lírica —que es por naturaleza diálogo entre el poeta y el Mundo— y la relativa pobreza de nuestras formas épicas y dramáticas, reside acaso en este carácter ajeno, desprendido de la realidad, de nuestra tradición.


La disparidad de elementos y tendencias que se observan en la Conquista no enturbia su clara unidad histórica. Todos ellos reflejan la naturaleza del Estado español, cuyo rasgo más notable consistía en ser una creación artificial, una construcción política en el más estricto de los significados de la palabra. La monarquía española nace de una violencia: la que los Reyes Católicos y sus sucesores imponen a la diversidad de pueblos y naciones sometidos a su dominio. La unidad española fue, y sigue siendo, fruto de la voluntad política del Estado, ajena a la de los elementos que la componen (el catolicismo español siempre ha vivido en función de esa voluntad. De ahí, quizá, su tono beligerante, autoritario e inquisitorial.)


La rapidez con que el Estado español asimila y organiza las conquistas que realizan los particulares muestra que una misma voluntad, perseguida con cierta coherente inflexibilidad, anima las empresas europeas y las de ultramar. Las colonias alcanzaron en poco tiempo una complejidad y perfección que contrasta con el lento desarrollo de las fundadas por otros países. La previa existencia de sociedades estables y maduras facilitó, sin duda, la tarea de los españoles, pero es evidente la voluntad hispana de crear un mundo a su imagen. En 1604, a menos de un siglo de la caída de Tenochtitlán, Balbuena da a conocer la Grandeza Mexicana.


En resumen, se contemple la Conquista desde la perspectiva indígena o desde la española, este acontecimiento es expresión de una voluntad unitaria. A pesar de las contradicciones que la constituyen, la Conquista es un hecho histórico destinado a crear una unidad de la pluralidad cultural y política precortesiana. Frente a la variedad de razas, lenguas, tendencias y Estados del mundo prehispánico, los españoles postulan un solo idioma, una sola fe, un solo Señor. Si México nace en el siglo XVI, hay que convenir que es hijo de una doble violencia imperial y unitaria: la de los aztecas y la de los españoles.
El Imperio que funda Cortés sobre los restos de las viejas culturas aborígenes era un organismo subsidiario, satélite del sol hispano. La suerte de los indios pudo ser así la de tantos pueblos que ven humillada su cultura nacional, sin que el nuevo orden —mera superposición tiránica— abra sus puertas a la participación de los dominados. Pero el Estado fundado por los españoles fue un orden abierto. Y esta circunstancia, así como las modalidades de la participación de los vencidos en la actividad central de la nueva sociedad: la religión, merecen un examen detenido. La historia de México, y aun la de cada mexicano, arranca precisamente de esa situación. Así pues, el estudio del orden colonial es imprescindible. La determinación de las notas más salientes de la religiosidad colonial —sea en sus manifestaciones populares o en las de sus espíritus más representativos—nos mostrará el sentido de nuestra cultura y el origen de muchos de nuestros conflictos posteriores.


La presteza con que el Estado español —eliminando ambiciones de encomenderos, infidelidades de oidores y rivalidades de toda índole— recrea las nuevas posesiones a imagen y semejanza de la Metrópoli, es tan asombrosa como la solidez del edificio social que construye. La sociedad colonial es un orden hecho para durar. Quiero decir, una sociedad regida conforme a principios jurídicos, económicos y religiosos plenamente coherentes entre sí y que establecían una relación viva y armónica entre las partes y el todo. Un mundo suficiente, cerrado al exterior pero abierto a lo ultraterreno.


