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AUTOBIOGRAFÍA LINGÜÍSTICADE UN MIXE

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Francisca Moreno, 1927. Foto: Tina Modotti
LA EXPRESIÓN AYUUK
Juventino Santiago Jiménez
Periódico La Jornada, Ojarasca.
10 septeimbre 2017.
Mi tránsito por la escuela primaria fue un tanto traumático debido al desconocimiento del español. Mis padres me habían enseñado el mixe. Era la única lengua que ellos hablaban en la casa, y por el tipo de trabajo que realizaban con mis abuelos no tuvieron la oportunidad de asistir a una escuela. Ignoraban por completo el proceso de castellanización forzada que en aquel entonces imperaba en las escuelas rurales. Al cursar el quinto grado de primaria y debido a los constantes problemas económicos que vivíamos en el ámbito familiar, mi madre optó por inscribirme en un internado que se había creado en Tamazulápam mixe. Allí proporcionaban alimentación y hospedaje, justo lo que yo necesitaba. Cada fin de semana visitaba a mi madre. Al llegar a la casa ella me decía: “En ese lugar lo tienes todo. Qué bueno que el gobierno todavía se acuerda de nosotros”.

Sin embargo, desconocía la verdadera pesadilla que yo vivía en la escuela, porque en aquel entonces, los docentes provenían de otros estados: Tamaulipas, San Luis Potosí, Chihuahua, Nayarit, Puebla. Ellos desconocían la lengua mixe, la lengua que utilizaba en distintos ámbitos de la comunidad: en la familia, en el trabajo, en los juegos infantiles, en los discursos rituales, en las fiestas anuales del pueblo. En todo momento.

Recuerdo que los ejercicios, las actividades plasmadas en los libros de texto y las explicaciones del docente constituyeron el primer obstáculo que enfrenté en la escuela primaria. Debo manifestar que no les entendía absolutamente nada. Para mí, el español era totalmente ajeno al contexto en que yo estaba inmerso. Sin embargo, tenía que seguir en el aula, aunque no tuviera la menor idea de lo que allí ocurría respecto al proceso enseñanza-aprendizaje. Tenía que prestar atención al profesor sin saber lo que realmente trataba de decir e intentar leer los materiales impresos sin resultado alguno.

Para cursar el segundo año de secundaria me inscribieron en el internado de Reyes Mantecón, Oaxaca. En este nuevo escenario escolar, mi situación lingüística se exacerbó más de lo que había experimentado en Tamazulápam, porque la escuela admitía a alumnos provenientes de distintos pueblos originarios: zapotecos, chinantecos, mixtecos, mixes, chatinos, huaves. Pese a ser hablantes de lenguas mesoamericanas, casi todos los escolares en sus conversaciones usaban el español; mientras que nosotros para comunicarnos —mi hermano y yo— obligatoriamente teníamos que utilizar el mixe. Era como si fuera parte de nuestro cuerpo, y resultaba imposible desprendernos de él. Mi situación lingüística fue más conflictiva con los estudiantes y con los docentes.

En el transcurso de los años, esta situación lingüística se tornó en una tensión insoportable porque no podía dejar de hablar en mixe, mientras el entorno y el contexto exigían y requerían el uso del español; en las situaciones conversacionales con los estudiantes, y con los trabajos académicos encomendados por los docentes. Parecía que me encontraba en un laberinto, sin salida alguna, y por doquier escuchaba a personas hablando en español. Esto me llevó a mirar con odio a los demás, y la mitad de ese odio lo guardaba para mí, porque pensaba que no debería haber tomado el camino que conducía a la escuela y menos aún haber dejado el mundo mixe. Día y noche estaban presentes estas ideas. Al acercarse el periodo de vacaciones, todos mis pensamientos se concentraban en regresar a mi casa, y por qué no, tal vez trataría de persuadir a mi madre para ya no volver jamás a la escuela. Pero eran esfuerzos inútiles, porque ella repetía las mismas frases que antes: “Esa escuela es lo mejor para ti”. No había otra respuesta. Finalmente, volvía al infierno tan temido: la escuela.