Es muy fácil reír de la pretensión ultraterrena de la sociedad colonial. Y más fácil aún denunciarla como una forma vacía, destinada a encubrir los abusos de los conquistadores o a justificarlos ante sí mismos y ante sus víctimas. Sin duda esto es verdad, pero no lo es menos que esa aspiración ultraterrena no era un simple añadido, sino una fe viva y que sustentaba, como la raíz al árbol, fatal y necesariamente, otras formas culturales y económicas. El catolicismo es el centro de la sociedad colonial porque de verdad es la fuente de vida que nutre las actividades, las pasiones, las virtudes y hasta los pecados de siervos y señores, de funcionarios y sacerdotes, de comerciantes y militares. Gracias a la religión el orden colonial no es una mera superposición de nuevas formas históricas, sino un organismo viviente. Con la llave del bautismo el catolicismo abre las puertas de la sociedad y la convierte en un orden universal, abierto a todos los pobladores. Y al hablar de la Iglesia Católica, no me refiero nada más a la obra apostólica de los misioneros, sino a su cuerpo entero, con sus santos, sus prelados rapaces, sus eclesiásticos pedantes, sus juristas apasionados, sus obras de caridad y su atesoramiento de riquezas.
Es cierto que los españoles no exterminaron a los indios porque necesitaban la mano de obra nativa para el cultivo de los enormes feudos y la explotación minera. Los indios eran bienes que no convenía malgastar.


Es difícil que a esta consideración se hayan mezclado otras de carácter humanitario. Semejante hipótesis hará sonreír a cualquier que conozca la conducta de los encomenderos con los indígenas. Pero sin la Iglesia el destino de los indios habría sido muy diverso. Y no pienso solamente en la lucha emprendida para dulcificar sus condiciones de vida y organizarlos de manera más justa y cristiana, sino en la posibilidad que el bautismo les ofrecía de formar parte, por la virtud de la consagración, de un orden y de una Iglesia. Por la fe católica los indios, en situación de orfandad, rotos los lazos con sus antiguas culturas, muertos sus dioses tanto como sus ciudades, encuentran un lugar en el mundo. Esa posibilidad de pertenecer a un orden vivo, así fuese en la base de la pirámide social, les fue despiadadamente negada a los nativos por los protestantes de Nueva Inglaterra. Se olvida con frecuencia que pertenecer a la fe católica significaba encontrar un sitio en el Cosmos. La huida de los dioses y la muerte de los jefes habían dejado al indígena en una soledad tan completa como difícil de imaginar para un hombre moderno. El catolicismo le hace reanudar sus lazos con el mundo y el trasmundo. Devuelve sentido a su presencia en la tierra, alimenta sus esperanzas y justifica su vida y su muerte.


Resulta innecesario añadir que la religión de los indios, como la de casi todo el pueblo mexicano, era una mezcla de las nuevas y las antiguas creencias. No podía ser de otro modo, pues el catolicismo fue una religión impuesta. Esta circunstancia, de la más alta trascendencia desde otro punto de vista, carecía de interés inmediato para los nuevos creyentes. Lo esencial era que sus rela-ciones sociales, humanas y religiosas con el mundo circundante y con lo Sagrado se habían restablecido. Su existencia particular se insertaba en un orden más vasto.


No por simple devoción o servilismo los indios llamaban “tatas” a los misioneros y “madre” a la Virgen de Guadalupe.


La diferencia con las colonias sajonas es radical. Nueva España conoció muchos horrores, pero por lo menos ignoró el más grave de todos: negarle un sitio, así fuere el último en la escala social, a los hombres que la componían. Había clases, castas, esclavos, pero no había parias, gente sin condición social determinada o sin estado jurídico, moral o religioso. La diferencia con el mundo de las modernas sociedades totalitarias es también decisiva.


Es cierto que Nueva España, al fin y al cabo sociedad satélite, no creó un arte, un pensamiento, un mito o formas de vida originales. (Las únicas creaciones realmente originales de América —y no excluyo naturalmente a los Estados Unidos— son las precolombinas.) También es cierto que la superioridad técnica del mundo colonial y la introducción de formas culturales más ricas y complejas que las mesoamericanas, no bastan para justificar una época. Pero la creación de un orden universal, logro extraordinario de la Colonia, sí justifica a esa sociedad y la redime de sus limitaciones. La gran poesía colonial, el arte barroco, las Leyes de Indias, los cronistas, historia-dores y sabios y, en fin, la arquitectura novohispana, en la que todo, aun los frutos fantásticos y los delirios profanos, se armoniza bajo un orden tan riguroso como amplio, no son sino reflejos del equilibrio de una sociedad en la que también todos los hombres y todas las razas encontraban sitio, justificación y sentido. La sociedad estaba regida por un orden cristiano que no es distinto al que se admira en templos y poemas.
No pretendo justificar a la sociedad colonial. En rigor, mientras subsista esta o aquella forma de opresión, ninguna sociedad se justifica. Aspiro a comprenderla como una totalidad viva y, por eso, contradictoria. Del mismo modo me niego a ver en los sacrificios humanos de los aztecas una expresión aislada de crueldad sin relación con el resto de esa civilización: la extracción de corazo-nes y las pirámides monumentales, la escultura y el canibalismo ritual, la poesía y la “guerra florida”, la teocracia y los mitos grandiosos son un todo indisoluble. Negar esto es tan infantil como negar el arte gótico o a la poesía provenzal en nombre de la situación de los siervos medievales, negar a Esquilo porque había esclavos en Atenas. La historia tiene la realidad atroz de una pe-sadilla; la grandeza del hombre consiste en hacer obras hermosas y durables con la sustancia real de esa pesadilla. O dicho de otro modo: transfigurar la pesadilla en visión, liberamos, así sea por un instante, de la realidad disforme por medio de la creación.


Durante siglos España digiere y perfecciona las ideas que le habían dado el ser. La actividad intelectual no deja de ser creadora, pero solamente en la esfera del arte y dentro de los límites que se sabe. La crítica —que en esos siglos y en otras partes es la más alta forma de creación— existe apenas en ese mundo cerrado y satisfecho. Hay, sí, la sátira, la disputa teológica y una actividad constante por extender, perfeccionar y hacer más sólido el edificio que albergaba a tantos y tan diversos pueblos. Pero los principios que rigen a la sociedad son inmutables e intocables. España no inventa ya, ni descubre: se extiende, se defiende, se recrea. No quiere cambiar, sino durar. Y otro tanto ocurre con sus posesiones ultramarinas. Superada la primera época de borrascas y disturbios, la Colonia padece crisis periódicas —como la que atraviesan Sigüenza y Góngora y Sor Juana— pero ninguna de ellas toca las raíces del régimen o pone en tela de juicio los principios en que se funda.


El mundo colonial era proyección de una sociedad que había ya alcanzado su madurez y estabilidad en Europa. Su originalidad es escasa. Nueva España no busca, ni inventa: aplica y adapta. Todas sus creaciones, incluso la de su propio ser, son reflejos de las españolas. Y la per-meabilidad con que lentamente las formas hispánicas aceptan las modificaciones que les impone la realidad novohispana, no niega el carácter conservador de la Colonia. Las sociedades tradicionales, observa Ortega y Gasset, son realistas: desconfían de los saltos bruscos pero cambian despacio, aceptando las sugestiones de la realidad. La “Grandeza Mexicana” es la de un sol inmóvil, mediodía prematuro que ya nada tiene que conquistar sino su descomposición.