Durante mi permanencia en el internado y al concluir la secundaria, parcialmente había aprendido el español, como resultado de las interacciones cotidianas y el hecho de estar inmerso en una escuela donde la única lengua válida era el español. Me había sometido a las reglas del internado y las de mis compañeros. Una de ellas era precisamente aprender a hablar español, y sin lugar a dudas lo hablaba mal, pero tenía que ser así porque las consecuencias resultaban más dramáticas si dejaba de asistir. Así pues, con dificultad intentaba comunicarme en español, pero había algo en mí que no me permitía hablar con seguridad; sentía que me habían aplastado o arrancado uno de mis brazos al no utilizar la lengua mixe, que estaba como deforme, que me faltaba algo, algo que me hacía sentir completo y como ser humano. Ahora solamente quedan los recuerdos, la nostalgia y la insoportable indiferencia hacia el México profundo. ¿Será posible regresar en el tiempo para recuperar mis sueños de la infancia? ¿Qué sueños podrían soñarse en las grandes urbes y en qué lengua? No queda nada de mí, salvo una cosa: redactar en español los sueños perdidos en mixe.

Apenas había iniciado el ciclo escolar para cursar el tercer grado de secundaria y había decidido sólo terminarla y dedicarme de tiempo completo a la construcción, pero no a la construcción de conocimiento, sino a la albañilería, y también quería ser campesino. Deseaba trabajar en el campo para sembrar maíz y frijol. Al menos podría sobrevivir durante un buen tiempo sin salir del pueblo. En ese momento eran los únicos objetivos que quería alcanzar. Porque en la comunidad donde yo vivía en aquel entonces era el tipo de trabajo que realizaban mis familiares y vecinos. Los jóvenes que tenían algo de suerte, lograban terminar la primaria y de allí migraban a la ciudad de Oaxaca o a México. La mejor opción era la segunda. Sin embargo, el tipo de trabajo que yo me había propuesto, al menos, apoyaría económicamente a mi hermano menor, quien todavía permanecía en el internado y cursaba el segundo grado de secundaria.

Antes de concluir la secundaria en Reyes Mantecón, a la mayoría de los alumnos los preparaban para presentar el examen de admisión y estudiar en la Universidad Autónoma Chapingo (UACH) en Texcoco, Estado de México. Esta universidad admitía a estudiantes con bajo nivel socioeconómico. Entonces, mayo de 1990, cuando mis compañeros fueron a presentar el examen de admisión a Chapingo en una subsede en Oaxaca, yo quedé contento porque ya no iba a estudiar más y además estaba ya a unos meses de terminar la secundaria. Ya había estudiado y era suficiente. Por fin regresaría a la comunidad y al mundo mixe y saldría de vez en cuando a la ciudad, pero estaría para siempre en el pueblo, con la gente, en el campo, en la siembra de maíz y frijol. Finalmente egresé de la secundaria a finales de junio de 1990, y una vez concluida la ceremonia de graduación, al día siguiente me trasladaría a Tamazulápam, pero antes tenía que ver a mi hermano mayor, empleado en una panificadora de Oaxaca. Él me sugirió apoyarme económicamente para estudiar en el Colegio de Bachilleres de Oaxaca (COBAO). Le respondí que ya no iba a estudiar más, que regresaría a la comunidad.

Decidí estudiar el bachillerato cuando iba caminando con mi madre hacia el cultivo de milpas. Recuerdo aquella mañana, bajo el cielo mixe despejado, cuando ella me preguntó que si ya había pensado con claridad el no seguir estudiando. No respondí. Después ella dijo: “Sólo recuerda que siempre serás albañil y siempre trabajarás en el campo. Tú deberías de hacerle caso a tu hermano”. Yo ya le había comentado a mi madre la idea de mi hermano mayor, que yo debía de estudiar el nivel medio superior. Fue en aquella mañana y en una vereda donde pensé y reflexioné sobre lo que sería mi vida y mi futuro. Las palabras de mi madre me hicieron cambiar de opinión, de ser campesino y albañil a seguir en las aulas.

Al día siguiente decidí caminar a Tamazulápam y de allí viajé a Oaxaca. Al llegar con mi hermano, lo primero que me dijo fue: “Mañana vas a preguntar la fecha de las inscripciones en el COBAO”. Por temor y porque había visto a muchos jóvenes en dicho plantel, no bajé del microbús. Me dio tanto pánico al ver a tantos jóvenes platicando en español. Me sentía extraño de nuevo en la ciudad; aunque había permanecido dos años en un internado, no significaba que ya me había adaptado a ese contexto. Al contrario, cada vez me sentía más raro y diferente. Entonces, por el miedo a hablar en español, aunque ya sabía un poco, no pregunté el periodo de inscripciones. Me fui a otro poblado, la Villa de Etla, a unos kilómetros de donde se localizaba el COBAO. Por suerte, el carro iba para aquel lugar.