La especulación religiosa había cesado desde hacía siglos. La doctrina estaba hecha y se trataba sobre todo de vivirla. La Iglesia se inmoviliza en Europa, a la defensiva. La escolástica se defiende mal, como las pesadas naves españolas, presa de las más ligeras de holandeses e ingleses. La decadencia del catolicismo europeo coincide con su apogeo hispanoamericano: se extiende en tierras nuevas en el momento en que ha dejado de ser creador. Ofrece una filosofía hecha y una fe petrificada, de modo que la originalidad de los nuevos creyentes no encuentra ocasión de manifestarse. Su adhesión es pasiva. El fervor y la profundidad de la religiosidad mexicana contrasta con la relativa pobreza de sus creaciones. No poseemos una gran poesía religiosa, como no tenemos una filosofía original, ni un solo místico o reformador de importancia. Esta situación paradójica —y no por eso menos real— explica buena parte de nuestra historia y es el origen de muchos de nuestros conflictos psíquicos. El catolicismo ofrece un refugio a los descendientes de aquéllos que habían visto la exterminación de sus clases dirigentes, la destrucción de sus templos y manuscritos y la supresión de las formas superiores de su cultura pero, por razón misma de su decadencia europea, les niega toda posibilidad de expresar su singularidad. Así, redujo la participación de los fieles a la más elemental y pasiva de las actitudes religiosas. Pocos podían alcanzar una comprensión más entera de sus nuevas creencias. Y la inmovilidad de éstas, así como la del enmohecido aparato escolástico, hacía más difícil toda participación creadora. Agréguese que el conjunto de los creyentes descendía de las clases inferiores de la antigua sociedad. Por tal razón, eran gente con una tradición cultural pobre (los depositarios del saber mágico y religioso, guerreros y sacerdotes, habían sido exterminados o españolizados). En suma, la creación religiosa estaba vedada a los creyentes a consecuencia de las circunstancias que determinaban su participación. De ahí la relativa infecundidad del catolicismo colonial, sobre todo si se recuerda su fertilidad entre bárbaros y romanos, cristianizados en el momento en que la religión era la única fuerza viva del mundo antiguo. No es difícil, pues, que nuestra actitud antitradicional y la ambigüedad de nuestra posición frente al catolicismo se originen en este hecho. Religión y Tradición se nos han ofrecido siempre como formas muertas, inservibles, que mutilan o asfixian nuestra singularidad. No es sorprendente, en estas circunstancias, la persistencia del fondo precortesiano. El mexicano es un ser religioso y su experiencia de lo Sagrado es muy verdadera, mas ¿quién es su Dios: las antiguas divinidades de la tierra o Cristo? Una invocación chamula, verdadera plegaria a pesar de la presencia de ciertos elementos mágicos, responde con claridad a esta pregunta:
Santa tierra, santo cielo; Dios Señor, Dios hijo, Santa Tierra, Santo cielo, santa gloria, hazte cargo de mí, represéntame; ve mi trabajo, ve mi labor, ve mi sufrir. Gran Hombre, gran Señor, gran padre, gran petome, gran espíritu de mujer, ayúdame. En tus manos pongo el tributo; aquí está la reposición de su chulel. Por mi incienso, por mis velas, espíritu de la luna, virgen madre del cielo, virgen madre de la tierra; Santa Rosa, por su primer hijo, por su primera gloria, ve a tu hijo estrujado en su espíritu, en su chulel.


En muchos casos el catolicismo sólo recubre las antiguas creencias cosmogónicas. He aquí cómo el mismo chamula, Juan Pérez Jolote, nuestro contemporáneo según el Registro Civil, nuestro antepasado si se atiende a sus creencias, describe la imagen de Cristo en una iglesia de su pueblo, explicando lo que significa para él y su raza:


Éste que está encajonado es el Señor San Manuel; se llama también señor San Salvador, o señor San Mateo; es el que cuida a la gente, a las criaturas. A él se le pide que cuide a uno en la casa, en los caminos, en la tierra. Este otro que está en la cruz es también el señor San Mateo; está enseñando, está mostrando cómo se muere en la cruz, para enseñarnos a respetar… antes de que naciera San Manuel, el sol estaba frío igual que la luna. En la tierra vivían los pukujes, que se comían a la gente. El sol empezó a calentar cuando nació el niño Dios, que es hijo de la Virgen, el señor San Salvador.
En el relato del chamula, caso extremo y por lo tanto ejemplar, es visible la superposición religiosa y la presencia imborrable de los mitos indígenas. Antes del nacimiento de Cristo, el sol —ojo de Dios— no calienta. El astro es un atributo de la divinidad. De ahí que el chamula repita que gracias a la presencia de Dios la naturaleza se pone en marcha. ¿No es ésta una versión, muy deformada, del hermoso mito de la creación del mundo? En Teotihuacán los dioses también se enfrentan al problema del astro-fuente-de-vida. Y sólo el sacrificio de Quetzalcóatl pone en movimiento al sol y salva al mundo del incendio sagrado. La persistencia del mito precortesiano subraya la diferencia entre la concepción cristiana y la indígena; Cristo salva al mundo porque nos redime y lava la mancha del pecado original. Quetzalcóatl no es tanto un dios redentor como re-creador. La noción del pecado para los indios está todavía ligada a la idea de salud y enfermedad, personal, social y cósmica. Para el cristiano se trata de salvar el alma individual, desprendida del grupo y del cuerpo. El cristianismo condena al mundo; el indio sólo concibe la salvación personal como parte de la del cosmos y de la sociedad.


Nada ha trastornado la relación filial del pueblo con lo Sagrado, fuerza constante que da permanencia a nuestra nación y hondura a la vida afectiva de los desposeídos. Pero nada tampoco ha logrado hacerla más despierta y fecunda, ni siquiera la mexicanización del catolicismo, ni siquiera la Virgen de Guadalupe. Por eso los mejores no han vacilado en desprenderse del cuerpo de la Iglesia y salir a la intemperie. Allí, en la soledad y desnudez del combate espiritual, han respirado un poco de ese «aire religioso fresco» que pedía Jorge Cuesta.


La época de Carlos II es una de las más tristes y vacías de la Historia de España. Todas sus reservas espirituales habían sido devoradas por el fuego de una vida y un arte dinámicos, desgarrados por los extremos y las antítesis. La decadencia de la cultura española en la Península coincide con su mediodía en América. El arte barroco alcanza un momento de plenitud en este período. Los mejores no sólo escriben poesía. Se interesan por la astronomía, la física o la antigüedad americana. Espíritus despiertos en una sociedad inmovilizada por la letra, presagian otra época y otras preocupaciones, al mismo tiempo que llevan hasta sus últimas consecuencias las tendencias estéticas de su tiempo. Y en todos ellos se dibuja una cierta oposición entre sus concepciones religiosas y las exigencias de su curiosidad y rigor intelectuales. Algunos emprenden una imposible síntesis. Sor Juana, por ejemplo, emprende la composición del Primer Sueño, tenta-tiva por conciliar ciencia y poesía, barroquismo e iluminismo.


Sería inexacto identificar el drama de esta generación con el que desgarra a sus contemporáneos europeos y que el siglo XVIII hará patente. El conflicto que los habita —y que acaba por reducirlos al silencio— no es tanto el de la fe y la razón como el de la petrificación de unas creencias que habían perdido toda su frescura y fertilidad y que, por lo tanto, eran incapaces de satisfacer lo que su apetito espiritual les pedía. Edmundo O’Gorman plantea así los términos del conflicto: “estado intermedio en que la razón hace estragos en la calma y en que ya no basta el consuelo de la religión”. Pero no bastan los consuelos de la fe porque se trata de una fe inmóvil y seca. La crítica de la razón vendrá, en América, más tarde. O’Gorman precisa el carácter de la disyuntiva como sigue: “tener fe en Dios y en la razón a un mismo tiempo es vivir con el ser arraigado, desgarrado si se prefiere, en la posibilidad real, única, extremosa y contradictoria, constituida por dos posibles imposibles del existir humano”. Esta penetrante descripción es válida si se atenúan los polos de esas imposibles posibilidades. Pues no se puede negar la autenticidad de los sentimientos religiosos de esa generación, pero tampoco su inmovilidad y cansancio. Y, por lo que toca al otro término de la disyuntiva, no se debe exagerar el racionalismo de Sigüenza o de Sor Juana, que nunca tuvieron plena conciencia del problema que empezaba a escindir los espíritus. La lucha me parece que se entabla entre su vitalidad intelectual, su ansia por saber y penetrar en mundos mal explorados, y la ineficacia de los instrumentos que les proporcionaban la teología y la cultura novohispana. Su conflicto transparenta el de la sociedad colonial, que no dudaba tampoco, pero que no acertaba a expresar su intimidad a través de formas petrificadas. El orden colonial fue un orden impuesto de arriba hacia abajo; sus formas sociales, económicas, jurídicas y religiosas eran inmutables. Sociedad regida por el derecho divino y el absolutismo monárquico, había sido creada en todas sus piezas como un inmenso, complicado artefacto destinado a durar pero no a transformarse. En la época de Sor Juana los mejores espíritus empiezan a mostrar —así sea en forma borrosa y tímida— una vitalidad y curiosidad intelectual en abierto contraste con la anemia de la España negra de Carlos II (significativamente apodado El Hechizado). Sigüenza y Góngora se interesa por las antiguas civilizaciones indias y, con Sor Juana y algunos otros, por la filosofía de Descartes, la física experimental, la astronomía. La Iglesia ve con recelo todas estas curiosidades; el poder temporal, por su parte, extrema el aislamiento político, económico y espiritual de sus colonias, hasta convertirlas en recintos cerrados. En los campos y en las ciudades hay disturbios, reprimidos impla-cablemente. En ese mundo cerrado la generación de Sor Juana se hace ciertas preguntas —más insinuadas que formuladas, más presentidas que pensadas— para las que su tradición espiritual no ofrecía respuesta. (Las respuestas ya habían sido dadas afuera, en el aire libre de la cultura europea.) Esto explica, acaso, que a pesar de su osadía, nadie entre ellos emprenda la crítica de los principios que fundaban la sociedad colonial, ni proponga otros. Cuando la crisis se declara, esa generación abdica. Ha cesado su ambigua lucha. Su renuncia —que no tiene nada que ver con una conversión religiosa— desemboca en el silencio. No se entregan a Dios, sino que se niegan a sí mismos.
Esa negación es la del mundo colonial, que se cierra sobre sí mismo. No hay salida, excepto por la ruptura.