No recuerdo quién me había dicho acerca de la existencia de un Bachillerato Pedagógico, pero fui a preguntar en aquella escuela, donde por cierto no había tantos jóvenes, un prefecto y un bibliotecario. Me dijeron que faltaba unas semanas para la entrega de fichas y un mes para presentar el examen de admisión. Esto me tranquilizó un poco, al menos ya tenía algo que contarle a mi hermano. Claro, no le contaría por qué no había ido al COBAO, más bien le diría que ya no había alcanzado espacio y por esta razón me había visto obligado a buscar otra escuela.



Los primeros días en el plantel fueron difíciles. Me preocupaba mi aspecto físico. Mi ropa y mi calzado. Llevaba puesto un par de huaraches con los que me sentía muy incómodo. Veía a mis compañeros vestidos de otra manera, incluso mis amigos mixes que eran hijos de profesores bilingües vestían diferente. En la hora de recreo me quedaba parado y solo cerca de los baños, y por momentos miraba a los demás. Pensaba qué podría hacer para ser como ellos. Mi vestimenta, el calzado y la lengua no eran compatibles en aquella institución escolar. En ocasiones pensé en escapar de la escuela, pero ¿a dónde iría? Si hubiese huido, hubiera ido a Tamazulápam. Aunque no me decían nada mis compañeros, me sentía diferente y no estaba contento, y más cuando los maestros me decían que debía de hablar y yo no quería. No porque no quisiera, sino porque hablar en español era difícil. Pensaba en los errores que podría cometer al hablar en esta lengua y cuál sería la reacción de ellos. Tal vez una carcajada colectiva, pero no sabía. Además, no me gustaba hablar y siempre estaba callado en el salón de clases. Así me sentía mejor, pero los maestros insistían en que yo hablara. Decían: “Juventino, debes de participar en la clase. Debes de hablar, queremos que participes”. Yo pensaba, pero cómo voy a hablar si el español que hablo no es del todo entendible, probablemente el docente podría enojarse.

En aquel entonces estaban construyendo dos salones más. Veía por las ventanas a los albañiles y recordaba lo que yo había decidido hacer con mi vida y lo que me habían dicho mi hermano mayor y mi madre que debía de estudiar. Sin embargo, estaba convencido y tenía la plena seguridad que ser albañil y campesino eran buenos oficios. Entonces, me concentraba más en aquellas ideas que las explicaciones del maestro y propiamente el desarrollo de la clase.

Poco a poco fui haciendo amigos de otras regiones que estudiaban en la escuela. Pensaba que durante mi permanencia en el bachillerato tendría que aprender el español y no sabía cómo hacerlo. Por ello, en ocasiones tomaba algún diccionario de bolsillo de la Real Academia Española y me preguntaba cuándo aprenderé todas estas terminologías, pero luego lo dejaba porque veía muchas palabras que no usaba y tampoco las entendía. En ese entonces, vivía en Etla con otros dos muchachos de Tamazulápam. Eran hijos de maestros bilingües y hablaban tanto en español como en mixe. Al parecer no tenían tantos problemas lingüísticos con los demás jóvenes de la escuela. Conmigo hablaban en mixe todo el tiempo. Nunca platicábamos en español. Nos reíamos si alguien de nosotros hablaba en esta lengua. Incluso en una ocasión, habíamos hecho un trato: consistía en que debíamos de comunicarnos en español, pero sólo duró unos días y volvimos a platicar en mixe. Yo no veía progreso en mi aprendizaje del español. Por tanto, meses después decidí alejarme de mis compañeros mixes porque pensaba que nunca iba a aprender el español si seguía con ellos.

Decidí rentar con otros compañeros de la escuela que provenían del Istmo de Tehuantepec, la Costa y la Mixteca. En un cuarto vivíamos seis, la diferencia es que platicábamos en español aunque yo lo hablaba mal. Al menos hablaba diario con mis nuevos compañeros. Mi táctica y estrategia de rentar con ellos era precisamente aprender más rápido el español, ése había sido mi objetivo. Creo que aprendí un poco más el español a través de la interacción cotidiana con mis nuevos compañeros y a los 18 años había terminado el bachillerato y había elegido la especialidad en docencia…

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