Nadie como Juana de Asbaje encarna la dualidad de ese mundo, aunque la superficie de su obra, como la de su vida, no delate fisura alguna. Todo en ella responde a lo que su tiempo podía pedir a una mujer. Al mismo tiempo y sin contradicción profunda, Sor Juana era poetisa y monja jerónima, amiga de la Condesa de Paredes y autora dramática. Sus devaneos amorosos, si los tuvo o si sólo son inflamadas invenciones retóricas, su amor por la conversación y la música, sus tentativas literarias y hasta las tendencias sexuales que algunos le atribuyen, no se oponen, sino exigen un fin ejemplar. Sor Juana afirma su tiempo tanto como su tiempo se afirma en ella. Pero dos de sus obras, la Respuesta a Sor Filotea y el Primer Sueño, arrojan una extraña luz sobre su figura y sobre su tiempo. Y la hacen ejemplar en sentido muy distinto al que piensan sus panegiristas católicos. Se ha comparado el Primer Sueño a las Soledades. En efecto, el poema de Sor Juana es una imitación del de don Luis de Góngora. No obstante, las diferencias profundas son mayores que las semejanzas externas. Menéndez y Pelayo reprochaba a Góngora su vaciedad. Si se sustituye este adjetivo por la palabra “superficial”, se estará más cerca de la concepción poética de Góngora, que no pretende sino construir—o como decía Bernardo Balbuena: contrahacer— un mundo de apariencias. La tra-ma de las Soledades cuenta poco; la sustancia filosófica —si existe alguna— importa menos. Todo es pretexto para descripciones y digresiones. Y cada una de ellas se disuelve, a su vez, en imágenes, antítesis y figuras retóricas. Si algo camina en el poema de Góngora, no es precisamente el náufrago, ni su pensamiento, sino la imaginación del poeta. Pues, como él mismo dice en el prólogo, sus versos “pasos de un peregrino son errante”. Y este son peregrino, este peregrino que canta, se detiene en una palabra o en un color, lo acaricia y lo prolonga y hace de cada período una imagen y de cada imagen un mundo. El discurso poético fluye lento, se bifurca en “paréntesis frondosos”, que son islas esbeltas, y continúa errante entre paisajes, sombras, luces, realidades que redime e inmoviliza. La poesía es goce puro, recreación artificial de una naturaleza ideal, según indica Dámaso Alonso. Así, no hay conflicto entre sustancia y forma, porque Góngora vuelve todo forma, todo superficie cristalina o trémula, tersa o undosa.


Sor Juana utiliza el procedimiento de Góngora, pero acomete un poema filosófico. Quiere penetrar en la realidad, no transmutarla en deliciosa superficie. Las oscuridades del poema son dobles: las sintácticas y mitológicas y las conceptuales. El poema, dice Alfonso Reyes, es una tentativa por llegar “a una poesía de pura emoción intelectual”. La visión que nos entrega el Primer Sueño es la del sueño de la noche universal, en la que el mundo y el hombre sueñan y son soñados. Cosmos que se sueña hasta cuando sueña que despierta. Nada más alejado de la noche carnal y espiritual de los místicos que esta noche intelectual. El poema de Sor Juana no tiene antecedentes en la poesía de la lengua española y, como insinúa Vossler, prefigura el movimiento poético de la Ilustración alemana. Pero el Primer Sueño es un intento más que un logro, al contrario de lo que ocurre con las Soledades, aunque su autor no las haya terminado. Y no podía ser de otro modo, pues en el poema de Sor Juana, como en su vida misma, hay una zona neutra, de vacío: la que produce el choque de las tendencias opuestas que la devoraban y que no acertó a reconciliar.


Sor Juana nos ha dejado un texto revelador, al mismo tiempo declaración de fe en la inteligencia y renuncia a su ejercicio: la Respuesta a Sor Filotea. Defensa del intelectual y de la mujer, la Respuesta es también la historia de una vocación. Si se ha de hacer caso a sus confesiones, apenas hubo ciencia que no la tentara. Su curiosidad no es la del hombre de ciencias, sino la del hombre culto que aspira a integrar en una visión coherente todas las particularidades del conocimiento. Pre-sentía un oculto engarce entre todas las verdades. Al referirse a la diversidad de sus estudios, advierte que sus contradicciones son más aparentes que reales, “al menos en lo formal y especulativo”. Las ciencias y las artes, por más contrarias que sean, no sólo no estorban a la com-prensión general de la naturaleza, “sino la ayudan, dando luz y abriendo camino las unas a las otras, por variaciones y ocultos enlaces… de manera que parece que se corresponden y están unidas en admirable trabazón y concierto”…
Si no era mujer de ciencia, tampoco era un espíritu filosófico, porque carecía del poder que abstrae. Su sed de conocimiento no está reñida con la ironía y la versatilidad y en otros tiempos hubiera escrito ensayos y crítica. Así, no vive para una idea, ni crea ideas nuevas: vive las ideas, que son su atmósfera y su alimento natural. Es un intelectual: una conciencia. No es posible dudar de la sinceridad de sus sentimientos religioso, pero allí donde un espíritu devoto encontraría pruebas de la presencia de Dios o de su poder, Sor Juana halla ocasión para formular hipótesis y preguntas. Aunque repita con frecuencia que todo viene de Dios, busca siempre una explicación racional: “Estaban en mi presencia dos niñas jugando con un trompo y apenas yo vi el movimiento y la figura cuando empecé, con esta mi locura, a considerar el fácil motu de la forma esférica…”


Contrastan estas declaraciones con las de los escritores españoles de la época —y aun con las de los escritores de las generaciones posteriores—. Para ninguno de ellos el mundo físico es un problema: aceptan la realidad tal cual es o la condenan. Fuera de la acción, no hay sino la contemplación, parece decirnos la literatura española de los Siglos de Oro. Entre aventura y renuncia se mueve la vida histórica española. Ni Gracián ni Quevedo, para no hablar de los escritores religiosos, muestran interés por el conocimiento en sí. Desdeñan la curiosidad intelectual y todo su saber lo refieren a la conducta, a la moral o a la salvación. Estoicos o cristianos, como se ha dicho, ignoran la actividad intelectual pura. Fausto es impensable en esa tradición. La inteligencia no les proporciona ningún placer; es un arma peligrosa: sirve para derrotar a los enemigos pero también puede hacernos perder el alma. La solitaria figura de Sor Juana se aísla más en ese mundo hecho de afirmaciones y negaciones, que ignora el valor de la duda y del examen.


La Respuesta no es sólo un autorretrato sino la defensa de un espíritu siempre adolescente, siempre ávido e irónico, apasionado y reticente. Su doble soledad, de mujer y de intelectual, condensa un conflicto también doble: el de su sociedad y el de su feminidad. La respuesta a Sor Filotea es una defensa de la mujer. Hacer esa defensa y atreverse a proclamar su afición por el pensamiento desinteresado, la hacen una figura moderna. Si en su afirmación del valor de la experiencia no es ilusorio ver una instintiva reacción contra el pensamiento tradicional de España, en su concepción del conocimiento —que no confunde con la erudición, ni identifica con la religión— hay una implícita defensa de la conciencia intelectual. Todo la lleva a concebir el mundo como un problema o como un enigma más que como un sitio de salvación o perdición. Y esto da a su pensamiento una originalidad que merecía algo más que los elogios de sus contemporáneos o que los reproches de su confesor y que aún en nuestros días solicita un juicio más hondo y un examen más arriesgado.


“¿Cómo es posible que sonidos tan preñados de futuro salgan de pronto de un convento de monjas mexicanas?”, se pregunta Vossler. Y se responde: “su curiosidad por la mitología antigua y por la física moderna, por Aristóteles y Harvey, por las ideas de Platón y la linterna mágica de Kircher… no hubiera prosperado en las universidades pedantes y temerosamente dogmáticas de la Vieja España”. Tampoco prosperó en México mucho tiempo. Después de los motines de 1692 la vida intelectual se oscurece rápidamente. Sigüenza y Góngora abandona bruscamente sus aficiones históricas y arqueológicas. Sor Juana renuncia a sus libros y muere poco después. La crisis social, hace notar Vossler, coincide con la de los espíritus.


Pese al brillo de su vida, al patetismo de su muerte, y a la admirable geometría que preside sus mejores creaciones poéticas, hay en la vida y en la obra de Sor Juana algo irrealizado y deshecho. Se advierte la melancolía de un espíritu que no logró nunca hacerse perdonar su atrevimiento y su condición de mujer. Ni su época le ofrecía los alimentos intelectuales que su avidez necesitaba, ni ella pudo —¿y quién?— crearse un mundo de ideas con las que vivir a solas. Siempre fue muy viva en ella la conciencia de su singularidad: “¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofía de cocina?”, pregunta con una sonrisa. Pero le duele la herida: “¿Quién no creerá, viendo tan generales aplausos, que he navegado viento en popa sobre las palmas de las aclamaciones comunes?” Sor Jua-na es una figura de soledad. Indecisa y sonriente se mueve entre dos luces, consciente de la dualidad de su condición y de lo imposible de su empeño. Es muy frecuente escuchar reproches contra hombres que han estado por debajo de su destino, ¿cómo no lamentarse por la suerte de una mujer que estuvo por encima de su sociedad y de su cultura?
Su imagen es la de una solitaria melancólica que sonríe y calla. El silencio, dice ella misma en alguna parte, está poblado de voces. ¿Y qué nos dice su silencio? Si en la obra de Sor Juana la sociedad colonial se expresa y afirma, en su silencio esa misma sociedad se condena. La experiencia de Sor Juana, que acaba en silencio y abdicación, completa así el examen del orden colonial. Mundo abierto a la participación y, por lo tanto, orden cultural vivo, sí, pero implacablemente cerrado a toda expresión personal, a toda aventura.


Mundo cerrado al futuro. Para ser nosotros mismos, tuvimos que romper con ese orden sin salida, aun a riesgo de quedarnos en la orfandad. El siglo XIX será el siglo de la ruptura y, al mismo tiempo, el de la tentativa por crear nuevos lazos con otra tradición, si más lejana, no menos universal que la que nos ofreció la Iglesia católica: la del racionalismo europeo.

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